Tocar con la mirada y sentir la felicidad
Llevan diecinueve años Ágata vive en su caserón de Villanueva de la Sierra con su madre y su abuela, y sigue aguardando el día en que llegue a sus manos a Guillermo, el chico del que se ha enamorado desde siempre. Sonriendo al recordar al niño de la casa de al lado, cinco años mayor que ella, piensa:
Sería maravilloso que Guillermo apareciera de repente en el pueblo. Pero, desgraciadamente, su abuela falleció hace tres años, aunque yo me encargué de ella
Al terminar la secundaria, Ág
ata ingresa al centro de salud de la comarca para estudiar enfermería. Acaba los estudios y ahora trabaja como auxiliar sanitaria en el mismo centro. Con frecuencia se formula la pregunta:
¿Qué es la felicidad femenina? ¿Acaso existe? Vivimos las tres en una familia exclusivamente femenina y no sé qué felicidad tiene mi madre. Creo que ella tampoco la conoce, porque siempre cuenta cómo mi padre, a quien nunca he visto, desapareció cuando descubrió que estaba embarazada. O mi abuela, la cariñosa Doña Fátima, crió sola a sus dos hijas después de quedar viuda muy joven.
Ág
ata atiende a los vecinos del pueblo; aunque es muy joven, administra inyecciones con soltura, controla la presión y trata a los enfermos con amabilidad. La gente la respeta porque es una niña del lugar. Desde pequeña sueña con ser profesional de la salud. En su infancia curó a todo tipo de seres: gatos, perros, y a sus amigas les curaba los rasguños con una gota de verde. También sabía curar sus propias cortaduras y rasguños.
Hoy vuelve del centro de salud pensativa y, de nuevo, le viene a la cabeza Guillermo.
¿Por qué no dejo de pensar en él? se reprende Ág
ataquizá ya esté casado, tal vez tenga una decena de hijos y nunca sepa que lo he amado desde los trece años.
La última vez que lo vio fue en el funeral de su abuela; apenas intercambiaron palabras. Estaba acompañado de su madre, que también lucía algo decaída, apoyada en el brazo del hijo.
El invierno ha tomado dominio; ya hemos celebrado la Nochevieja y febrero se acerca a su fin. La madre de Ág
ata trabaja como cartero, y la abuela siempre está en casa, horneando bollos, preparando empanadillas y pirozhki.
Al girar hacia su casa, echa una mirada al portal del vecino, cuya llave le entregó su abuela hace años, cuando ella cuidaba de su familia. A veces, tras fuertes nevadas, Ág
ata despeja el camino hasta la casa del vecino con la esperanza de que Guillermo llegue, pero
¡Buenas, abuela! ¿Y mamá? Debería estar ya en casa pregunta la nieta.
Ya vino, pero fue a visitar a María, una amiga que está enferma. Pronto volverá, le llevé la medicina. Ven, siéntate, que te preparo algo. Seguro ya estás cansada dice Doña Fátima con su tono cariñoso.
Sí, abuela, tengo hambre y hace un frío tremendo. La primavera se acerca, pero el invierno no quiere marcharse ríe Ág
atano te preocupes, la primavera llegará y echará a perder al invierno, que se hará a la fuga. Yo adoro la primavera.
Ág
ata se dirige a su pequeña habitación, se tumba en la cama y vuelve a recordar a Guillermo. Cuando tenía diecisiete años, Guillermo ayudó a su abuelo Simón a reparar el tejado durante las vacaciones de verano. Un giro torpe lo puso a punto de caer; el abuelo lo agarró del brazo a tiempo, aunque el joven se clavó un clavo con el pie. Ág
ata, que observaba desde su patio, corrió a buscar una venda y un poco de verde. Llegó al patio del vecino, donde Guillermo estaba sentado con la pierna sangrando y su abuela golpeándose el pecho con la mano, sin poder contener el gemido.
¡Qué dolor, Guillermo! Te lo curaré ahora mismo exclamó Ág
ata, mientras él la miraba atónito.
¡Vaya, ya tengo mi doctora! dijo él con una mueca.
No te burles replicó su abuela, ella siempre ha sido la curandera del pueblo.
Ág
ata revisó la herida y comentó:
No es grave, la herida es superficial. Ahora mismo la curaré y mientras curaba, le preguntaba¿Te duele?
Sus ojos azules estaban llenos de compasión; casi llora por la pena que siente. Guillermo, al ver esa mirada, sonrió.
No sufre nada, de verdad respondió, mientras ella le vendaba la pierna. Desde entonces, aquel chico de doce años no ha podido olvidar esos ojos azules.
Cuando Guillermo regresó del ejército y vio a su madre, se asustó; ella estaba pálida y los labios resecos. No pudo contener las lágrimas al estar a su lado. La madre, al fin, lloró de felicidad al reencontrarse con su hijo, y sintió que ya nada le asustaba.
Gracias a Dios, hijo, has vuelto. Ahora puedo morir en paz.
Mamá, no quiero oír más palabras tristes; prometo ayudarte en todo le respondió Guillermo.
