Sofía corría de una habitación a otra, intentando meter en la maleta las cosas más imprescindibles. Sus movimientos eran frenéticos y entrecortados, como si alguien la estuviera persiguiendo.

Almudena corría de una habitación a otra, intentando meter en la maleta lo indispensable. Sus movimientos eran frenéticos, como si la persiguiera algún fantasma. El aire escapaba con un silbido de sus pulmones y los dedos no alcanzaban a cerrar la cremallera de la bolsa rebosante. Hace apenas una hora había recibido una llamada del centro de salud: la voz sorprendida del director intentaba comprender la causa de su despido repentino. La liberaron sin más preguntas, pero quedó flotando una niebla de incomprensión que Almudena no tenía energía ni deseo de disipar.

No quiso explicar nada. Decir en voz alta lo ocurrido le parecía insoportable. En su memoria surgía la historia de su encuentro con Juan, pintada con colores vivos pero ahora amargos. Se conocieron cuando Almudena hacía prácticas en el Hospital General de Madrid. La chispa que surgió entre ellos se convirtió en un fuego que los consumió. No tardaron en celebrar una boda sencilla pero sincera. Después Almudena se incorporó a la Clínica San José y acordaron primero ponerse en pie, construir una carrera y, después, pensar en hijos. Primero, estabilidad. Lo demás, a su tiempo.

El tiempo pasó y, poco a poco, surgió la sensación de que no era el momento. Almudena a veces insinuaba, casi sin esfuerzo, que deseaba oír risas infantiles en casa, pero Juan la desestimaba hablando de inestabilidad y dificultades. Al recordar esos momentos, sentía como si un nudo ardiente se alzara en su garganta.

Su mundo se vino abajo por su amiga Verónica, a quien había confiado todos sus secretos y sueños. Ayer, con una claridad cruel, Almudena comprendió que Verónica nunca fue una amiga verdadera. Cancelaron su guardia nocturna en el último minuto, y, al ver la oportunidad de preparar una pequeña sorpresa, decidió volver a casa mucho antes. Insertó la llave, abrió la puerta y quedó paralizada en el umbral, como si le hubieran agarrado por la garganta.

Desde el salón se escuchaba una risa femenina aguda y familiar.

Siempre me sorprendes, dijo Verónica con dulzura. ¡Ni me imagino qué inventarás la próxima vez!

Todo es por ti, mi alegría, respondió una voz masculina conocida, tan cercana como antaño. Eres mi universo. Movería montañas por ver tu sonrisa

No pudo seguir escuchando. Cada palabra se clavaba en su corazón como una aguja. Almudena retrocedió despacio, dejó la puerta entreabierta y, como sombra, descendió silenciosa por la escalera. Esa noche pasó sin dormir, sentada en la sala de guardia vacía, mirando fijamente un punto. Sus pensamientos la desgarraban, pero al amanecer surgió una decisión fria y clara: se marcharía. Desaparecería. Para todos los que la conocían. Para el mundo que le había causado tanto dolor.

Tenía un refugio donde nadie jamás la hallaría. Hace años, su abuela le dejó en herencia una casita robusta en un remoto pueblo de la provincia de Salamanca. Casi nadie la conocía. Tras la muerte de su madre, Almudena se mudó con su padre, y el camino hacia aquel lugar quedó perdido en la memoria. Ahora, ese olvido se convertía en su salvación. Era momento de recordarlo.

En unas horas la maleta estuvo finalmente lista. Recorría el pisoque en otro tiempo había estado lleno de luz y alegríay ahora parecía gris y desolado, como un pantano que había absorbido toda su fe en la gente y en el amor.

En mi alma ya no queda rastro, susurró al silencio, y esas palabras se volvieron sentencia.

Dos días después Almudena ya estaba en el pueblo. En el trayecto tiró a la basura la vieja tarjeta SIM y compró una nueva, desconocida para cualquiera. No quería que alguien pudiera rastrearla.

La casa la recibió con un profundo silencio y el aroma a madera vieja y hierbas secas. Al abrir la puerta chirriante, Almudena sintió, inesperadamente, una ligereza que rozaba el aire, casi sin peso. Allí nadie le haría daño; allí empezaba una nueva vida.

Pasaron dos semanas. Almudena se fue recuperando poco a poco. Los vecinos, gente humilde y sincera, resultaron ser extremadamente amables. Ayudaban en lo que podían, sin preguntar. Juntos devolvieron al hogar su orden: repararon el tejado, arrancaron la maleza del patio. El calor de sus gestos hizo que el corazón de Almudena se derritiera, el dolor retrocedió lentamente.

Pero el destino le reservó otro reto, uno que pondría a prueba su fortaleza. Una mañana, a la puerta llegó Valentina, la vecina pálida de terror.

Almudena, querida, perdona, hoy no puedo ayudar en el huerto; ¡mi hija María está muy mal! Su vientre le da vueltas, no puede retener ni un sorbo de agua, y sus ojos están apagados.

Necesita una gota de suero urgentemente, contestó Almudena con precisión médica. La deshidratación es grave.

