Cartas viejas
Cuando el cartero dejó de subir a los pisos y empezó a dejar los periódicos y sobres en la zona de recepción del edificio, Begoña Gutiérrez se molestó al principio. Después se resignó. Desde entonces su mañana empezaba bajando la escalera, sujetándose del pasamanos fresco, y mirando el viejo buzón verde con la puerta entreabierta.
Ese buzón era de los años ochenta, con la pintura descascarillada y el número torcido 12. Chirriaba al abrirlo y Begoña siempre temía que un día se cayera del todo, sin saber dónde encontrar las cartas de Verónica.
Las cartas llegaban sin regularidad. A veces una semana, a veces un mes. Pero llegaban. Sobre estrecho, letra inclinada y ordenada, un leve perfume de colonia barata. Begoña subía de nuevo, ponía la tetera al fuego, se sentaba a la mesa y desdoblaba el sobre por el pliegue para no romper el papel.
Verónica vivía en otra ciudad, a mil kilómetros de distancia. En el pasado compartieron una habitación en el dormitorio de la escuela de medicina, repasaban anatomía y se devoraban la misma lata de carne en conserva. Después Verónica se casó, Begoña empezó a trabajar en el centro de salud, se casó tarde, tuvo una hija. Se fueron por caminos distintos, pero nunca se separaron del todo. Las cartas mantenían viva una delgada pero fuerte hebra entre ellas.
Verónica escribía de su casa de campo, de la vecina que había plantado los tomates equivocados, de su hijo que no decidía largarse de su perpetua esposa, del presión que salta como cabra y de las nuevas pastillas que le recetaron. Entre líneas siempre se sentía la Verónica de antes: jocosa, terca, con un toque de ironía.
Begoña respondía por la noche, cuando la casa se quedaba en silencio. Su hija vivía por su cuenta, su nieto llegaba los fines de semana. Entre semana sólo se oían el tictac del reloj, el murmullo del ascensor por la pared y el susurro de su pluma sobre el papel. Contaba del centro de salud donde hacía horas de terapia a media jornada, de los vecinos que se peleaban siempre por la plaza de parking, de su nieto, ahora informático, que casi no explicaba nada.
Le encantaba el ritual: sacar una hoja limpia, alinearla, marcar mentalmente el día, la semana, decidir qué contar a Verónica y qué guardar para sí misma. Cada carta era como un pequeño balance vespertino. Escribía despacio, absorbiendo cada palabra, como si escuchara a Verónica leerla.
Un día su nieto, Sergio, llegó con una caja bajo el brazo.
Abuela dijo, sacando un móvil nuevo, ya basta de tu teléfono con teclas. Es hora de entrar en el siglo XXI.
¿Y yo qué, sigo viviendo en el siglo XIX? replicó Begoña, pero tomó el aparato. Delgado, pesado, de cristal. Le dio un escalofrío solo sostenerlo. Temía que al soltarlo se fuera la beca de Sergio.
Mira, es sencillo continuó Sergio. Esto es una aplicación de mensajería. Puedes escribir al instante, con voz o con fotos.
¿Y el correo postal, qué tiene de malo? Begoña sonrió, aunque un destello de curiosidad cruzó sus ojos.
El correo es útil cuando recibes una postal de Mallorca. Con esto puedes hablar con Verónica todos los días.
Sergio ya sabía de Verónica; Begoña a veces le leía fragmentos de sus cartas. El chico sonrió y comentó: «Tienes una amiga genial». Decidió, entonces, que también debía ayudar a Verónica.
Pero Verónica Begoña buscó la palabra, no usa el móvil. Tiene uno viejo, con teclas. Me dijo
¿Y tiene nieta?
Sí, una nieta. Violeta, estudiante.
Entonces, vamos a arreglarlo. Tú le escribes una carta pidiéndole a Violeta que le eche una mano y yo pongo todo en marcha.
Puso el móvil sobre la mesa, lo conectó a la corriente e introdujo algunos datos. Begoña observaba la pantalla iluminarse, los cargadores avanzar. Se sentía a la vez tonta y emocionada.