Era un buen hijo. Ayudaba a su madre con inyecciones, le masajeaba los pies; el corazón de su madre estaba débil. Consiguió trabajo y su sueño era devolverle la salud a su madre, y lo lograba poco a poco. Con el tiempo, ella se animó, volvió a ocupar la casa y, sobre todo, recordaba con nostalgia la casa de su infancia en el pueblo.
¡Ay, hijo! Qué bien sería vivir en el campo, sin subir del cuarto piso, solo sentarse en una silla del portal y respirar aire puro. Criar gallinitas
Decidió viajar al pueblo y se organizó para el sábado. Guillermo sabía que ir en invierno a la casa abandonada era una locura, pero prometió a su madre que ese fin de semana iría a averiguar la situación. Los ojos de su madre brillaron de alegría. Pensó que el sueño de su madre era una ilusión, que allí ya no se podía vivir, pero aun así debía ir.
Al bajar del autobús, quedó sorprendido: una carretera recién nivelada por una tractora conducía directamente a la casa de la abuela. La casa, que había sido su refugio cada año, todavía estaba allí.
Probablemente tendré que abrirme paso a medias en la nieve pensó, pero al instante descubrió que el sendero estaba limpio hasta la verja y, más allá, los tres escalones del portal también estaban libres, con una escoba vieja apoyada en el umbral.
Me pregunto quién está limpiando la senda, o quizá alguien ya se ha mudado se preguntó.
Las ventanas estaban cubiertas con ligeras cortinas, las mismas que recordaba, cosidas a mano por la abuela. Ella solía mirar por la ventana sin cerrar las cortinas. Guillermo subió al portal, sacó la llave del bolsillo y abrió la cerradura. En ese instante escuchó una voz femenina y alegre detrás suyo:
¡Hola! Hace mucho que no estabas aquí, te estaba esperando, sentía que algún día regresarías.
Guillermo se sobresaltó, casi se cae del portal. Delante de él apareció una chica esbelta, vestida con un abrigo de piel y un gorro blanco esponjoso; sus ojos azules brillaban. Un rubor cubría sus mejillas y una sonrisa iluminaba su rostro.
¿No me recuerdas? Soy la nieta de Doña Fátima ya sabes quién soy.
Él recordó a la niña que le había curado la pierna y que guardaba celosamente su amistad. Los ojos le resultaban familiares, aunque no lograba evocar el nombre.
Yo soy Ág
ata, ¿acaso no me recuerdas?
Ág
ata, claro que te recuerdo exclamó Guillermo. Sí, fuiste tú quien me curó la pierna entonces eras diminuta, con dos trenzas rubias que se escapaban a los lados.
¿Así que me recuerdas?
Una sonrisa de felicidad cruzó el rostro de Ág
ata, y Guillermo no pudo apartar la vista; también sonreía.
Yo también limpiaba la nieve, esperándote. Tengo tantas cosas que contarte. Ven, toma asiento, te invito a un té; a mi mamá y a mi abuela les encantará verte. Después iremos a la casa, tendrás tiempo de sobra.
Guillermo se sentó en la casa de Ág
ata, tomó té con mermelada de cereza y escuchó atentamente. La abuela y la madre se retiraron a la sala tras el alegre encuentro.
Últimamente mi abuela ha estado muy enferma y no quería preocupar a mi madre explicó Ág
ata. Yo la cuidaba, la alimentaba. Desde niña quería ser sanitaria, y ahora soy auxiliar en el centro de salud.
¡Lo recuerdo! Me curaste la pierna con tanta seriedad que ni quedó cicatriz rió Guillermo.
¡Anda ya! chasqueó ella. Es que me preocupo mucho por ti; siempre he estado enamorada de ti ruborizada, cubrió su boca, sin esperar que esas palabras escaparan.
Guillermo se quedó boquiabierto.
Sí, entonces eras una niña alta y delgada, pero siempre te respeté por la forma en que me curasteadmitió, aunque ella le había confesado sus sentimientos.
Ág
ata, controlando la emoción, le entregó la llave de la casa de su abuela.
Mira, la abuela me dio esta llave antes de fallecer, y siempre me decía que volverías, quizás incluso te quedarías aquí dijo, sonrojándose y bajando la mirada.
Que te quedes con la llave respondió Guillermo. Vamos a entrar.
Entraron y Guillermo quedó asombrado: la casa estaba impecable, como si la abuela acabara de salir. Él comprendía a quién debía agradecer y miraba a Ág
ata con gratitud.
Guillermo, tengo que volver a casa, pero prometo regresar. Vendré con mi madre; ella necesita ese aire puro. Pondré la casa en orden y te esperaré. No podré irme sin volver, tus ojos brillantes no me dejarán en paz dijo él, mientras el corazón de Ág
ata latía de felicidad.
Guillermo comprendía que quería regresar, tocar con la mirada y sentir la felicidad; ya no podía imaginar su vida sin ella.
Qué suerte que Ág
ata siga soltera, qué suerte que haya venido aquí pensó mientras ella lo despedía en la parada del autobús, sintiendo ganas de reír y cantar.
Al subir al autobús, murmuró:
Mi abuela tenía razón, volveré y no te cederé a nadie.
Ág
ata regresa a casa con una sonrisa; ahora sabe qué es la felicidad femenina.







