¡Oye, tío! Te tengo que contar una movida que me tiene con la cabeza hecha un lío. Resulta que mi padre, Don José, ya tiene setenta y dos años y me ha soltado que va a casarse con una compañera de la escuela. Cuando me lo dijo, no sabía si me estaba leyendo la cara o qué, porque a su edad eso parece sacado de una película.
Don José había estado soltero veinte años, desde que falleció mi madre, Doña Carmen. Yo me mudé de la finca en Castilla la Vieja hace treinta años, cuando formé mi propia familia. Cada Navidad y cada verano sigo yendo a visitarle con mi mujer, Ana, y los críos, Sofía y Mateo. Por suerte mi padre es un tío resistente, no se queja del cuerpo y se arregla él mismo todo, aunque Ana y yo siempre echamos una mano cuando hay que podar el huerto o cortar leña para el invierno.
Pues hace poco me llama por el móvil y me suelta, muy serio, que ya es hora de que traiga a casa a una mujer. Resulta que se trata de su antigua compañera de clase, Doña Amalia. Se conocían de pequeños, eran buenos amigos, pero al acabar el instituto cada uno se fue a vivir a su ciudad y dejaron de verse. Ahora, con los años, han decidido volver a juntarse y dar el paso. ¿Te imaginas? Yo pensé que era una broma de esas que nos hacen en la sobremesa.
Cuando le dije que no contábamos con que los hijos estuviéramos en la boda, él no se inmuta. Ya se casaron hace unos meses y organizaron una fiestecilla discreta. Me quedé dándole vueltas a la cabeza: ¿qué habrá faltado en su vida para que, a esas horas, busque una pareja de nuevo?
La cosa es que la casa de mi padre es enorme, tiene varios hectáreas de tierras y una gran granja. Ahora, con la nueva esposa, los nietos y los hijos de Amalia ya están al acecho, pensando en heredar todo. Me pregunto si este matrimonio es más por intereses que por amor.
Ana y yo vivimos en un apartamento de tres habitaciones en Madrid; llevamos más de diez años pagando la hipoteca, y con dos niños, siempre pensé que dejaríamos nuestro piso a los mayores y que el más joven se quedaría con la casa del padre. Pero ahora no sé quién se llevará qué.
Llevamos seis meses sin visitar a Don José. La verdad, no nos apetece ir ahora que está empezando una vida nueva con Amalia. Los parientes nos llaman a todas horas, diciéndonos que deberíamos estar contentos de que papá haya encontrado la felicidad a su edad. Yo, claro, estaría feliz por él, si no fuera porque me inquieta la idea de que la señora sólo quiera su parte y que acabemos peleándonos con sus familiares por la finca donde he pasado gran parte de mi vida.
No sé qué hacer. No puedo seguir ignorando a mi padre, pero tampoco me da la fuerza para fingir que todo está bien. ¿Qué me aconsejas? ¿Cómo puedo salir de este embrollo sin perder la paz de familia?