Esa noche se sentó como siempre, pero al lado de la hoja había ahora el móvil, que mostraba silencioso la hora y el pronóstico. Sacó el sobre, escribió la dirección de Verónica y, despacio, añadió al final: «Verónica, Sergio me ha comprado este móvil y dice que ahora puedo enviarte mensajes por él. Si Violeta te ayuda, mejor aún. Quizá aprenda yo también. Ya soy una gata vieja».
Sonrió, revisó el texto, selló el sobre y, al día siguiente, lo dejó no en su buzón verde de número 12, sino en el buzón comunitario con la ranura para cartas.
Dos semanas después llegó la respuesta. Verónica escribía: «Eres una anticuada, pero yo soy peor. Violeta se ríe y dice que todo es posible. El fin de semana pasó por aquí, me mostró en su móvil cómo funciona. Así que, amiga, sorpréndeme. Violeta dice que, cuando llegue a mi ciudad, me lo configura. ¡Y yo te mandaré mensajes como la gente joven!»
Begoña soltó una carcajada. En la carta se percibía la misma chispa de Verónica, la misma que la había enseñado a montar en la moto del exmarido.
Un mes después, Sergio volvió, se sentó a su lado y, pacientemente, le mostró cómo pulsar y a dónde mirar.
Mira, esto es un chat. Aquí van los mensajes. Primero me añado a ti y practicamos.
Tecleó algunas frases. El móvil emitió un leve pitido, la pantalla se iluminó. Begoña tembló.
No temas. Es solo una notificación. Pulsa aquí.
Presionó y apareció el mensaje: «¡Hola, abuela! Es un ejercicio». Debajo había una línea en blanco.
Escribe tu respuesta aquí dijo Sergio. Pulsa esas letras.
Los dedos de Begoña temblaban. Escribió despacio: «Hola. Veo». En vez de «veo» salió «veho». Sergio se rió, pero rápidamente corrigió.
Nada, lo arreglamos. Mira.
Al caer la tarde ya podía abrir el chat, teclear frases cortas y enviarlas. Los mensajes de voz le daban escalofríos, pero Sergio le prometió que eso sería más adelante.
A principios de otoño, Verónica apareció en el mensajero con un mensaje de número desconocido: «Begoña, soy yo. Violeta lo ha configurado. ¡Un saludo desde nuestro pantano!»
Begoña lo miró largamente. De repente Verónica parecía mucho más cercana, no a kilómetros, sino justo al otro lado del muro.
Escribió: «¡Verónica! Te veo mejor dicho, te leo. ¿Cómo estás?» y lo envió, conteniendo la respiración.
La respuesta llegó en un minuto, algo inesperado: «¡Viva! La presión me vuelve loca, pero no le temo. ¿Y tú? ¿Sergio te está volviendo loca con su progreso?»
Se rió y le contó sobre el centro de salud, la vecina que volvía a discutir con la comunidad de propietarios, y su nieto informático. El teclado a veces se le enredaba, pero Verónica siempre comprendía. Al final de su mensaje, Verónica añadía un emoticono amarillo con una sonrisa.
Eso es un emoticón explicó Sergio, mirando por encima del hombro. Es como una carita feliz.
Begoña asintió. Decidió no usar esos símbolos, como si fueran de otro idioma. Pero, de vez en cuando, cuando Verónica enviaba una broma mordaz, su mano buscaba la pequeña carita.
La conversación se volvió ágil. Por la mañana Begoña revisaba el móvil como antes revisaba el buzón. De día, entre consultas, se colaba para leer el último mensaje de Verónica. Por la noche intercambiaban decenas de frases breves.
La rapidez de la comunicación resultó extraña, alegre y a la vez inquietante. Lo que antes se extendía en páginas y semanas, ahora cabía en dos o tres líneas. Antes de que Begoña pudiera pensarlo, ya había respondido.
Un día Verónica escribió: «Imagínate, mi vecino del campo se ha puesto a coquetear. Un viejo con ojos de chispa que ayer llegó con manzanas y me propone tomar el té. Yo le digo que tengo presión, que no puedo preocuparme».
