AÚN ESTÁS A TIEMPO

12 de noviembre
Madrid

Hoy vuelve a sonar en mi cabeza la frase que me repetí mil veces durante la semana: «Operación sencilla, programada, una hora bajo anestesia y alta el mismo día». Isabel tiene doce años y la cita es mañana. Ella insiste en que no necesita que yo esté a su lado, aunque sé que su mirada me suplica lo contrario.

La mañana la despido con un beso en la mejilla, le echo una bolsa con varios paquetes de comida para los gatos que viven en el sótano del edificio y salgo a la calle. Me ajusto la corbata, me miro en el espejo del coche, cojo la carpeta del proyecto y me dirijo al despacho. Como director general de la empresa que, en pocos años, he llevado a ser líder del mercado de software en España, no me admito distracciones. Cada minuto libre lo dedico a pensar en ella, a justificarme con la idea de que todo es por nuestro futuro, por los gatos del sótano que ella alimenta con tanto empeño.

No es que odie a los gatos; simplemente me parece un pasatiempo inútil, una obsesión sin sentido que tengo que tolerar como cualquier otro defecto de la persona que amo. Por eso rechazo cada intento de traer a casa a los felinos callejeros. No veo utilidad, ni beneficio. La única solución que he propuesto es adoptar un gato de raza oriental, algo que al menos le daría un aire de distinción. Los del sótano, sin embargo, no tienen estatus. No entiendo su importancia y ella ya está cansada de explicármelo.

Operación sencilla programada nada especial ¡Debí haber ido con ella! me pregunto una y otra vez mientras el coche se pierde entre el tráfico de la Gran Vía.

Cuántas veces he repetido esas palabras en los últimos días: ¿cien? ¿mil? Cada vez que el coche avanza, pienso en lanzarme al hospital, en aferrarme al borde de la bata blanca del médico, temblando al ver sus ojos cansados. He destrozado el proyecto que me mantenía ocupado, me he arrodillado junto a su cama y he implorado que no me deje, que abra los ojos, que pronuncie siquiera una palabra. Pero ella guarda silencio. Ninguno de los dos sabía que una operación tan simple, con una hora de anestesia, podía tornarse en una pesadilla.

Hacemos todo lo que está en nuestras manos intentó tranquilizarme el cirujano.

¡No hacen nada! contesté, furioso e impotente, pagando de mi bolsillo la habitación individual que le habían asignado.

Hay una probabilidad, debemos esperar me aseguró la enfermera.

¿Dónde está esa probabilidad? grité por el pasillo cuando, una semana después, Isabel todavía no despertaba.

He agotado todas las opciones: consultas con los mejores especialistas, música, largas charlas, flores en su habitación. He dejado de asistir al trabajo para estar allí cada minuto libre. He rogado, prometido, chantajeado. En momentos de locura, la besé, recordando la absurda historia de la Bella Durmiente, y cada día me hundía más en la desesperación, en una rabia animal que me empujaba a romper todo a mi paso. La silla voló, el jarrón se hizo añicos, la bolsa de comida para los gatos se abrió y los paquetes de colores se esparcieron por el suelo. No llegó a alimentar a los gatos de la alcantarilla, esos gatos que yo solo veía con desdén, ocultando mi irritación tras una falsa indiferencia.

«¡Qué desastre! exclamé ¡Dios mío, qué desastre!»

Quisiera volver atrás, borrar ese momento, retroceder y volver a ser el hombre que, arrodillado, cruzaba el suelo del sótano para rescatar a esos felinos, aunque solo fuera por ella. El impulso que me había invadido se disipó repentinamente, como el adrenalină que se desploma tras una tormenta. Miré el desorden que había causado, recogí con manos temblorosas los paquetes de comida y, en diez minutos, me encontraba de nuevo frente a la puerta del sótano, listo para seguir alimentando a esos gatos que tanto le importan.

Se llama feliterapia, pero no hay estudios que avalen su eficacia en casos como el nuestro observó el médico con seriedad, mientras yo arrastraba la sexta jaula de gato hacia la habitación de Isabel.

Entonces seremos los primeros dije entre sollozos, liberando a los animales de sus corrales.

Son sus gatos, ¿entiende? ¡Son de ella! replicó el doctor. Haría cualquier cosa por decirle esto, por simplemente

Avisaré al personal respondí, sin aliento.

Gracias, debería haberlo hecho antes admitió el médico, mientras yo intentaba aferrarme a la última chispa de esperanza.

Nunca hay que perder la fe. Todos aprendemos de nuestros errores, no lo olvide.

No lo olvidaré nunca más.

Ahora, a las doce, la operación está por comenzar. Isabel sigue sin insistir en que yo esté allí, pero no puede evitar sonreír al verme, una sonrisa que se abre más cada vez que me quito la corbata y me pongo una de las sisas que ella ha preparado para los gatos que aún resisten. Son esos mismos gatos del sótano que, hace un año, me hicieron sentir que el mundo se me derrumbaba, obligándome a respirar sin saber qué ocurría a mi alrededor.

Siete pares de ojos me atraviesan, seis respiraciones aliviadas que apenas percibo y un grito victorioso, lleno de una alegría infinita, que jamás olvidaré. Quizá por eso, ahora que ella vuelve a enfrentarse a la misma prueba, no siente miedo. Y al ver al hombre agotado, con pelos de gato adheridos a su camisa, me devuelve una sonrisa aún más amplia.

Al salir del hospital, los transeúntes nos miran extrañados: un hombre trajeado, rodeado de seis gatos sin raza pero impecablemente cuidados, cada uno tirando de su correa como si fuera un desfile. «¡Miau!», responde la calle, escena que no es para débiles.

Operación, sencilla, programada, una hora bajo anestesia y alta el mismo día murmura el hombre que me acompaña en el patio del hospital, sosteniendo entre sus manos una rosa ligeramente mordida pero todavía hermosa.

Miro el reloj, ajusto los seis collares de colores, reviso que no se hayan aflojado y observo la ventana de la habitación donde Isabel despertará pronto. En breve nos permitirán entrar. Entonces podré quejarme de los seis gatos perezosos que, sin ella, no me escuchan. Y le diré, con todo el corazón, cuánto la amo. Le diré que la amaré siempre, incluso cuando se pierda durante días en el refugio de gatos que mi empresa ha financiado recientemente.

Puede que sea un tonto, pero al recordar aquel día en que abrió los ojos, comprendo una y otra vez que mientras ella esté a mi lado, no hay nada más valioso en mi vida que esa tontería suya. Así seguiré persiguiendo, mientras aún sea tiempo, cumplir esos caprichos que la hacen inmensamente feliz.

Siempre, mientras aún no sea demasiado tarde.

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