Rechazó llevar las plantas de su suegra en su nuevo coche y se convirtió en la nuera indeseada

Querido diario,

Hoy he vuelto a sentir el peso de la lucha entre lo que deseo y lo que me exigen los que me rodean. Todo empezó cuando mi marido, Óscar, se acercó a la puerta del coche recién comprado, ese brillante SUV que había ahorrado durante tres años, sin créditos ni ayudas, solo con mis sobres de pago y renuncias a vacaciones. El sol de primavera hacía brillar la carrocería mientras él, con una sonrisa que intentaba ser culpable, me decía:

Begoña, ¿por qué te pones como si fuera una extraña? ¡Son solo tomates! No muerden.

Yo respiré hondo, rozando con la mano el volante de piel todavía con el perfume de fábrica. Ese coche era mi sueño, el símbolo de mi independencia. El interior era de un beige casi lechoso, una paleta de colores que yo sabía poco práctica, pero que me hacía sentir limpia y elegante. Apenas cuatro días después de la firma, Óscar me pidió que transportara los plantones de la madre, Ramona, a su finca.

Óscar intenté mantener la calma, mira el interior. Es beige. Los plantones de tu madre son tierra, agua y esas bolsas de kéfir que siempre se rompen. No puedo llevarlos.

¡Vamos, que lo ponemos con cuidado! suplicó él. Mamá ya los empaquetó, pondremos periódicos bajo ellos y los metemos en el baúl. ¿No vamos a alquilar una furgoneta por diez cajas? No, que se enfade. Sabes que para Ramona esos tomates son como hijos. Desde febrero los cuida como a un tesoro.

Salí del vehículo y cerré la puerta sin que el golpe resonara demasiado. El capó blanco relucía bajo el sol.

¿Diez cajas? repregunté. El fin de semana pasado hablaste de un par de paquetes. ¿De dónde salen diez?

Pues… también hay pimientos, berenjenas, unas flores, petunias… balbuceó Óscar. Mi coche tiene el generador averiado, sabes que está en el taller. La temporada avanza, mamá se vuelve nerviosa; dice que los plantones crecen demasiado rápido. Si no los llevamos hoy, habrá escándalo todo el mes.

Escándalo si ensucio mi coche nuevo repuse. Llama a un taxi, a una compañía de mudanzas. Yo pago.

No lo entiendes bajó la voz Óscar. Mamá no confiaría los plantones a un taxista. Dirá que el vehículo los sacude y los rompe. Necesita que lo llevemos nosotros, con cariño, ¿sabes?

Miro a Óscar, de treinta y ocho años, pero con la mirada de un niño que teme más al enfado de su madre que a cualquier otra cosa. Finalmente cedí, pero impuse una condición:

Sólo en el baúl, nada en el salón. Cada caja la reviso yo para que el fondo esté seco. ¿Entendido?

¡Entendido! exclamó Óscar, dándome un beso y corriendo hacia la entrada. ¡Voy, lo descargamos rápido!

Yo me quedé en la puerta del coche, con el corazón acelerado. Conozco a Ramona desde hace siete años; es una tormenta de buenas intenciones. Puede alimentar a sus nietos con pasteles grasientos, tejer suéteres de lana y enfadarse si no lo llevan puesto. Su finca es su santuario.

Diez minutos después, la puerta del edificio se abrió de golpe. Óscar apareció con la espalda encorvada, arrastrando una caja de cartón empapada, llena de tallos delgados de tomate atados con trapos. A su lado llegó Ramona, cargando dos cubos de plástico rebosantes de verdura.

¡Cuidado, Ojito! ordenó la suegra. Aquí vienen los Corazones de Buey, una variedad especial. Begoñita, abre el baúl, que mi marido tiene las manos ocupadas.

Presioné el control del llavero; la tapa del baúl se deslizó suavemente.

Señora Ramona, ¿qué es esto? le señalé a la caja. El fondo está mojado.

¡No es mojado, es que lo regué un poquito esta mañana para que no se sequen en el camino! desestimó ella, dejando los cubos sobre el asfalto.

Óscar, con cara de miedo, empujó la caja al baúl. El tapete de felpa recién comprado empezó a empaparse al instante, formando una mancha oscura.

¡Alto! grité. Óscar, saca eso.

¿Qué ocurre? preguntó Ramona, sosteniendo otro macetero.

¡Está goteando! ¡Te dije que el fondo estuviera seco! exclamé. ¡Mira la tierra y el agua!

Una gotita no pasa nada desestimó la suegra. Es tierra, no petróleo. Se secará, lo sacudirás. El coche sirve para cargar, no para limpiar polvo. En mi juventud, con mis Zetas llevábamos estiércol y patatas sin problema.

