Sí, todos son iguales.

Todos son iguales

¿En serio, Diego? ¿Otra vez esas rosas asquerosas? Ana frunció los labios mientras examinaba el ramo. Te dije centenares de veces que me gustan los peonías. ¿Peonías, entiendes? ¿O nunca me escuchas? ¿Qué es lo que escuchas?

Diego se quedó paralizado en la entrada. Los pómulos se le sonrojaron y sus ojos mostraron esa expresión que combina culpa, desconcierto y disposición a sacrificarse por una sonrisa.

Lo siento, cariño, lo anotaré. La próxima vez serán peonías, lo prometo.

Ana dejó el ramo despreocupadamente sobre la mesa sin siquiera olerlo. Las rosas, sin embargo, estaban perfectas: abundantes, color burdeos, con diminutas gotas de rocío en cada pétalo

Doña Carmen recordaba cómo su hija la había presentado a él por primera vez. Alto, de hombros anchos, con el semblante abierto y las manos ásperas de ingeniero. Diego miraba a Ana como si fuera la mayor maravilla del mundo. Don José, su padre, asintió con aprobación tras la espalda del invitado: Un chico normal, serio.

Los primeros dieciocho meses transcurrieron sin sobresaltos. Diego llevaba a Ana al mar, le regalaba joyas en cualquier ocasión y escuchaba pacientemente los interminables relatos sobre amigas y compañeras. Pero Doña Carmen empezó a notar algo extraño: su hija empezaba a hablar de él de forma desdeñosa, a veces con un leve aburrimiento, incluso con desprecio «Dieguito ha traído un pastel, ¿te imaginas? Yo estoy a dieta». «Otra vez llama, como una hoja pegada al baño». Revisaba sus regalos como si fueran una obligación, no una muestra de cariño.

En el segundo año surgieron los pleitos, aunque eran Ana quien los iniciaba. El aburrimiento la consumía.

¿Me quieres de verdad? ¿De veras? preguntaba a cualquier hora de la noche. No lo pareces.
Ana, he estado todo el día
¡Exacto! Todo el día allá fuera, y yo aquí sola. ¿Acaso tienes a otra?

Diego se justificaba, explicaba, juraba. Ana se enfadaba un día o dos y luego perdonaba con indulgencia. Él aparecía con flores, con el libro que ella deseaba, con entradas al teatro. Todo se recomponía hasta el siguiente enfrentamiento.

Cualquier excusa servía: no dijo lo correcto, no miró como debía, se olvidó de poner me gusta a una foto, se retrasó en el trabajo. Respondió demasiado rápido a un mensaje, lo que significaba que estaba en el móvil en vez de ocupado; respondió demasiado despacio y parecía que la ignoraba.

¡Basta! ¡Terminamos! esa frase resonaba con demasiada frecuencia en su relación.

Y cada vez Diego aparecía primero pidiendo perdón. Ana mantenía la pausa: un día, tres, una semana. Después se descongelaba.

Una tarde Doña Carmen, con tono delicado, le preguntó:

Inés, ¿de veras lo amas? ¿O solo te resulta conveniente?

La joven bufó:

Mamá, ¿qué preguntas? Claro que lo quiero. A veces es pesado, pero no le tengo otra.

Cinco años pasaron en ese extraño baile: pasión, pleito, separación, reconciliación. Diego empezó a encanecer en las sienes antes de los treinta, se adelgazó, sonreía menos, pero aguantaba. ¿Por qué? Doña Carmen no lo comprendía. Tal vez por la esperanza, por la fe de que algún día todo mejoraría y sería más sencillo.

En el sexto año le propuso matrimonio.

El anillo era delicado: una fina banda de oro con un pequeño pero puro diamante. Diego se organizó: reservó mesa en un buen restaurante de la Gran Vía, contrató músicos, incluso redactó un discurso en un papel que, tembloroso, leyó en voz alta.

Ana aceptó con un sí despistado, como si le ofrecieran un postre de café, nada de gran sabor. Se puso el anillo, lo fotografió para redes y llamó a sus amigas.

Doña Carmen abrazó al futuro yerno con ternura materna:

Diego, me alegra. De verdad, mucho gusto.

Don José estrechó su mano:

Bienvenido a la familia. Ya eres oficial.

La planificación de la boda arrancó de inmediato. Ana tomó las riendas: el vestido del salón, el fotógrafo con cartera de estrellas, orquídeas vivas en las mesas. Diego asentía a todo, entregaba mapas, aceptaba cada capricho. Quería que el día fuera perfecto para su futura esposa.

Un mes antes de la fecha prevista todo se vino abajo.

¿Qué es esto? Ana señaló el menú impreso. ¿Arcoíris? ¿En serio elegiste Arcoíris?

Tiene buena cocina, Inés. Lo probamos, te gustó.

¿Me gustó? Yo dije Jardín Blanco, con terraza y vista al río. ¡Y tú me traes ese bar de pacotilla!

No había sitio para nuestra fecha. Ya está reservado para otra boda.

¡Y eso! ¡Deberías haber negociado, ofrecido dinero! Ana exclamó, sin aliento. ¡Basta! ¡La boda se cancela! ¡Estoy harta!

Arrojó el menú al suelo y salió de la sala. El guión habitual decía que él llegaría, pediría perdón, ella lo reprendería un par de días y volvería a ser amable. Pero esa vez él no se disculpó. Parecía agotado.

Al día siguiente Diego vino a recoger sus cosas. Ana observó cómo empacaba la afeitadora, el cargador, la chaqueta del armario.