Begoña frunció el ceño. Recordó las quejas de Verónica sobre la soledad y su mordaz comentario sobre los viudos que buscan una niñera gratis.
Contestó: «Ojo con que te ponga el cuello. Después no lo sueltes. Son así todos, ¿no?».
La respuesta vino casi al instante: «Gracias por pensar en todos los hombres de setenta. Yo misma me encargaré».
Begoña sintió un pinchazo interno. Quiso escribir «solo me preocupo», pero se detuvo. La pantalla mostraba el último mensaje de Verónica, sin emoticono.
Esa tarde llegó otro: «Y de verdad, pareces alegrarte de que no me vaya a nada. Que sigamos escribiendo en la vejez sin movernos de sitio».
Begoña se quedó mirando esas palabras, sintiendo calor. Se levantó, fue a la cocina, se sirvió un té y dejó que el ruido de sus pensamientos se calmara. Pensó en cuántas noches había pasado sin dormir cuando Verónica hablaba de sus dolencias, temiendo lo peor.
Volvió al escritorio, abrió el chat. Los dedos temblaban. Escribió: «No tienes razón. Te temo. Sé cómo les gusta que los alimenten y curen, y luego se van con otro. Lo he visto en el trabajo».
No recibió respuesta. Ni minutos, ni horas. El móvil permanecía quieto, salvo por otras notificaciones. Esa noche se despertó varias veces, encendía la pantalla y miraba el chat vacío. A la mañana siguió en el centro de salud, pero la inquietud no la dejaba.
De repente, el móvil vibró con un mensaje de Sergio: «Abuela, ¿todo bien? ¿No has dejado el móvil?». Respondió con un «Todo bien, en el curro, luego llamo».
Verónica seguía sin contestar.
Al tercer día, Begoña no aguantó y marcó el número de Verónica. Larga espera, tono de ocupado, nadie contestaba. Colgó, volvió a marcar. Lo mismo.
«Tal vez está en el campo sin señal», se tranquilizó, pero la ansiedad crecía.
Al atardecer, cuando ya estaba a punto de redactar una larga disculpa, apareció en la pantalla una notificación: un mensaje de voz.
Con cautela pulsó el triángulo. Primero se oyó un ruido y luego la voz de Violeta, nieta de Verónica.
Begoña, buenos días. Soy Violeta. Mi abuela está en el hospital, tuvo un episodio, ahora está en cuidados intensivos, pero mejora. Encontré su número en el móvil. Me pidió que le dijera que no está enfadada y que me escribirá en cuanto pueda. Perdón por el mensaje grabado, estoy entre salas y no puedo hablar.
La voz tembló, la grabación se cortó. Begoña quedó inmóvil hasta que el sonido se apagó. Luego buscó en el armario un sobre, sacó una hoja en blanco, y comenzó: «Querida Verónica»
Escribió largo y detallado, describiendo el miedo al silencio, lo tonta que se sentía por la disputa, que ningún hombre merecía que se rompiera una amistad de tantos años, que si quería tomar el té con quien fuera, ella solo se alegraría de que Verónica estuviera bien.
El sobre quedó grueso. Lo selló, puso la dirección y bajó al buzón del portal.
Al día siguiente mandó un mensaje a Violeta en el mensajero, con timidez: «Violeta, he enviado la carta. ¿Cómo está tu abuela?»
Llegó la respuesta en unas horas: «Hola. Está mejor, la han trasladado a una habitación. Ahora está débil, pero ya se queja de la comida, lo cual es buena señal. Le leí su mensaje, lloró y dijo que es terca, pero buena. Cuando pueda, me escribirá».
Begoña sonrió entre lágrimas. Terca, pero buena, sonaba como un cumplido.
Los días pasaron. Ella seguía trabajando, viendo las noticias por la noche, llamando a su hija de vez en cuando. El móvil reposaba al lado, como una ventana a la que aún nadie había entrado.
Una semana después llegó otro mensaje, esta vez de Verónica.
