Si te toca a ti, hazlo tú

Mamá, tú y papá tuvisteis a vuestro hijo para vosotros, no para mí, así que arregláos con vuestro pequeño Jaime. Yo necesito dormir antes de ir a la universidad.

Álvaro, no te pido tantas veces. Solo hoy, llévale al colegio. Es su primer día, todos irán con sus padres…

Exacto, con sus padres interrumpió la madre, Marta. ¿Dónde estabais los míos cuando yo tenía actos en el colegio? Siempre con el pequeño. Pues que vaya solo, no se va a romper.

No fue siempre… Solo un par de veces. Y no era a propósito…

Pues hoy también pasa lo mismo dijo Álvaro, tomando un sorbo de café con calma.

Marta se quedó desconcertada. No esperaba esa negativa. Después de todo, ellos lo mantenían, y él no quería ayudar en nada.

Escucha dijo Marta, frunciendo el ceño. Vives en familia. Y en una familia todos colaboramos. Tu padre y yo te ayudamos: te damos dinero, cocinamos, limpiamos… Lo mínimo es que tú también ayudes.

Yo no os pedí que limpiarais mi cuarto. Y sin vuestra paga también me las apaño. Tengo diecisiete años, no soy un niño ni una niñera. Mi opinión también cuenta.

Cuando terminó, Álvaro cogió su taza y se encerró en su habitación. Marta se quedó sola, con el corazón apretado, preguntándose cuándo su hijo se había vuelto tan egoísta.

Su primer matrimonio había sido un fracaso. El padre de Álvaro nunca maduró: pasaba el día en el sofá, jugando o con el móvil, sin aportar nada. Al final, Marta se divorció y se mudó con su madre.

Cuando conoció a Javier, Álvaro tenía cinco años, una edad en la que todavía aceptó al nuevo padre con naturalidad. Con el tiempo, Javier se convirtió en “papá”.

Pero cuando nació Jaime, todo empezó a torcerse sin que Marta se diera cuenta.

El primer día de clase de Álvaro, Marta no pudo acompañarlo: acababa de dar a luz y estaba agotada. Javier trabajaba, y los abuelos vivían lejos.

Álvarito, lo siento… Eres mayor, ¿verdad? le dijo Marta con remordimiento. Sabes que yo iría si pudiera…

Sí, lo sé respondió él, resignado.

Pensó que no pasaba nada, pero Álvaro lo recordó todo.

Tres años después, ocurrió lo mismo: Jaime se puso malo y Marta no pudo ir.

Jaime enfermaba a menudo. Una vez, trajo varicela del parvulario justo antes de un viaje escolar de Álvaro a Toledo. Al final, tuvo que quedarse en casa.

Mamá, ya sé que es una tontería, pero ¿no podríais aislarlo un poco? preguntó molesto mientras ella le ponía pomada.

Álvaro, somos una familia. No podemos separarnos.

Aunque lo entendía, Marta veía esto como algo inevitable.

Poco a poco, Álvaro empezó a negarse a ayudar en casa. Incluso discutían.

¿Por qué tengo que limpiar el salón si nunca estoy ahí? Vosotros lo usáis con Jaime, vosotros limpiadlo dijo una vez.

Pero tú comes en la cocina, y yo lo limpio todo replicó Marta.

Si viviera solo, no me obsesionaría con la limpieza. Es tu problema, no el mío.

A veces, Marta lo obligaba; otras, lo dejaba pasar. Pero ahora Jaime no tenía quién lo llevara al colegio: los abuelos lejos, Javier de viaje, y ella no podía faltar al trabajo. Álvaro, por primera vez, se negó rotundamente.

Desesperada, Marta llamó a Javier.

Quiere independencia, ¿no? Pues que la tenga dijo él, serio. Ya verá cómo le va sin que le ayudemos.

No exageres, Javier rogó Marta. Si lo echamos, se irá para siempre.

Y qué. A ver cómo se las apaña sin “papá, llévame” o “mamá, recógeme esto”.

Javier tenía razón, pero Marta temía su carácter firme.

Al final, una amiga, Lucía, lo resolvió: llevó a Jaime al colegio y lo cuidó.

Gracias, de verdad dijo Marta, aliviada. Pasa a tomar algo.

No es nada. Tú también me has ayudado sonrió Lucía.

Marta le confesó sus preocupaciones. Lucía, que solo tenía veintiséis, entendía a Álvaro.

A tu hijo lo entiendo. Yo también cuidaba de mis hermanas. Pero tampoco es justo que no ayude en nada.

Solo quiero que colabore un poco dijo Marta.

Para ti es normal. Para él, es una imposición. Yo era igual.

¿Qué hago entonces?

Dos opciones: o le cortas toda ayuda, o le das independencia. Que alquile un piso y vea cómo se vive solo.

¿Y si deja los estudios?

Si quiere irse, lo hará. Yo me fui joven. Pero es mejor que aprenda.

Tras pensarlo, Marta y Javier alquilaron un piso cerca para Álvaro. Lo amueblaron, llenaron la nevera y le dieron las llaves.

Ah, ya. Me echáis dijo él, aunque las aceptó. Sabéis que no puedo pagarlo solo.

No es un castigo dijo Javier. Pero si no quieres vivir con nosotros, así será. La familia es dar y recibir.

Álvaro se fue refunfuñando. El primer mes apenas habló. Pero luego empezó a preguntar: cómo limpiar, cocinar… Marta lo invitó a comer y le dio provisiones.

Te echamos de menos le dijo al despedirlo.

Él no respondió, pero la abrazó fuerte.

Al tercer mes, pidió hablar.

Quiero volver dijo. Pero con condiciones. Jaime es cosa vuestra, no mía.

Antes, Marta se hubiera enfadado. Ahora entendía su postura.

Es tu hermano gruñó Javier.

Basta intervino Marta. Jaime es nuestro hijo, tiene razón. Pero en casa, colaboras.

Álvaro asintió, aliviado.

De acuerdo. Cada semana limpias el baño, cada dos días el pasillo, y una vez al mes el salón. Tu habitación es tuya. Y friegas tu plato.

La tensión se esfumó. Álvaro sonrió.

Trato hecho. Hasta puedo cocinar a veces. Es más fácil para todos.

Esa noche cenaron juntos, en paz por primera vez en meses.

*Así es como crecemos*, pensó Marta. *Todos juntos, aprendiendo a escuchar y ceder.*

Rate article
MagistrUm
Si te toca a ti, hazlo tú