Recuerdo que, hace ya muchos años, yo era una madre en baja por maternidad. Mi pequeño Arturo tenía dos años y medio. Cada día salíamos a pasear por la calle principal de nuestro pueblecillo y, como siempre, terminábamos en la zona de juegos del parque. Todo el trayecto hacia aquel rincón de felicidad infantil pasaba por la avenida central, donde a la izquierda se alineaban varias tiendas de comestibles y panaderías. Como ya tenía una rutina arraigada, siempre compraba a Arturo una rosquilla de anís. Nos sentábamos en la banca del parque y el niño, con el apetito y la alegría que solo tienen los niños, devoraba la rosquilla mientras yo disfrutaba de unos minutos de respiro.
Me encantaba observar a los transeúntes que cruzaban el bulevar; era mi forma de pasar el tiempo. Intentaba adivinar su oficio por la forma de caminar, la ropa o, sobre todo, por sus gestos. ¿En qué pensaban? ¿De qué vivían? ¿Qué sueños albergaban? ¿A dónde se dirigían? Me divertía intentando acertar.
En la distancia, apareció una pareja familiar: un hombre distinguido de cabellos plateados, aparentaba tener setenta y cinco años, acompañado de su mujer, cuya edad me resultaba difícil de precisar. Podía estar entre sesenta y setenta. Nunca la había visto sin maquillaje; no podía llamarla abuelita sin que se me subiera la cara. En su neceser llevaba corrector, colorete, rímel, delineador y sombras neutras. Se teñía el pelo de rubio claro y lo recogía en una peineta de estilo concha, siempre a la moda. Era una auténtica fashionista; había visto incontables atuendos suyos. Lo que más me llamaba la atención eran sus manos: frecuentaba el salón de uñas y cada vez lucía una manicura diferente, desde el clásico francés hasta un rojo pasión que yo llamaba la libélula.
Esta pareja solía descansar en la banca junto a las tiendas, justo donde Arturo y yo solíamos detenernos.
La mujer se llamaba Carmen y su marido, Antonio.
¡Cuántas veces tengo que repetírtelo, Carmen! le regañaba Antonio. No puedes lanzar castañas con los pies a los peatones. Si apuntas sin querer, podrías herir a alguien. ¿Cómo reaccionarías tú si te cayera una castaña al pie?
¡Ay, mi amor! exclamó ella entre risas. Solo en otoño me pongo tan alegre. ¡No te pongas bravo, mi gatito!
Muy bien, te compraré una pelota de goma. Mejor, varias, y jugarás con ellas en casa, sin molestar a nadie, y yo me ocultaré en el baño replicó Antonio con humor.
¡Ay, Antonio! se quejó ella. Jugar con una pelota en casa no tiene gracia; no es lo mismo que hacerlo en la calle. Si no te gusta, cruzaré al otro lado del paseo y fingiré que no nos conocemos. Carmen apretó los labios y se volvió.
No, siempre tienes que vigilarte. No vaya a ser que la policía te lleve de viejo o que te rompan una pierna y yo tenga que llevarte los sobres por la oficina. Sabes que yo preparo un caldo espeso que tú nunca comerías, y los niños no te dejarán entrar si no me obedeces. Antonio le gritó con tono paternal. No vuelvas a sollozar. Ven aquí, mi cebollita, que te sostendré la mano como si te llevara al manicomio. ¡Qué traviesa eres!
Yo escuchaba esos diálogos divertidos y me maravillaba de cómo, a pesar de los cabellos ya canosos, mantenían una relación tan chispeante y coloreada. Se lanzaban bromas picantes, él asentía y la apoyaba con el codo, ella contaba historias con pasión y, a veces, le daba una patadita juguetona.
Lo que siempre me sorprendía de su vínculo era una ternura que apretaba el alma. Esa dulzura impregnaba cada mirada, cada respiración, cada toque y cada sonrisa. Cuando Carmen sujetaba la mano de Antonio, le metía la mirada en los ojos, se ponía de mal humor y fruncía los labios; en todo eso se leía un amor sin límites. Antonio, a su vez, la reprendía con cariño:
Cuidado con los pies, Carmen, que ya no eres una jovencita. Si tropiezas, te romperás una pierna o el brazo y yo ¿qué haré entonces?