Esto no es una Zeta repliqué, intentando mantener la calma. No voy a llevar estiércol en mi coche.

¿Tenemos película de protección? preguntó Óscar, sorprendido.

¿Película? Pensé en periódicos… dijo Ramona. Los periódicos se mojarán en un minuto. Necesitamos una lámina gruesa.

Yo no tengo lámina se quejó la suegra. Todo lo puse en el invernadero. Begoña, no seas pesada. Lo pondremos bien, no habrá más derrames.

En ese momento apareció la vecina de Ramona, la anciana Celia, con su perrito Chihuahua.

¡Ay, Ramona! ¿Te vas a la finca? exclamó. ¿Y esa nuera, la nueva, con coche lujoso? ¡Pobre!

Sí, Celia, vamos respondió Ramona a gritos. La nuera tiene coche nuevo, pero no sirve para nada. ¡Mira cómo le cuesta poner un tomate en el baúl!

Sentí que la rubia de la vecina lanzaba una trampa pública: avergonzar a la nuera ante los demás.

Óscar, ve a comprar lámina en la ferretería de la esquina ordené entre dientes.

¿Para qué gastar dinero? protestó Ramona. Tengo una cortina de baño vieja, la traigo.

Mientras Ramona buscaba la cortina, Óscar se movía nervioso.

Begoña, aguanta. Ya casi terminamos. Son cuarenta minutos de camino.

¿Has visto cuántas cajas hay? miré hacia el edificio, donde todavía había una pila de cajas, frascos y paquetes. Ni el baúl los aguanta, aunque los aplastemos con los pies.

Pues… metemos unas en el asiento trasero propuso Óscar.

No. Ya lo dije, no en el salón. El tapete es beige.

Ramona volvió con una lámina de ducha amarilla, pegajosa.

¡Listo! dijo. Vamos a cubrir.

Cubrieron el baúl, cargaron las cajas. Sólo cinco entraron; el resto quedó fuera, junto con cubos, palas envueltas en trapos y una gran bolsa de la suegra.

Lo demás al asiento trasero insistió Óscar.

No, lo dije: no en el salón rebatí firme, cerrando la puerta trasera.

¿Cómo que no? la suegra se encabritó. ¿Y a dónde lo pongo? ¿Lo llevo en la cabeza? ¿Lo tiro al suelo? ¡Tres meses he cultivado esos pimientos! ¿Sabes cuánto cuestan las semillas?

Llamé a una empresa de mudanzas le recordé. Caben todas.

¡Estás loca! gritó Ramona. Las empresas cobran un dineral y no cuidan nada. Cada plantón es frágil. Begoña, abre el coche, y yo lo llevo en los brazos.

Mamá intervino Óscar. Begoña solo pidió que el interior siguiera limpio

¡Y tú también lo quieres! exclamó la suegra, dándose la vuelta. ¡Maldita sea tu coche!

Con un gesto brusco tomó una caja de jugo, la partió por la mitad y la dejó caer. El fondo de cartón se desprendió y la tierra negra se esparció sobre las zapatillas blancas de Óscar y sobre mis pantalones gris claro. Un silencio tenso se coló en el aire.

¡Ay! solo pudo decir Ramona. ¡Mira lo que has hecho!

Yo, con la voz casi apagada, respondí:

No y cerré la puerta del coche, arranqué el motor.

¿A dónde vas? preguntó Óscar, atrapado en el barro.

A la autolavado contesté por la ventanilla. Llamad al taxista o a la furgoneta, como sea. Yo no llevo esos plantones.

¿Nos dejas aquí con las cosas? vociferó la suegra. ¡No tienes corazón!

Óscar intentó detenerme, pero yo ya había puesto marcha y el coche se alejó, dejando atrás la escena de cajas rotas, tierra y orgullo herido.

Mientras conducía, sentía las manos temblar sobre el volante. Me invadía una mezcla de vergüenza y furia. Crecí bajo la regla de mi madre: Más vale prevenir que curar. Ahora comprendía que decir no no era sinónimo de desobediencia, sino de defensa de mis límites. El taxi habría resuelto el problema; no era cuestión de vida o muerte, solo de unos plantones.

Llegué al autolavado. El joven que atendía, con la sonrisa de quien entiende el sufrimiento ajeno, me preguntó:

¿Plantas?

Casi susurré. Venía de una finca.

Mientras limpiaban el coche, mi móvil vibró sin cesar: llamadas de Óscar, de Ramona. Lo puse en silencio.

