La vecina se pasó de la raya
Lucía se quedó paralizada frente a la puerta de entrada, con la llave en la mano. Desde dentro de su piso se escuchaban murmullos y el sonido de algo moviéndose. Carlos estaba en el trabajo, y ella había decidido volver antes para descansar después de una semana agotadora. Pero ahora el corazón le latía con fuerza. ¿Ladrones? Abrió la puerta con cuidado y reconoció una voz familiar:
Ay, Lucía, Carlos, ¡qué desorden tienen! ¡Polvo en el alféizar, las cortinas arrugadas! Deberían contratar a una limpiadora, que esto no es forma de vivir.
En el pasillo, con una escoba en la mano, estaba la tía Carmen, su vecina. Lucía se quedó boquiabierta.
¿Tía Carmen? ¿Cómo ha entrado? La voz de Lucía temblaba entre la sorpresa y la irritación.
Pero, hija, ¡como buena vecina! La tía Carmen sonrió como si su presencia en el piso ajeno fuera lo más normal. Vi la puerta entreabierta y pensé: “Voy a ver si todo está bien”. ¡Y menudo desastre! Así que me puse a limpiar.
La puerta estaba cerrada respondió Lucía con frialdad, apretando el bolso. Lo recuerdo perfectamente.
Bueno, da igual, cerrada o no la tía Carmen hizo un gesto como si ahuyentara una mosca. En este edificio todos nos conocemos, ¿de qué hay que asustarse? ¡Lo importante es que fui yo y no algún gamberro!
Lucía no supo qué decir. Su nuevo hogar, el primer piso que compraron juntos con Carlos, de repente le pareció ajeno. Balbuceó un “gracias” y acompañó a la vecina hasta la puerta, pero por dentro hervía de indignación. ¿Cómo tenía acceso la tía Carmen a su piso? ¿Y por qué actuaba como si tuviera derecho?
Todo había empezado seis meses atrás, cuando Lucía y Carlos, una pareja joven, se mudaron a un edificio antiguo pero acogedor en las afueras de la ciudad. El piso era su orgullo: tres años ahorrando para la entrada, una hipoteca, privándose de cafés y vacaciones. Cuando finalmente recibieron las llaves, Lucía estuvo a punto de llorar de felicidad, y Carlos, normalmente reservado, la hizo girar por la habitación vacía, riendo.
¡Es nuestro hogar, Lucía! ¡Nuestro! dijo, con los ojos brillantes.
Fueron amueblando poco a poco: compraron un sofá, colgaron cortinas claras, pusieron un ficus en el alféizar. Pero lo que más les gustaba eran los pequeños detalles: el café matutino en la cocinita, las películas bajo la manta por la noche, los planes para reformar.
Al segundo día de la mudanza, llamaron a la puerta. Era una mujer bajita de unos sesenta años, con el pelo recogido y una cesta en las manos.
¡Hola, jóvenes! Soy Carmen López, su vecina del tercero. Tía Carmen, para los amigos sonrió tan ampliamente que Lucía no pudo evitar corresponderle. Les traje unas empanadillas de atún. ¡De vecina a vecina!
¡Muchísimas gracias! Lucía aceptó la cesta, sintiéndose algo incómoda. ¿Quiere pasar a tomar un café?
No, no, solo un momentito la tía Carmen entró, mirando alrededor con curiosidad. Vaya, qué distribución tan interesante. Aunque habría que pintar las paredes, que el papel está viejo. Y la cocina es un poco pequeña, ¿no?
Lucía se quedó sin palabras, pero asintió educadamente. Carlos, preparando el café, añadió:
Pensamos en reformar, pero de momento el presupuesto no da. Poco a poco.
¡Muy bien hecho, así se habla! la tía Carmen le dio una palmadita en el hombro. Si necesitan algo, aquí me tienen. Conozco a todo el mundo, puedo aconsejarles dónde comprar pintura barata.
Las empanadillas estaban deliciosas, y la tía Carmen, muy habladora. Les contó sobre los vecinos, cómo habían construido el edificio en su juventud, e incluso les dio consejos para que el conserje quitara la nieve más temprano. Lucía y Carlos se miraron: parecía que habían encontrado un aliado en su nuevo hogar.
Pero pronto la tía Carmen empezó a aparecer demasiado. A veces “solo venía a saludar”, otras traía más empanadillas, o se ofrecía a “revisar las tuberías” porque “en este edificio son viejas, pueden reventar”. Lucía, criada con respeto a los mayores, intentaba ser amable, pero los comentarios de la vecina empezaban a molestarla.
Un día, la tía Carmen apareció mientras Lucía y Carlos pintaban la sala.
Ay, Lucía, ¿por qué has elegido este color? frunció la nariz al ver la lata de pintura azul. ¡Qué frío se ve! Lo ideal sería un tono cálido, melocotón. Y ese rodillo no es el adecuado, dejará marcas.
Nos gusta el azul respondió Lucía, conteniéndose. Es nuestro estilo.
Estilo, ¡qué tontería! res







