Creí que mi matrimonio marchaba sin contratiempos, hasta que una amiga me lanzó la gran pregunta.
Me casé muy joven, impulsado por un amor arrollador. Salimos juntos durante cuatro años antes de oficializar la unión y, desde entonces, hemos atravesado mil y un retos.
Llevamos más de seis años bajo el mismo techo. Confío plenamente en mi esposa, y también en mí mismo. María de la Luz es una mujer entrañable, cariñosa y atenta. Siempre se ocupa de los quehaceres domésticos y, aunque no sea la más valiente ni la más fuerte, su alma rebosa bondad y una energía que ilumina los momentos más duros.
Sin embargo, la indecisión la domina; le cuesta tomar cualquier decisión y rehúsa salir de su zona de confort o avanzar. La timidez la acompaña a cada paso, y en todo este tiempo no ha mostrado señales de cambio.
No se preocupa por su salud ni por cuidarse. Los cambios le provocan un miedo paralizador. Ella lleva casi una década más que yo; yo tengo veintiséis años y me siento pleno con la vida. Tengo un buen empleo, compré mi propio coche y ya hemos liquidado la hipoteca del piso en el que vivimos.
Hace poco, mi amiga me preguntó, ¿Para qué lo necesitas?. Esa frase fue el punto de inflexión de mi felicidad. Ahora, sentado aquí, me pregunto: ¿Para qué me sirve realmente?






