Su jefa, la directora del periódico, había dado la orden de que Sara llegara a tiempo al despacho de Pedro Miguel. La alarma no sonó; la luz de la casa se había apagado como si el edificio entero inhalara una noche sin luna. Si no cruzaba el torniquete antes del jefe de sección, tendría que redactar una explicación infinita: ¿cómo la empleada que el mes pasado había sido nombrada la mejor del periódico pudo retrasarse de esa manera?
Pedro Miguel era un coleccionista de papeles. No importaba si eran notas de disculpa, informes, felicitaciones, listas de la compra o simples recordatorios; los tenía amontonados en cajones, sobres y bolsillos. Nadie sabía de dónde había sacado aquel amor por la burocracia.
Su esposa le enviaba listas de la compra que se desbordaban de los bolsillos de sus pantalones; los compañeros le entregaban todo tipo de memorandos; Pedro Miguel sonreía satisfecho con aquel caos ordenado.
¿Por qué lo sufres? exclamó la amiga de Sara, Marta, mientras servía cafés en el pequeño bar de la esquina de la calle Gran Vía. ¡Mira, si no le escribes al jefe por correo, pronto talarán los bosques! añadió, con la seriedad de una campaña ecológica.
No lo entiendes, Marta suspiró Sara. Ese hombre está hecho de papeles. Le salen de los bolsillos y caen de su libreta como lluvia de hojas. Le parece estar a gusto, y pues paga bien y no nos obliga a limpiar las aceras en primavera.
Era una excusa torpe, pero Marta la aceptó. Cada abril, el dueño del bar obligaba a sus empleados a pintar el cartel y a lavar los cristales; el polvo y la pintura le provocaban estornudos a Marta, así que la ausencia de esas tareas de comunidad coincidía con la rebelión de la jefa de Sara.
Hoy, si Sara no se adelantara un instante a Pedro Miguel, aunque fuera por un segundo, tendría que sentarse a escribir una larga explicación. ¿Qué escribiría? Muchísimas cláusulas, empezando por: el despertador falló, la electricidad se fue, la nevera se inundó y el gato Inocencio, escapado de la bolsa de hielo, se lanzó sobre el abrigo de Marta, empapándolo y empujándolo contra el suelo mientras ella intentaba secarlo con una servilleta de papel.
El abrigo quedó arrugado; Inocencio, furioso por el tropiezo, se refugió bajo el sofá y maulló hasta que la almohada lo lanzó contra la pierna de Marta, quien, sin plancha en casa, buscó otro abrigo mientras el tiempo se desvanecía.
Cuando ya era tarde, Sara, vestida con una chaqueta desaliñada, subió a la parada del tranvía que iba a la Gran Vía. Un hombre la rodeó con un brazo protector, pero al girar la mirada, la mano desapareció como vapor, junto con su dueño.
En aquel tumulto de cuerpos, luces y sombras, los semáforos titilaban como estrellas titubeantes y los ladrones se deslizaban como sombras entre la gente. Si Sara fuera pillada con retraso, perdería la prima de goma, esa recompensa que había dividido en partes para el mar, para el microondas nuevo y para un par de botines. La prima, como se llamaba entre las compañeras, era su tesoro; un solo desliz podría romperlo.
Pedro Miguel, con su gabardina empapada, trató de mantenerse firme mientras Sara se acercaba al torniquete. Un joven, con la manga del abrigo levantada, mostró un reloj de pulsera con múltiples esferas que giraban como planetas.
¿Llega tarde? preguntó el joven, con una voz que parecía un susurro de viento. Hoy es un día extraño
Sí contestó Sara, apretando la mochila contra el cuerpo sudoroso. El tiempo se escapa.
Dicen que donde te esperan no puedes llegar tarde sonrió el joven. Soy Koldo, y tú
Soy Olga Fernández. ¡Déjame pasar, señor! exclamó una mujer alta, envuelta en una capa ligera y guantes de encaje. Su perfume recordaba a aguas de azahar, y sus labios brillaban como remolinos de remolacha.
