Hace muchos años, en una antigua finca de Andalucía con vistas al mar, vivía Rodrigo Montero, el hijo mimado de una acaudalada familia. Desde niño, había sido el orgullo de sus padres, figuras prominentes de la sociedad sevillana. Estudió en los mejores colegios, destacó en todo lo que emprendió y, al final, heredó el próspero negocio de viñedos de su padre. Su vida parecía perfecta: riqueza, influencia y la admiración de todos. Pero había un obstáculo que no podía superar: su madre, Isabel Montero.
Isabel, antes una mujer llena de vida, había quedado paralítica tras un accidente de carruaje cinco años atrás. De ser una matriarca fuerte e independiente, pasó a necesitar cuidados constantes. Rodrigo, siempre ambicioso, no tenía paciencia para eso. Se había visto obligado a modificar su vida por ella, y con los años, el resentimiento creció. Estaba cansado de recordar su debilidad y, sobre todo, odiaba cómo ella lo frenaba. Su padre había fallecido el año anterior, dejándole toda la fortuna familiar, pero la condición de Isabel era una carga insoportable.
Una tarde, mientras Rodrigo y su madre descansaban en el balcón de la finca, frente a los acantilados, un plan comenzó a formarse en su mente. El sonido de las olas rompiendo abajo le provocó una repentina sensación de libertad. Si su madre no estuviera, podría vivir como deseaba: sin visitas al médico, sin culpa, sin obligaciones.
Los pensamientos de Rodrigo se oscurecieron. Podría hacer que pareciera un accidente. Conocía bien aquellos acantiladosmucha gente había caído allí a lo largo de los años, sus cuerpos perdidos en el mar. Con solo un pequeño empujón, todo terminaría.
A sus pies dormía su fiel perro, Canelo, un viejo mastín, ajeno a lo que su amo planeaba. Rodrigo miró a su madre, que contemplaba el horizonte sin sospechar nada. No imaginaba que quien más confiaba en el mundo estaba a punto de traicionarla.
Con un movimiento rápido, Rodrigo se colocó detrás de ella y, agarrándola por los hombros, murmuró: “Madre, ya estás demasiado vieja para esto”. De un empujón calculado, la arrojó al vacío.
Su grito se perdió en el viento mientras su cuerpo caía hacia las rocas afiladas. Rodrigo se quedó inmóvil, el corazón acelerado. Lo había hecho. Se había liberado.
Pero al girarse para irse, algo le inquietó. Era Canelo, que ahora caminaba inquieto junto al borde, ladrando frenéticamente, como si supiera que algo andaba mal.
Rodrigo sintió un escalofrío, pero se repuso. “Ya está hecho”, se dijo, ignorando los ladridos.
Los días pasaron, y las autoridades declararon la muerte de Isabel como un trágico accidente. Nadie sospechó de Rodrigo. La finca y los viñedos eran suyos, libres al fin de aquella carga. Pero su paz duró poco.
Canelo, que había sido el compañero fiel de Isabel, se negó a alejarse del acantilado. Pasaba horas allí, mirando al mar, aullando como si llamara a su dueña. Rodrigo, cada vez más molesto, intentó alejarlo, encerrándolo fuera de la casa, pero el perro persistía.
Una noche, mientras Rodrigo revisaba cuentas en su estudio, un silencio denso lo rodeó. Al mirar un retrato familiarIsabel y Canelo juntosuna punzada de culpa lo atravesó, pero la ahogó rápido.
Sin embargo, el remordimiento no se fue. Los lamentos del perro cada noche le robaban el sueño, desgastando sus nervios.
Hasta que, un día, Canelo desapareció. Rodrigo pensó que había huido, pero al revisar, encontró tierra removida bajo la verja. ¿Habría entendido el perro lo que él hizo?
Las semanas transcurrieron, y Rodrigo intentó seguir adelante, reconstruyendo su vida como si nada hubiera pasado.
Pero una tarde, al pasear cerca del acantilado, escuchó un ladrido familiar. Era Canelo, plantado justo donde Isabel había caído. Sus ojos se clavaron en Rodrigo, llenos de reproche, como si supiera la verdad.
Las piernas de Rodrigo pesaban al acercarse. “¿Qué quieres?”, susurró, aunque ya lo sabía. Canelo era el último lazo con su madre, un testigo que no olvidaba.
El perro gruñó, avanzando como desafiándolo. En ese instante, Rodrigo comprendió que su crimen nunca había estado ocultoni siquiera para el animal que siempre lo había acompañado. Intentó tocarlo, pero Canelo retrocedió.
De repente, Rodrigo perdió el equilibrio. Sus pies resbalaron, y antes de poder reaccionar, sintió el vacío bajo él. Su grito se ahogó en el viento mientras caía hacia las mismas rocas que habían matado a Isabel. Su último pensamiento fue para Canelo, observándolo desde arribasu juez implacable.
Y así, entre el rugir de las olas, la historia de Rodrigo Montero quedó sellada no por su riqueza, sino por su traición y el perro fiel que nunca lo perdonó.