Abuelita. Escribo despacio, la mano tiembla. Tu progreso casi me mata. Violeta dice que es broma, pero no le creo. No te enfades. Yo me alteré. Tú también eres una máquina. Juntas hemos puesto a todos los hombres bajo la misma escoba. Yo solo quería sentirme viva, no solo una anciana con pastillas. ¿Me entiendes?
Begoña lo leyó varias veces y respondió: «Entiendo. Yo también a veces quiero no ser solo la terapeuta y la abuela. Lo siento, metí demasiados consejos. Tengo miedo por ti y por mí. No quiero quedarme sin ti. Pero no es excusa. Pactemos: me cuentas todo, yo pienso y luego escribo. Al menos un minuto».
Añadió al final un pequeño emoticono sonriente. Lo buscó entre decenas, lo pulsó y se sintió un poco tonta, pero aliviada.
Verónica contestó: «De acuerdo. Pensar un minuto es una revolución para ti. Estoy orgullosa. Escríbeme cartas, no las abandones. Y en el mensajero charlaremos de cosas triviales, como chicas en el dormitorio de la facultad».
Begoña se rió en voz alta, como si escuchara a Verónica decirlo con su tono característico.
Esa noche sacó un nuevo sobre, lo dejó sobre la mesa. Junto a él reposaba el móvil. Dos formas distintas de hablar con la misma amiga.
Escribió a Verónica sobre el centro de salud, sobre el director que quería que todos trabajaran los fines de semana y la enfermera jefe que había organizado una rebelión. Sobre la vecina del bajo que finalmente arregló la grieta del techo. Sobre el sueño que tuvo con el dormitorio de la residencia, corriendo en bata.
Cuando el papel estuvo listo, lo fotografió con el móvil y lo envió al chat: «Spoiler: lo demás llegará por correo».
Verónica respondió rápido: «¿Estás de broma? Ahora tendré que esperar cartas y sobres. Mi corazón no aguanta tanta intriga».
Luego añadió: «Violeta dice que puedo enviarte un mensaje de voz, pero me da vergüenza. No sé qué decir».
Begoña dudó, pero contestó: «Graba lo que quieras. Si algo, fingiremos que la señal se corta».
Un par de minutos después llegó el mensaje de voz. Pulsó y escuchó:
Bueno, aquí está Verónica, la estrella de la radio. Dicen que casi muero, pero yo creo que solo me tomé una siesta, me alejé de todos vosotros. No llores, que aún te superaré. Tengo planes. Necesito que ese vecino me corte con manzanas cada día, aunque sea una. Que alguien me cuide, no solo los médicos.
Begoña sintió cómo la tensión de las últimas semanas se disipaba. Verónica seguía viva, igual de terca y bromista.
Presionó el icono del micrófono. El corazón le latía con fuerza.
Verónica dijo, intentando que su voz no temblara, si me sobrevives, no lo perdonaré. Y sobre el vecino si empieza a llevártelas todos los días, avísame. Iré y os daré un sermón a los dos.
Soltó el botón, temiendo haber dicho demasiado, pero ya era tarde. El mensaje había salido.
En menos de un minuto llegó la respuesta al chat: «Te escucho y pienso: vivimos como adolescentes, tememos que nos abandonen o nos olviden. Pero nadie nos ha olvidado. Ni siquiera tu nieto, que ahora me enseña a usar esos emoticonos».
Luego otro: «Propongo lo siguiente. Cuando esté en el hospital o me sienta mal, me mandas cartas. Son lentas, pero cálidas. Cuando todo vaya bien, charlamos en el mensajero, pero no cada cinco minutos, que me agotas».
Begoña sintió cómo algo se calmaba dentro. Reglas simples, claras. No llamar de madrugada, no exigir respuesta inmediata, no ofenderse si el otro está ocupado. Y, sin embargoAsí, mientras el último mensaje parpadeaba en la pantalla, Begoña volvió a subir las escaleras, sintiendo que la amistad, ya sea en papel o en bits, seguía tan firme como el pasamanos frío bajo sus manos.