Olga, la esposa del jefe, rozó accidentalmente el brazo de Koldo con sus labios teñidos de rojo. Se disculpó, diciendo que había una tormenta de ideas en su cabeza.
En ese instante Sara reconoció a la mujer: la esposa de Pedro Miguel, nunca vista antes, cuya voz resonaba en los altavoces como un eco lejano. Todos escuchaban su tono autoritario, aunque nunca la habían visto en el despacho.
¡Mira la edición de hoy, Pedro! gritó, como si un mamut hubiera atravesado la sala. ¡Ese artículo de los mamuts está pasado! añadió, señalando una pila de periódicos que un vagabundo había tirado al cesto.
Los empleados murmuraron: ¿Quién es ella para criticar al jefe?. La mujer, llamada Lola, se deslizó entre los asientos del tranvía, empujó a unos jóvenes absortos en sus teléfonos y tomó el asiento junto a Pedro Miguel.
Disculpe, señor, no era mi intención balbuceó Pedro, con el portafolios abierto sobre sus rodillas.
Sara, al ver la escena, pensó: ¡Qué extraño! Ver a la propia Mégara del mundo editorial. Lola, con voz firme, buscó entre sus papeles: una lista de cosas para la tintorería, la dirección de su masajista, un pedido para su hermana y sobrinos, recordatorios de una visita familiar el domingo.
Pedro, al leer esa maraña de notas, cruzó la mirada con los ojos de Sara, ojos que reflejaban una súplica silenciosa: que ella no revelara aquel momento vergonzoso.
Así quedó un secreto entre ellos, un pacto silencioso bajo el brillo de la lámpara del tranvía. Pedro, atrapado entre el control de su esposa y la presión de la redacción, había sido impulsado por Olga a escalar posiciones, a modo de juego de ajedrez familiar.
Olga nunca trabajó en la oficina; su día se llenaba de llamadas, reuniones en cafés y la supervisión de la vida de su familia. Fue ella quien, siete años atrás, llamó a Fabián, el director anterior, y le sugirió que Pedro ascendiera. Fabián, el tiburón del periodismo, aceptó, y la cadena de favores continuó.
Pedro, ahora jefe de sección, entró un día a su nueva oficina con paneles de roble, temblando como un niño ante el peso del cargo. Olga, con una sonrisa que destellaba como un rayo, lo tranquilizó: No te preocupes, Pedro, que no se nos rompen los cántaros. Y él, con la cabeza alta, aceptó.
Mientras tanto, Sara contaba a Pedro la odisea de la mañana: la falta de luz, el abrigo arrugado, el gato Inocencio que había saltado sobre la chaqueta, la fuga bajo la nevera y el desayuno de avena fría.
Pedro escuchó, sonrió y, como si el peso de sus hombros se aligerara, se ofreció un café y un croissant. Inocencio, el gato, maulló desde su escondite; Olga, sin embargo, lo prohibía, aunque Pedro recordaba con nostalgia los felinos de su infancia.
Al final del tranvía, Koldo se acercó a Sara y le entregó un ramo de flores multicolores, una ensalada de colores, como ella los llamaba. ¿Te acompañamos?, le preguntó con una sonrisa traviesa.
Olga, todavía perfumada con jazmín y rosas, se despidió de Pedro con un gesto de mano, y él, aún tembloroso, salió del tranvía, mientras la ciudad de Madrid, iluminada por faroles que parpadeaban como luciérnagas, se extendía ante ellos.
Así, en esa noche de sueños y luces, Sara, Pedro, Olga y Koldo siguieron su camino, entre risas, recuerdos de mamuts y maullidos, sabiendo que, aunque el mundo girara como un reloj descompuesto, alguna cosacomo el amor por los gatossiempre permanecería intacta.