¿Un suero? ¡En el pueblo ni médico hay! exclamó Valentina, casi llorando.

Afortunadamente, Almudena llevaba una pequeña pero completa bolsa de primeros auxilios. Le instaló la vía y, en unas horas, María comenzó a mejorar. Al anochecer ya sonreía levemente y pedía beber.

Al día siguiente todo el pueblo sabía que la nueva vecina no era sólo una ciudadana, sino una auténtica médica. Ya no podía ocultar su profesión. Fue entonces cuando Almudena comprendió con certeza que renunciar a su vocación era imposible. Solo al ayudar a los demás, entregando una parte de sí, sentía que la vida volvía a tener sentido, verdadero y pleno.

Un mes más tarde, empezó a trabajar en el punto de atención primaria del pueblo, el mismo que antes nadie quería ocupar a largo plazo. Para ella se convirtió en un refugio, en la oportunidad de huir, esconderse y rehacer su camino como si arrancara de una página en blanco.

Los meses siguieron transcurriendo. Al alba, la llamaron por una niña con fiebre alta. En la puerta del viejo pero acogedor casa la recibió un hombre.

Buenos días, soy Miguel, se presentó, algo nervioso. Por favor, ayude a mi hija.

Almudena lo observó un instante: sus ojos profundos, su voz firme. Descartó cualquier pensamiento extra; tras lo ocurrido, los hombres ya no tenían lugar en su corazón, estaba bien cerrado.

Lléveme a ella, respondió, recuperando su enfoque profesional.

La niña yacía bajo una manta raída, pálida y temblorosa, pero con una confianza que abrazaba el alma; sus grandes ojos azules le miraban directamente al corazón.

Tiene fuertes sibilancias, diagnosticó Almudena tras examinarla. Necesitará medicamentos que solo se compran en la ciudad. Por favor, llame a su esposa para que le explique el tratamiento

No tengo esposa, murmuró Miguel. Yo crío a Clara sola; su madre falleció al nacer.

Almudena volvió a mirar a la niña y algo se encogió en su pecho. Cuán injusto resulta el mundo Había suplicado durante años a su exmarido por un hijo, y ahora una desconocida, una niña que nunca había visto, derretía en ella lo que creía muerto.

Te recuperarás, pequeña princesa. Cuidaré de ti, susurró, tocando su mejilla caliente.

Clara sonrió débilmente; esa sonrisa valía más que mil palabras. Miguel agradeció con un asentimiento.

No sé cómo recompensarle. Permítame al menos llevarla a casa o acompañarla al trabajo cada mañana; los caminos son duros para ir a pie.

Almudena quiso rechazar cortésmente, pero algo interno la detuvo. No había falsedad en su voz, solo sinceridad. Y la niña había encontrado un hogar permanente en su corazón.

Está bien, aceptó tras una pausa. Gracias.

El tiempo siguió su curso. En el pueblo la vida transcurría pausada y serena. Almudena se sentó en una vieja banca junto a su casa, con una taza de té de hierbas aromático en la mano. De repente, Miguel se acercó, la abrazó suavemente por los hombros y rozó sus mejillas con un beso.

Amor mío, murmuró con ternura. Eres mi eternidad.

Almudena sonrió, cerró los ojos y sintió el cálido abrazo de sus manos. Desde la terraza, Clara saltó con un alegre rebuzno, y Miguel, riendo, corrigió:

Perdón, no mi, sino nuestra.

Ambos rieron, y sus carcajadas se fundieron con la del niño en una sola melodía de felicidad.

Pasó un año entero. Fue el periodo más tranquilo y luminoso de su vida. Gracias a Miguel y a Clara, se atrevió a regresar a la ciudad para firmar los papeles del divorcio. Su exmarido y Verónica ya vivían juntos; no le importaba su regreso, aunque dolía, también la liberaba. Firmó, salió del juzgado y no volvió la vista atrás.

Ahora su vida era otra: llena de nuevo sentido, confianza y luz. Volvió a creer en la gente, a amar y a permitirse ser amada. Todo ello lo logró gracias a la casita del campo que su sabia abuela le dejó.

Almudena suspiró, apoyó su mano sobre la firme palma de Miguel.

Nos espera toda una vida, sonrió, mirándolo a los ojos.

Yo te amo, respondió él, apretando sus dedos. Eres mi inspiración, mi tranquilo puerto.

Fuera, la tarde rozaba el cielo con tonos de melocotón y lavanda. El río cercano corría, arrastrando las viejas preocupaciones. En ese silencio nació una nueva música: la melodía del amor que sobrevivió al dolor. Dos almas que se habían perdido hallaron la manera de protegerse mutuamente. Y así se revela la mayor verdad sobre el verdadero hogar: no se construye con ladrillos, sino con confianza, apoyo y entendimiento silencioso. Eso es lo que realmente nos hace sentir en casa.

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MagistrUm
Sofía corría de una habitación a otra, intentando meter en la maleta las cosas más imprescindibles. Sus movimientos eran frenéticos y entrecortados, como si alguien la estuviera persiguiendo.