Al volver a casa, preparé una taza de té y me senté junto a la ventana. Óscar tardó cuatro horas en regresar, sucio, cansado y con olor a tierra. Se acercó a la cocina, tomó un vaso de agua y lo bebió de un trago.

¿Contenta? preguntó sin mirarme. Mamá llora, la presión se le subió. Tuvo que tomar Coricost.

¿Llamaste al taxi? le pregunté con calma.

Sí, Mudanzas Rápidas. Llegaron en veinte minutos, cargaron todo y se lo llevaron sin problemas.

¿Ves? Nadie murió y el coche quedó limpio.

No es el coche, Begoña exclamó Óscar, golpeando su vaso contra la mesa. Es la relación. Le has demostrado a tu madre que el coche vale más que ella. Ahora dice que no volverá a entrar a tu casa.

Esa es su decisión, Óscar. Yo propuse el taxi desde el principio y estaba dispuesta a pagar. Ella quería que yo transportara tierra en un interior beige. ¿Para qué? ¿Para demostrar su dominio?

¡Es una anciana! replicó él. Podría ceder.

Yo no cederé donde me haga daño respondí, levantándome. Respeto a tu madre, pero exijo respeto a mí y a mis pertenencias. Si me pidiera llevarla al hospital, iría sin pensarlo. Pero cargar estiércol y tierra cuando existen servicios de entrega es una tontería. No participaré.

Óscar quedó pensativo, mirando por la ventana. Finalmente suspiró:

La mitad de los plantones murió dijo. Uno se volcó en el baúl y tuve que limpiarlo; quizá necesite tintorería.

Te lo dije asentí.

Pasaron dos semanas de silencio frío. Ramona dejó de llamar, y Óscar recibió quejas de ella sobre la serpiente que ha puesto en su carro. Yo mantuve mi postura. Cada vez que me sentaba en el interior luminoso de mi coche, sentía que había hecho lo correcto.

El sábado, Óscar anunció que iría a la finca.

¿Vas? preguntó sin mucha esperanza. La fresa está en temporada. Mamá parece haber bajado un poco, pregunta por qué no vas.

Iré, pero en mi coche. Y si me piden mover basura o estiércol, daré media vuelta y me iré.

Trato hecho respondió con una sonrisa torcida. Nada de estiércol.

Al llegar a la finca, la quietud nos recibió. Ramona, con las manos en la tierra, se enderezó al ver el coche brillante. Saludó con un gruñido:

Buenas

Buenas, Ramona.

Ella miró el vehículo y comentó:

La vecina Violeta dice que tu coche es para que se rían los pollos. No sirve para nuestra vida.

Me gusta respondí, sonriendo.

Pues dijo después, luego se volvió hacia nosotros. ¿Qué os parece si tomáis un té? He hecho un bizcocho de fresa.

Durante el té la conversación fluyó sin explosiones, aunque el ambiente seguía tenso. Cuando nos despedíamos, Ramona se acercó al coche, dio una vuelta y comentó:

Está limpio.

Lo intento contesté.

El camión que llevó los plantones… dudó. El conductor fue brusco, pero lo hizo rápido. Pagó trescientos euros extra.

¿Ves? Muy útil.

Sí, útil acordó con desgano. Óscar está cansado de cargar, y este buey le ayuda.

Me miró con una mirada evaluadora y dijo:

Tú, Begoña, eres terco. Yo también lo he sido. Mi marido falleció, y he sido una mujer dura. Pero guardo lo mío.

Sorprendida, levanté una ceja.

Bien, entonces respondí. Gracias por el paquete con hierbas, cebollino y rábano, todo en una bolsa triple, sin derrames.

Y bajó la voz. Dame el número de la empresa de mudanzas para el otoño, que tendremos calabacines y manzanas. No los quiero en tu salón.

Acepté el número y le di una sonrisa. Fue una pequeña victoria, sin fanfarrias, pero real.

En el camino de regreso, el sol bañaba el interior con una luz dorada. Óscar exhaló:

Pensé que el coche te haría sentir incómoda, pero te ha servido.

Simplemente la gente entiende los límites. Cuando dices no con claridad, te respetan. Cuando intentas complacer a todos, te pisan los pies.

Óscar reflexionó y concedió:

Tal vez tienes razón. Yo no podría dejar a tu madre con esas cajas.

Yo tampoco repuse. Tú tienes las botas sucias, yo el coche limpio. Cada uno con lo suyo.

Subí el volumen de la radio y me sentí completa. No soy la mala nuera. Soy una nuera que sabe imponerse. Y eso, al final, resulta mucho mejor que ser la buena que sólo limpia la culpa ajena.

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MagistrUm
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