¡Basta, Máximo! No puedo seguir así y, sí, voy a pedir el divorcio.
Las palabras salieron de la boca de Begoña como si fueran de costumbre. Se quedó sorprendida de lo fácil que resultó decirlo. Años de amargura acumulada, noches sin dormir esperando a que él llegara al amanecer, excusas inventadas todo eso se condensó en dos frases cortas.
Máximo giró la cabeza hacia ella. En su rostro cruzó una expresión que bien podía ser desconcierto.
Anda, ¿en serio? ¿Por qué ahora?
¿Por qué? esbozó una sonrisa irónica Begoña. Por el perfume ajeno que huele a sus camisas. Por los mensajes que pillé por accidente. Por la forma en que me miraba como a un mueble viejo que ya debería tirarse pero no tiene quien lo haga. Por la colega del despacho. Por la vecina del piso de arriba. Por la camarera del café donde celebramos nuestro aniversario.
Por todo eso encogió los hombros. Ya estoy harta.
El proceso de divorcio se alargó varios meses y resultó tan agotador que Begoña a veces se olvidaba de comer. El juzgado, los papeles, las vistas interminables: todo se volvió una pesadilla densa de la que no se podía salir. Asistía a las audiencias con el vestido que llevaba desde antes del embarazo; la tela tiraba en las caderas, la cremallera de la espalda no cerraba del todo y la cubría con un cárdigan que era el único que no tenía bolitas ni mangas desproporcionadas.
Máximo, por su parte, estaba sentado al otro lado con un traje nuevo. La chaqueta le quedaba como anillo al dedo, la corbata era la última moda, con un estampado extravagante. Begoña contempló esa corbata y trató de acordarse de la última vez que había comprado algo para ella. Hace dos días apenas había logrado juntar para unas botas de invierno para Arturo. Casi nuevas, 50 euros, en una tienda del barrio de Carabanchel. Mientras subía al sobrecargado 151 en dirección a la tienda, pensaba en los pantalones que le faltaban al chico, en la chaqueta de verano y en la gorra.
Entonces el abogado dejó sobre la mesa unas hojas impresas.
Según el extracto bancario dijo el jurista con voz firme, en los últimos dieciocho meses el demandado gastó en restaurantes y locales de ocio una cantidad equivalente al presupuesto anual de su familia.
Begoña miró los números sin lograr darle sentido. Restaurantes. Ocio. Una línea aparte: floristería, y ella sabía que él nunca le había regalado flores. Joyería: pendientes, colgantes, anillos nada para ella.
Mientras tanto, ella se preguntaba si podría comprarle a Arturo un plátano. No una manojo, solo uno, porque un manojo ya era un lujo. Cortaba manzanas en finas láminas para que duraran varios días. Cocía la avena con agua porque la leche había subido de precio y se tomaba té sin azúcar, convenciéndose de que así cuidaba la figura.
Máximo carraspeó y ajustó la corbata.
Es dinero mío. Lo he ganado.
Al terminar la audiencia, Máximo la alcanzó en el aparcamiento, la tomó del codo y la giró hacia él.
¿Crees que vas a sacarme nada? le dijo, con la voz cargada de veneno. Me quedaré con Arturo. ¿Me oyes? Me quedaré con él.
Begoña lo miró en silencio, al hombre con quien había compartido cinco años, al padre de su hijo, al que había dejado el trabajo y la cualificación para cuidar al peque.
Eres una inútil prosiguió él triunfante. No sabes nada. ¿Qué puedes darle? ¿Pobreza? Yo le sacaré un hombre, no una chorrada. Y los alimentos los pagarás tú, no al revés.
Inútil, esa palabra la había escuchado antes.
Eres una inútil, no entiendes lo básico.
Eres una inútil, lo has olvidado de nuevo.
Eres una inútil, ¿qué podemos sacarte?
Y Begoña aceptaba, porque amaba, porque era familia, porque así había que ser.
Su exmarido no paraba de llamar. Exigía que ella le entregara al niño para que no lo corrompiera, que no gastara la pensión en cosas sin sentido.
Una de esas llamadas fue la gota que colmó el vaso.
Vale dijo ella. Llévatelo.
Al otro lado del teléfono hubo un silencio.
¿Qué?
Dije que sí. Llevaré a Arturo mañana.
Y lo llevó.
Arturo apareció en el pasillo del piso de Máximo, pequeño, con la mochila de dinosaurio y la mochila donde Begoña había metido su pijama favorita, un libro de astronomía y el conejito de peluche con una oreja arrancada. Máximo lo observó como si acabara de salir del aire.
Ahí tienes Begoña dejó la mochila en el suelo. Cría y vale.
¿Mamá? tremó la vocecita de Arturo.
