¡Feliz cumpleaños, papá!
Llegó a los setenta años y había criado a tres hijos. La esposa falleció hace treinta años y él nunca volvió a casarse. No lo intentó, no encontró a la persona adecuada, la suerte no le ayudó Podría enumerar mil excusas, pero ¿de qué sirve? Simplemente no había tiempo para esas dudas.
Los dos chicos eran revoltosos y peleones. Lo cambié de colegio una y otra vez hasta que uno de los profesores de física, un verdadero maestro, descubrió en ellos un talento innato. Desde entonces, las riñas y los problemas desaparecieron como por arte de magia.
La niña, Alba, también tenía sus dificultades. Le costaba relacionarse con sus compañeros y la psicóloga del centro escolar ya le sugería una visita al psiquiatra. Entonces llegó a la escuela un nuevo docente de lengua, que fundó un taller para futuros escritores. Alba se sumergió en la escritura desde la madrugada hasta la noche. Sus relatos empezaron a publicarse primero en el periódico escolar y después en los clubes literarios de la ciudad.
En resumidas cuentas, los hermanos fueron admitidos con becas en la Universidad Politécnica de Madrid, la facultad de Física y Matemáticas, y Alba ingresó en la Facultad de Letras. Yo me quedé solo. De pronto sentí el silencio alrededor, como el aullido de un lobo en la madrugada. Me dediqué a la pesca, al huerto y a la cría de cerdos, aprovechando la casa y el amplio solar junto al río. Empecé a ganar bien, aunque descubrí que un ingeniero de la fábrica ganaba menos que yo.
Con ese dinero pude ayudar a mis hijos a comprarles coches modestos, darles un poco para sus gastos y comprarles ropa decente. Pero el tiempo se volvió aún más escaso; ahora la mayor parte de mis días los consumía la granja y el comercio. Aun así, me gustaba. Diez años más pasaron y se acercaba mi aniversario de setenta. Pensaba celebrar en soledad.
Los hijos, ya con sus propias familias, trabajaban en un proyecto ultra secreto del Ministerio de Defensa y no podían escaparse los fines de semana. Alba recorría simposios de escritores y periodistas. No quería molestarlos con una invitación.
Algún día lo haré pensé. No hay nada que celebrar aquí, sólo yo, solo
Daré una vuelta por la granja y, al atardecer, me sentaré con una botella de brandy y recordaré a mi mujer, contándole cómo han crecido.
Llegó el día. Me levanté temprano para atender a los cerdos; había que seguir una dieta especial de engorde. Salí de casa y, en la explanada iluminada por la luz de las estrellas, encontré algo extraño en medio del campo: un objeto alargado envuelto en una lona.
¿Qué será esto? exclamé, cuando de pronto se encendieron varios focos.
Los haces iluminaron la zona y a la gente que surgió de detrás de la casa. Eran mis hijos con sus esposas y nietos, varios familiares, y Alba acompañada de un alto hombre de gafas gruesas. Cada uno llevaba globos y soplaba por tubos; otros apretaban los botones de pistolas de aire que chirriaban. Todos gritaron, agitaban los brazos y trataron de abrazarme:
¡Feliz cumpleaños, papá!
Me olvidé del objeto bajo la lona. No sabía qué tramarían los niños, pero no me dejaron volver a la casa donde mis nueras ya habían puesto la mesa.
¡Espera, papá, espera! dijo Alba. ¿Quieres que te venda los ojos?
Claro, acordé.
Alba me ató una tela gruesa en la nuca, dio vueltas alrededor de mi eje y me llevó a otro sitio.
¿Qué están tramando? pregunté.
Un regalo, papá, respondió uno de los hijos.
¿Esperemos que no sea caro? me inquieté. Yo no quiero nada.
No te preocupes repuso otro. Es solo un detalle, una cosa sencilla, señal de agradecimiento.
La llevaron a un lugar y Alba retiró la venda. La música de los altavoces retumbó, el ritmo de los tambores se oyó a lo lejos. Me encontré frente al objeto cubierto aún por la tela. Los niños se acercaron por tres lados y arrasaron la lona.
En la luz de los focos relució un Seat 124, modelo clásico de los sesenta. Casi me desmayo del asombro y casi caigo al suelo, pero me sostuvieron y me sentaron en una silla. Solo podía repetir una palabra:
¡Madre mía, madre mía!
Calma, papá le echó agua la hija al rostro. Siempre has querido este coche.
Pero es increíblemente caro refunfuñó.
No más que el dinero dijo otro.
Vamos, continuó Alba. Sube al asiento, siéntate. Queremos fotos.
Abrí la puerta y, al intentar sentarme, encontré una caja de cartón.
¿Qué es eso? pregunté.
Ábrela dijo Alba.
Saqué la caja y la abrí. Desde el fondo me miraron dos ojos. Saqué un pequeño peluche esponjoso y lo acerqué a mi pecho:
¡Un auténtico gatito de Tailandia! Como el que teníamos con tu madre, Marta. ¿Recuerdas? Bomba. Cuando éramos niños lo adorábamos.
Claro que lo recordamos, papá contestaron los niños.
No me subí al coche. Subí al segundo piso, a mi habitación, y mostré la foto del gatito a una foto de mi mujer. Las lágrimas corrían por mis mejillas:
¿Me ves, Marta? ¿Me ves? He conseguido que no lo olviden ¿Me ves?
Los niños no me dejaron solo mucho tiempo ese día. La mesa estaba puesta y comenzaron los brindis. Alba me susurró al oído que estaba embarazada de cuatro meses y que habían venido con su prometido a quedarse. Ellos se quedarían allí, pues su nueva novela podía escribirse donde fuera, y su novio iría a visitar a sus padres a Nueva Inglaterra; en unas semanas celebrarían su boda en la iglesia del pueblo.
¿Estás de acuerdo, papá? preguntó.
Esto parece un sueño mágico respondí, dándole un beso en la frente.
El día transcurrió entre charlas, bocadillos, copas y recuerdos. Todos estaban muy contentos. Al anochecer fui a la tumba de Marta, me senté largo rato y le hablé.
La vida empezaba a tener otro sentido, especialmente con aquel coche. Tenía que comprar ropa de la época, subirme y dar una vuelta a la gran ciudad de Sevilla. En la cama dormía el pequeño gatito tailandés.
Tomás le dije al felino. Tomás.
Tomás ronroneó y se estiró, alcanzando su diminuto tamaño. Me acosté, acaricié su cálido cuerpo y me quedé dormido.
A la mañana siguiente debía levantarme temprano: alimentar a los cerdos, cuidar el huerto y no abandonar la pesca. En la habitación de abajo dormían Alba y su prometido. Los chicos se fueron con sus familias y quedó el silencio. Tomás seguía pisándole los talones. Se metió en la comedero de los cerdos y enredó las redes de la barca. Después intentó comer el cebo de los peces. Yo me reía y le hablaba al travieso:
Como si la juventud volviera le dije, acariciándole la espalda.
Tomás maulló y, aferrándose a mi mano con sus diminutos dientes, espetó:
¡Anda, pillín! exclamé, riendo.
Este relato no tiene más pretensión que ser un recordatorio para quienes aún pueden visitar a sus padres: no esperen al mañana. ¡Id ahora mismo!