¿En serio? no podía creerlo. ¿Te vas así, me dejas?

Diego cerró la cremallera, la miró largamente con una expresión indecifrable.

Que seas feliz, Inés. De verdad

Y salió

Ana esperó una semana. Luego dos. El teléfono guardó silencio. Ningún mensaje, ninguna llamada, ninguna visita inesperada. Abrió varias veces el chat con él; el cursor parpadeaba en el vacío, pero no escribió nada. El orgullo le impedía romper el hielo. Siempre era Diego quien regresaba primero. Siempre él volvía.

Pasó un mes.

¿Tal vez está enfermo? Ana vagaba por la cocina de sus padres. ¿O en un encargo? ¿O llamarle?

Doña Carmen, sin decir palabra, removía el cocido.

Mamá, ¡di algo! insistió Ana.

¿Qué decir? Lo soltaste, se fue. respondió Doña Carmen. No lo soltaste, solo

¿Qué?

La hija quedó muda, sin respuesta.

Dos meses después una compañera de trabajo, Sofía del departamento de contabilidad, soltó casualmente en el almuerzo:

Ayer vi a tu Diego con una chica, una rubia muy simpática.

Ana dejó caer el tenedor.

¿Con quién?

No lo sé. Era nueva, reían, se tomaban de la mano Muy tierna, hasta me dio una sonrisa.

Esa noche Ana rebuscó en sus redes sociales. El perfil de Diego estaba abierto; ella había forzado la eliminación de la privacidad. No había fotos nuevas, pero en la lista de amigos apareció un nombre desconocido: Catalina Soler. Un perfil pulcro, lleno de paisajes y gatitos. En la foto de perfil, una mujer de veinticinco años con una sonrisa suave.

Ana se quedó mirando hasta las tres de la madrugada.

Doña Carmen vio cómo cambiaba su hija. Desapareció la confianza, quedó una mirada burlona y fría. Ana perdió peso, no de la manera que deseaba, sino de forma enfermiza, con ojeras bajo los ojos y una irritabilidad al borde del colapso.

¡Todo es culpa suya! exclamó contra sus padres. ¡Seis años de vida y así lo abandona! ¿Por qué una simple ratoncita de pantalla?

Tú misma lo soltaste le recordó suavemente Doña Carmen.

¡Eso no es lo mismo!

¿En qué se diferencia?

Ana no supo contestar.

Un año pasó, fugaz y tortuoso. Ana seguía la vida de Diego por la pantalla: allí estaban ellos en una barbacoa, en un concierto, una foto con la leyenda «¡Nos mudamos!». Un piso compartido. Todo lo que él había anhelado con ella.

Después apareció una foto del anillo en un delicado dedo femenino. «¡Dije sí!», leyó la publicación acompañada de tres corazones.

Doña Carmen tropezó con aquel post mientras deslizaba su feed. Catalina brillaba en la foto, Diego a su lado, sonriendo como antes, con los ojos vivos. «Bien hecho, Diego», pensó Doña Carmen, «por fin».

Mientras tanto Ana intentaba abrirse a nuevas relaciones. Ígor duró cuatro meses, se fue tras una discusió­n por llegar tarde al cumpleaños de una amiga. Sergio la dejó después de dos semanas cuando Ana armó una escena en un restaurante con sus colegas.

¡Todos los hombres son iguales! exclamaba a su padre mientras se sentaba en la cocina familiar. ¡Inseguros, egoístas!

Don José mascaba una croqueta en silencio. Doña Carmen servía té, reflexionando sobre lo disparatada que resulta la vida. La hija hojeaba el móvil, volviendo una y otra vez a las fotos ajenas de felicidad.

Doña Carmen esbozó una sonrisa. Se alegró de que Diego hubiera escapado de las ataduras de Ana. Sí, era su hija, pero conocía bien el carácter de Inés.

En otra cena familiar Ana volvió a poner un viejo vinilo.

Al menos Diego era paciente. Estos no soportan nada, se ofenden al instante.

¿Tal vez no es culpa de ellos? susurró Don José.

Papá, ¿de qué hablas?

Él encogió de hombros:

Es que el tercer hombre del año se marcha. Qué coincidencia.

Ana se ruborizó:

¿Entonces soy yo la culpable, no?

Los padres guardaron silencio. A veces el silencio habla más que mil palabras.

Más tarde, mientras lavaba los platos, Doña Carmen pensó en cómo explicarle a su hija lo obvio: el amor no es un juego donde se pulsa eternamente el botón de guardar y se vuelve al momento cómodo. La paciencia no es infinita. Las manipulaciones erosionan la confianza, lenta pero irrevocablemente, como el óxido que corroe el metal.

Ana culpaba al mundo de su injusticia y aguardaba al príncipe de caballo blanco, aquel que soportara sus caprichos para siempre.

Doña Carmen secó el último plato y lo guardó en la alacena. Por la puerta entreabierta vio a Inés en el salón, clavada otra vez en el móvil, deslizándose por las vidas ajenas. Sabía que su hija había visto fotos del hijo de Diego y de Catalina, sus rostros felices y miradas enamoradas. Doña Carmen también seguía la vida de Diego.

Hace treinta años, Doña Carmen tomó por primera vez a la pequeña Inés en brazos y juró protegerla de todo mal. Pero la soledad que Ana se autoimponía la condenó. Para ser feliz, la hija tendrá que transformarse, o nunca sabrá qué se siente ser mujer, esposa y madre.

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MagistrUm
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