Begoña se sentó frente a él, lo abrazó, metió su nariz en su cabecita y respiró el perfume del champú infantil y del sol que se colaba por la ventana.
Vas a estar un ratito con papá, ¿vale? Es como una aventura. Yo te llamaré todos los días.
Salió sin mirar atrás, se deslizó por la escalera apoyando las palmas contra la pared, como diciendo: «¡Dios mío, qué hago!», pero estaba harta de los llamamientos de Máximo, de su voz y de sus críticas.
Lena, soy yo vaciló Máximo una hora después. ¿A qué hora llevas a Arturo al cole? ¿Mañana?
¿Al cole? parpadeó Begoña. Él va al cole de lunes a viernes, a las ocho. ¿No lo sabías?
¿Cómo? Bueno, lo averiguo.
Él lo dejó con la vecina Valentina, la madre de la abuela, diciendo un par de horas mientras resuelvo cosas y desapareció.
Cuatro días después sonó el móvil. Salió el número de la exsuegra y se dejó ver una sonrisa corta y amarga antes de contestar.
¿Has perdido la conciencia? exclamó Valentina, furiosa. ¿Entregas al niño y te vas a divertir? ¡Yo tengo sesenta años, presión arterial y todo!
Yo le llevé el niño al padre contestó Begoña, casi con cariño. A él le prometieron criarlo como un hombre, se golpeó el pecho, amenazó con el juzgado.
¡Él trabaja! ¡No tiene tiempo!
¿Y yo cuándo? Yo también trabajo, todos los días, y lo manejo sola.
Pero él
Valentina, interrumpió Begoña, entregué a Arturo a Máximo por su propia petición. Que lo críe, como él dijo. No puedo ayudarle más.
Silencio, luego unos pitidos.
Dos días después Valentina volvió a llamar, con voz cansada, casi apagada.
Ven, recoge a Arturo. Ya no puedo más.
Begoña llegó al atardecer. Arturo corrió hacia ella, se aferró a sus piernas y le pegó la cara contra el pecho.
Mamá, mamá, mamá
Lo repitió como un conjuro y Begoña le acarició la cabeza.
Ya basta de aventuras. Vamos a casa.
Valentina estaba en la puerta, cruzada de brazos, con una mueca de disgusto, no de arrepentimiento, simplemente de que el plan había fracasado. La nuera resultó no ser tan inútil como ellos creían.
Máximo desapareció. No llamaba, no escribía, no aparecía en la puerta con exigencias ni amenazas. Simplemente se esfumó. Sus padres tampoco se acercaron al nieto; solo vinieron una vez, años después. Cuando Arturo ya tenía siete, estaba en segundo de primaria, nadaba y coleccionaba piezas de Lego con devoción.
¿A quién buscan? preguntó el chico al entrar.
¡Arturito! exclamó Valentina, agitando los brazos. ¡Somos los abuelos!
Arturo frunció el ceño y se volvió:
Mamá, vienen gente extraña.
La conversación fue corta y tensa. Valentina se quejaba de que el nieto no lo reconocía, no le daba los buenos días, no se lanzaba a abrazarla. Don Nicolás, el padre, sacudía la cabeza y murmuraba algo sobre la educación moderna.
Se fueron, dejando al fin una frase: Qué chico malcriado, como su madre. Begoña cerró la puerta y se rió. ¿Qué esperaban de él?
El tiempo pasó volando. Arturo cumplió once. Se había convertido en un chaval alto, con la misma barbilla obstinada de su madre y la mirada sarcástica de su abuelo. No preguntaba por su padre. Tal vez algún día lo hará y Begoña responderá, sin adornos ni hiel, pero sin veneno. Mientras tanto, se las arreglan los dos, madre e hijo.
Un día, la amiga de Begoña, Katia, apareció llorando en la cocina, con tinta de ojos por todas partes.
Él amenaza con llevarse a Sergio sollozaba Katia. Dice que contratará a un abogado, que va a juntar papeles No sé qué hacer.
Begoña le sirvió té y acercó la azucarera.
Kati, ¿quieres un consejo?
Cualquier cosa. Me estoy volviendo loca.
Dale el niño él mismo.
Katia se quedó boquiabierta con la taza en la mano.
¿Qué?
Empaca sus cosas, llévaselo al padre. Dile: críalo. Y lárgate. Tres días Begoña levantó tres dedos, quizá menos. Así se resuelve de una vez.
¿En serio?
Totalmente. Lo he probado.
Katia la miró desconcertada, pero con una chispa de esperanza.
¿Y después?
Después Begoña tomó otro sorbo de té y se recostó en el respaldo. Luego vives tranquilamente, sin esos que solo te sirven para marcar familia en las redes.
Pensó en Máximo y sus padres. Todo quedó en el pasado. Pero la lección la había aprendido con honores.






