– La indiferencia, dicen, tiene mil caras escuchó Verónica el fragmento de una voz femenina que flotaba como un susurro en la penumbra. A veces basta cerrar los ojos y fingir que nada nos toca. Y otras veces, la indiferencia se vuelve un delito.
¡Ay, Mari, qué filosófica estás! respondió otra voz, más sarcástica.
Verónica giró la mirada hacia la ventana y vio pasar casas, coches y gente como si el pueblo de Alcalá de Henares despertara de un sueño aturdido. Le molestaba tener que ir en autobús; sin embargo, Jorge había llamado la tarde anterior y avisado que tendría que quedarse toda la noche en el taller, así que ¿qué podía reprochar? El trabajo estaba ahí. En varias ocasiones un colega le había ofrecido llevarla, pero ella siempre declinaba; una mujer casada que sube al coche con extraños parece un despropósito.
Marcó de nuevo a su marido, escuchó el interminable tintineo del tono, suspiró y colgó, guardando el móvil en el bolso. Ocupado, ¿no? Siempre a la hora menos oportuna, se decía, mientras el mareo de la primera trimester se colaba en su estómago.
En la tienda, la directora casi nunca tenía un minuto libre; aun con náuseas y la cabeza dando vueltas, Verónica no tenía tiempo para lamentaciones. Ese día, la inspección de la central estaba a punto de llegar. Con gesto desesperado, sacó del mostrador a la joven cajera de rizos, Dalia:
Dalia, ve a ayudar a Ana con el frigorífico, o nos devorará la presión. ¡Yo me ocupo de los informes!
Y salió disparada a su oficina. Dalia, asegurándose de que Verónica se había marchado al almacén, se inclinó hacia su compañera, que ordenaba botellas de leche, y susurró:
¿Has oído que el marido de Verónica le es infiel?
Ana abrió los ojos como platos.
¿De verdad? ¿Es cierto?
Lo vi con mis propios ojos: esa mañana salió de la casa de mi antigua compañera, Luz, y la besó al despedirse. ¡Qué barbaridad!
Entonces deberíamos decírselo a Verónica. ¿Por qué me lo cuentas tú?
Dalia rió y se tocó la sien con el dedo:
Tonta, ¿para qué? Si el marido anda con otras, ¿quién no lo hace? Además, al final, se divorciarán.
Ana reflexionó y respondió:
Divorciarse o no, es su decisión. Pero Verónica tiene derecho a saber la verdad quizá sea mejor, que una familia basada en la traición no prospere.
Dalia, entre carcajadas, le lanzó una mirada de desprecio:
No, no estás en sintonía. No es asunto nuestro. Los buenos como tú terminan cargando la culpa.
Ana suspiró y no discutió. Algo la inquietaba.
Verónica y Ana eran casi amigas, confidaban una en la otra. Desde pequeñas le habían enseñado que la amarga verdad supera a la dulce mentira, que el doloroso esclarecimiento es más honesto que la ilusión del bienestar.
El administrador de la tienda, Damián, también notó a Verónica, agotada, en su oficina. Bebía café pensativo mientras terminaba un informe en su portátil.
No te preocupes, Verónica, todo se arreglará le sonrió.
Verónica agitó la mano y suspiró:
No me preocupa. Jorge no contesta, y eso me inquieta.
Damián guardó silencio. Desde que llegó, había quedado prendado de Verónica. Empezó como dependiente y, por su ingenio y dedicación, ascendió a administrador.
Tal vez esté ocupado sacó a relucir Damián. No le correspondía entrometerse, aunque observaba que el marido trataba fríamente a su esposa.
Verónica sonrió, guardó el móvil en el bolsillo y se apresuró a salir. En el vestíbulo llegó la inspección…
La semana siguiente, Ana no podía dejar de observar a Verónica. Según los rumores, el esposo se quedaba más tiempo en el taller, y Verónica, embarazada, tenía que usar el autobús con sus fallos habituales. Decidió comprobar sus sospechas.
A la mañana anunció que llegaría tarde y, en lugar de ir al trabajo, se dirigió a la casa de la supuesta amante. Su madre le había dicho que a quien se le quiere el corazón puede doler. Al ver a Jorge abrazando a una rubia radiante, besándola y prometiendo volver esa noche, el pecho de Ana se encogió. ¡Cómo vivía Verónica con ese traidor!
Esa misma noche tomó la decisión. No lo diría con palabras, lo haría de otra forma. Cuando Verónica salió, Ana entró al almacén donde Damián estaba a punto de irse a casa.
Damián, hay algo le dijo, entrecerrando los ojos.
Él la miró desconcertado.
Es sobre Verónica explicó Ana La he visto con mis propios ojos, su marido la engaña.
Damián reflexionó y bajó la mirada:
Es su vida ¿Es correcto entremeterse?
