Mi esposa Clara falleció hace cinco años. Crié a nuestra hija Emilia sola. Fuimos a la boda de mi mejor amigo Lucas para celebrar un nuevo comienzo.

5 de octubre de 2023

Hace cinco años perdí a mi mujer, Clara. Crié a nuestra hija Alma sola. Fuimos a la boda de mi mejor amigo Lucas para celebrar un nuevo comienzo.

El salón del banquete brillaba con luces cálidas, de ese tono ámbar que suaviza hasta los recuerdos más amargos. Alma, con sus diez años, apretaba mi mano mientras caminábamos hacia las sillas blancas. Tenía los grandes ojos avellana de su madre y ese pequeño pliegue entre las cejas cuando algo le llamaba la atención. Cinco años desde que Clara murió en un accidente de coche. Cinco años de aprender a vivir sin ella. Y esta noche, en teoría, celebrábamos que la vida seguía. Mi hermano del alma, Lucas Méndez, por fin había encontrado a la mujer con la que quería casarse.

Lucas fue mi sostén cuando Clara murió. Me ayudó a mudarme a un apartamento más pequeño en las afueras de Madrid, arregló el grifo que goteaba, cuidó de Alma cuando mis guardias en el hospital se alargaban. Era más que un amigo. Al enterarme de su boda, sentí una alegría genuina.

La ceremonia comenzó con el suave sonido de un piano. Los invitados se pusieron en pie cuando apareció la novia, el rostro oculto bajo un velo vaporoso. Alma apoyó la cabeza en mi brazo y susurró: “Qué vestido tan bonito”. Sonreí, pero noté una inquietud extraña en el pecho. Había algo en su forma de moverse, en la inclinación de sus hombros, que me resultaba familiar.

Entonces Lucas levantó el velo.

El aire me abandonó. Casi caigo de rodillas. Porque mirándome fijamente estaba Clara. Mi mujer. La misma que enterré hace cinco años.

Me quedé paralizado. Los aplausos, las lágrimas de los invitados, la voz del cura todo se difuminó. Solo podía verla a ella. Su cara, sus ojos, esa sonrisa tímida.

“Papá”, tiró Alma de mi manga, “¿por qué mamá se casa con tío Lucas?”.

La boca se me secó. Temblaba tanto que casi dejo caer el programa de la boda.

No podía ser. Clara había muerto. Yo vi el coche destrozado, identifiqué su cuerpo, firmé el certificado de defunción. Lloré en su funeral. Y, sin embargo, ahí estaba, de blanco, cogiendo las manos de Lucas.

El salón se volvió opresivo. Noté las miradas de los invitados, los cuchicheos.

No sabía si estaba perdiendo la cabeza o si era el único que veía lo imposible.

Mi primer impulso fue gritar. Pedir explicaciones. Pero Alma apretó mi mano, anclándome a la realidad. No podía montar una escena, no delante de ella. Aguanté sentado mientras los votos resonaban como cuchillas.

Cuando el cura los declaró marido y mujer, sentí náuseas. La gente aplaudía, feliz. Yo seguía rígido, la mente enloquecida.

En el banquete, evité la mesa principal. Me quedé cerca de la barra, distrayendo a Alma con pastel y refresco, sin perder de vista a la pareja. De cerca, el parecido era aún más perturbador. La novia reía con Lucas, con una voz casi idéntica a la de Clara solo un poco más grave.

No pude más. Le pregunté a una dama de honor el nombre de la novia.

“Se llama Julia”, me dijo, “Julia Rojas. La conoció en Barcelona, creo”.

Julia. No Clara. Pero ¿por qué era idéntica a mi mujer?

Más tarde, Lucas me encontró en la terraza. “¿Estás bien, Diego? Te noto raro”.

Intenté disimular el huracán interior. “Se parece muchísimo a Clara”.

Frunció el ceño. “Sí, también me chocó al principio. Pero Julia no es Clara, Diego. Tú lo sabes”.

“¿Alma lo sabe?”.

“Está confundida. Era de esperar”. Me puso una mano en el hombro. “Hemos pasado mucho juntos. Nunca te haría daño. Julia es otra persona. Dale tiempo”.

Pero el tiempo no calmó nada. Cuando Julia se acercó a saludarnos, se agachó ante Alma. “Debes de ser Alma. Tu padre habla mucho de ti”.

Alma la miró fijamente. “Hablas como mamá”.

Julia se quedó petrificada un instante antes de sonreír. “Qué honor”.

Su mirada me persiguió. Como si ocultara algo. Y supe que no podría dejarlo pasar.

Las semanas siguientes no dormí. Revolví álbumes de fotos, comparando cada detalle: mismo rostro, misma cicatriz sobre la ceja, mismo hoyuelo. Demasiado para ser casualidad.

Contraté a un detective. Si Julia era quien decía, los papeles lo confirmarían. A los pocos días, me entregó documentos: partida de nacimiento, expedientes académicos, carné de conducir. Todo en orden. Julia Rojas, nacida en Sevilla en 1988. Nada la vinculaba a Clara.

Pero no era suficiente. Necesitaba la verdad. Una noche, en una cena en casa de Lucas, acorralé a Julia en la cocina.

“¿Quién eres en realidad?”, pregunté, agarrándome a la encimera.

Se tensó. “Diego, ya te dije”.

“No. No eres solo Julia. Tienes la misma cicatriz, la misma risa”. La voz se me quebró. “No me digas que es coincidencia”.

Sus ojos se suavizaron, como si fuera a confesar algo. Pero solo susurró: “El duelo hace ver cosas raras. Quizá ves lo que deseas ver”.

Esa noche me fui más destrozado que nunca.

El punto de inflexión llegó cuando Alma tuvo una pesadilla. Llorando, me dijo que Julia había entrado en su sueño para arroparla, igual que hacía su madre. “Papá”, sollozó, “creo que mamá ha vuelto”.

No podía permitir que viviera con esa confusión.

Una semana después, confronté a Lucas. “Necesito la verdad. ¿Sabías que se parecía tanto a Clara cuando te casaste? ¿Nunca te preguntaste si podría ser ella?”.

Su rostro se endureció. “Diego, esto ya es demasiado. Clara se fue. Julia es mi mujer. Deja esto antes de que te destroce”.

Entonces Julia entró en la habitación. Nos miró a los dos, indecisa. Y finalmente, con voz temblorosa, dijo:

“Hay algo que no os he contado”.

El silencio se hizo denso. Alma asomó por el pasillo, los ojos como platos, mientras Julia respiraba hondo.

“No soy Clara”, dijo lentamente. “Pero la conocí. Mejor de lo que creéis”.

Sus palabras partieron el suelo bajo mis pies. Y entendí que la historia de Claray de la vida que pudo tener sin míestaba lejos de terminar.

A veces el pasado no descansa. Y lo que duele más no es lo que perdimos, sino lo que nunca supimos.

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MagistrUm
Mi esposa Clara falleció hace cinco años. Crié a nuestra hija Emilia sola. Fuimos a la boda de mi mejor amigo Lucas para celebrar un nuevo comienzo.