Y, aunque resultase increíble, se besaban en la banca y mientras paseaban por el bulevar parecían dos enamorados de siempre, ajenos al mundo, iluminados por la luz de sus rostros y el latido de sus corazones que parecía marchar al mismo compás. Esa complicidad fluía tan natural que disipaba cualquier duda; la pasión que los unía seguía viva hasta hoy.
Ese día la pareja volvió a sentarse en la banca y escuché su conversación:
Voy a entrar a la perfumería a ver si hay labial pastel en oferta. ¿Vienes conmigo? preguntó Carmen.
Anda, ve tú sola; yo te espero aquí. Pero no te lleves todas las sombras, deja algo para las demás señoritas respondió Antonio con una sonrisa.
Arturo ya había devorado la rosquilla y se acercó a la banca donde estaba Antonio. El hombre sacó de su bolso una pequeña barra de chocolate y, entregándosela, le dijo:
Toma, chiquillo, un chocolate. A comer con gusto. ¿Cómo te llamas?
Gracias respondí yo, dirigiéndome al hombre. Se llama Arturo y aún está aprendiendo a hablar.
Arturo rascó el envoltorio con entusiasmo.
Disculpe la curiosidad, pero llevo observándolos desde hace tiempo. Ustedes forman una pareja admirable. ¿Cómo logran mantener tan cálida relación? pregunté, ansiosa por una respuesta.
Antonio se quedó en silencio, mirando sus zapatos mientras el viento movía las hojas que crujían bajo sus pies. El aire se llevó las hojas en un torbellino brillante; ellas, al posarse de nuevo, parecían reacias a abandonar su breve vuelo.
Nos conocimos, Carmen, en un otoño, hace ya unos cincuenta años comenzó a contar Antonio. Era otoño como ahora, ella paseaba por el parque recogiendo hojas de colores. Cada hoja la hacía sonreír. Llevaba un abrigo remendado, un sombrero blanco y unas botas gastadas, pero estaba radiante. Tenía en la mano un puñado de hojas amarillas, naranjas y rojas, y en el bolsillo guardaba cinco céntimos. En casa solo había pan con mostaza, pero ella sonreía como una ninfa. Carmen charlaba con las flores, tocaba los crisantemos y las flores de brezo; era etérea, como un soplo de otoño que me robó el corazón. Me enseñó a disfrutar la vida, a apreciar cada día, cada instante, sea lluvia, nieve o sol. Aunque parecía frágil, tenía una llama interior ardiente, decidida y sabia. Muchos la cortejaron, pero solo a mí le concedió su confianza. Mostró su verdadero rostro solo a unos pocos y me permitió entrar en sus pensamientos. Así fue.
¿Nunca discuten? le pregunté, sorprendida.
Claro que sí, a veces ocurren malentendidos. Hay que afrontarlos, reconciliarse a tiempo, porque no tiene sentido quedarnos amargados. La vida es corta y no vale la pena gastarla en rencores. En mi juventud, a veces la castigaba, le hablaba poco durante semanas; eso la hacía sufrir. Después comprendí que esos días de enfado son como hojas arrancadas del calendario que el viento se lleva. No quiero acortar mis felices jornadas con tonterías; mejor perdonar y seguir adelante.
¿Y tú nunca te enfadas con ella? inquirí.
Arturo, mientras terminaba el chocolate, escuchaba atentamente.
A veces pienso prosiguió Antonio, la amo tanto que no puedo vivir sin ella. Me aterra quedarme solo al final de mis días. Cuando me enfermé gravemente, ella salió bajo la nieve, buscó en varias farmacias el antibiótico que necesitaba, me puso una toalla húmeda, me hizo inyecciones y me alimentó con una cucharita. Todo lo hizo sin quejarse.
En ese momento se acercó una Carmen sonrojada.
Antonio, en la perfumería no tenían el tono de labial que busco. No me convence ni el rosa, ni el rojo, ni el lila exclamó.
¿Qué tienes en la mano? le preguntó Antonio. ¿Compraste detergente? Dame la bolsa, que tus dedos están helados. Déjame calentar tus manitas, no vayas a lastimarte los dedos. Vamos a casa, mi desgraciado, que ya es hora de comer. Hasta luego, Arturo, escucha a tu madre.
Nos despedimos. Arturo agitó la mano mientras la pareja se alejaba. Por la avenida caminaban como un solo ser, un universo tejido con ternura, paciencia y amor. Saber amar con esa delicadeza es, sin duda, un arte que todos anhelamos tocar. ¿Estáis de acuerdo?