Correcto o no, ella merece la verdad respondió Ana con una sonrisa burlona.
Pero está embarazada ¿Y si algo sale mal? replicó él.
Entonces será su destino cortó ella La verdad es más valiosa que la mentira. Llévame a mi aldea, donde mi abuela sabia puede ayudar. No diremos nada a Verónica; la verdad la encontrará sola.
Damián vaciló.
Pero te gusta Verónica, ¿no? le lanzó Ana como último argumento.
Él exhaló y aceptó.
En la aldea, la anciana Zoraida recibió a los jóvenes con una calidez que recordaba a una abuela de pueblo. No parecía una bruja, sino una mujer de cabellos plateados, suéter gris y falda larga, con unas piernas encorvadas por la artritis cubiertas de medias gruesas. Sus ojos grises, penetrantes, miraban al alma.
Ana le mostró la foto de Verónica. Zoraida sonrió, encendió una vela y la pasó sobre la pantalla del móvil.
Veo que el marido no es su destino. Se separarán, pero tardará. No es buen hombre, miente y engaña. Ella tiene un corazón puro.
¿Podemos apresurarlo? susurró Ana.
No puedo acelerar el tiempo, pero puedo ayudarla a ver la verdad. Luego será ella quien decida su camino
Zoraida se levantó, caminó hacia la fría terraza y trajo un saco de arpillera y una maceta grande. Tomó un puñado de hierbas secas, murmuró mientras las vertía en el saco:
Hierbas de los campos, vientos de los prados, ayudad a Verónica a descubrir la verdad. Así sea
Ana preguntó si era seguro para la mujer embarazada. Zoraida, guiñando un ojo, respondió:
Son flores de manzanilla y milenrama, inofensivas. No le harán daño.
Damián, preocupado, añadió:
Si ella tiene un hijo, ¿qué pasará?
Zoraida, con una sonrisa, contestó:
No existen hijos ajenos.
Al caer la tarde, Verónica, con un antojo inesperado, deseó fideos instantáneos.
¡Yo los preparo! exclamó Ana, corriendo a la despensa, tomando el paquete de fideos y el saco de hierbas, y regresó al almacén.
Damián permanecía en silencio, deseando que Verónica abandonara a su engañador, aunque también dudaba de la moral de su plan.
Verónica, al terminar su tazón, sintió el cuerpo sacudirse, la cabeza girar y una punzada bajo el vientre. De pronto, la visión se volvió difusa, como en un sueño oscuro.
Al día siguiente, Verónica subió al autobús, se sentó junto a la ventanilla y contempló el paisaje sin escuchar al conductor, hasta que este anunció con voz alta:
Señoras y señores, habrá desvío por una gran avería en la vía férrea.
Lo que siguió fue como una pesadilla: el marido surgió de una casa ajena, la rubia lo abrazó, se besaron con una frialdad que heló a Verónica, que se lanzó contra la ventana, sintió que su cabeza daba vueltas y el vientre se contraía. Todo se volvió niebla.
Despertó en el hospital, con el rostro pálido de Ana frente a ella.
Verka perdóname, pero es culpa mía
¿De qué hablas? balbuceó Verónica Vi a Jorge con Luz. ¿En serio?
Jorge entró tambaleándose, miró a Verónica con culpa, pero no dijo nada.
¿Cuánto tiempo llevas con la? preguntó Verónica, irritada.
Verónica, el médico dijo que todo está bien. Hubo riesgo de aborto, pero se evitó aseguró Ana.
En ese momento, Damián entró con una bolsa de fruta. La doctora que los siguió le pidió que no entraran tantos visitantes.
Déjenlo pasar, por favor pidió Verónica, sentándose en la cama.
La doctora asintió y Damián se quedó a su lado.
Ver, me preocupaba por ti y por el bebé empezó él, titubeando.
Tú siempre te preocupas por mí replicó Verónica, sonriendo. A diferencia de algunos.
Olvida eso sonrió Damián.
Ana volvió a asomar la cabeza:
Ver, tengo que confesarte. Todo esto lo armé para que supieras de su infidelidad. No podía quedarme quieta mientras te engañaba. Perdóname, por favor.
Verónica se rió, reflexionó un instante y contestó:
Me molestaría que supieras y no lo dijeras. No soporto la mentira. Por cierto, tuve un sueño con una anciana que decía que el traidor no era tu destino. Que quien llegue con un obsequio tras el sueño, será quien te guíe.
Miró a Damián, que la observaba sin apartar la vista.
Ana se sentó en una banqueta, tomó la mano de Verónica y la acarició. Ahora estaba convencida de que había hecho lo correcto. Los villanos deben ser borrados antes de que sea demasiado tarde. Lo importante es contar con amigos sinceros y gente que te quiera. Las pequeñas cosas, al final, se resolverán.







