¿Qué dirá papá?Ropa para papá
Federico entró al piso y, al instante, sintió una alarma interna: todo estaba sospechosamente callado. ¿Estarán dormidos? pensó. De la cocina emergieron, pálidas, su mujer Lucía y su hija Almudena. La expresión de ambas era la de quien ha visto un fantasma, y en los brazos de Almudena reposaba un gatito que apenas temía a la oscuridad.
Era de noche, pero el gatito ya se había habituado a la sombra. Sabía que pronto volvería su madre, le daría de comer, le lamería la cola hasta la nariz y, acurrucado a su lado, le cantaría una nana que borraría todo miedo.
Esta vez, sin embargo, la madre se demoraba. No le parecía a él la típica mamá.
Aunque el sótano siempre estaba envuelto en penumbra, el pequeño felino había aprendido a orientarse por el tiempo. Cuando ella se marchaba, él se enrollaba en un ovillo, tapaba su nariz con la patita y se sumía en un sueño dulce. Al despertar, ella ya estaba allí o llegaba antes de que sintiera hambre.
Hoy algo falló: habían pasado ya dos horas desde que se despertó y la madre no aparecía.
¿Se habrá olvidado? ¿La habrán echado? No, esas ideas nunca cruzarían la mente del gatito. Seguro habrá ocurrido algo. Si estaba en lo cierto, la única conclusión era que su vida pronto se extinguiera.
El agua del sótano abundaba: la tubería se había desgastado justo el día de su nacimiento, dejando siempre un charco de agua fresca bajo ella. Pero la comida escaseaba. No había nada en el interior; la madre tenía que salir cada día a cazar.
El gatito salió de su caja de cartón tibia, se acercó a la pared y alzó la mirada. Allí estaba el único agujero por donde se colaba la luz. Era pequeño, y la vegetación que rodeaba la abertura hacía que la luz fuera casi nula, solo un penoso semioscuridad que ponía los pelos de punta.
Encogió sus patitas traseras e intentó saltar al agujero, pero era demasiado pequeño. Lo probó diez veces, sin éxito. Cuando cayó de nuevo, la puerta del sótano se abrió con un chirrido horripilante. El gatito se quedó inmóvil, esperando no ser visto. Pero lo vieron. Primero entró Doña Valentina, la anciana del edificio, seguida de dos tipos corpulentos.
¡Mirad, holgazanes! gritó la vieja. Ya dije que una gata había parido gatitos aquí. ¡Atrapadlos todos y sacadlos a la calle!
¡Está solo! replicó uno de los empleados de la comunidad.
Ahora está solo, pero en seis meses serán veinte. ¿Para qué venís a discutir? ¡Atrapadlo y fuera!
Los dos hombres corrieron por el sótano, frustrados al no poder alcanzar al diminuto felino. Salían a fumar, volvían, y cuando la anciana les dio una mano, el gatito quedó atrapado.
¡Sin la ayuda de Valentina no podríais nada! reñía la anciana, que también era madre de los dos hombres.
Lo expulsaron del sótano, cerraron la puerta con llave y taparon el agujero de la pared con tanto empeño que ni una mosca podría pasar.
¡Fuera, fuera! vociferó la anciana. No quiero volver a verte.
El pequeño se alejó a distancia segura, miró su casa natal con melancolía y sollozó. Ahora no tenía hogar y su madre había desaparecido.
¿Qué hacer? ¿A dónde ir?
Sin embargo, esos pensamientos se disiparon como niebla. Con los ojos bien abiertos, observó un mundo que nunca había imaginado. Antes su universo se limitaba al sótano sombrío, a la tubería que goteaba y al diminuto agujero. Ahora descubría un reino más allá, lleno de luz, aroma a hierba, gente que caminaba, pájaros que surcaban el cielo y extrañas criaturas con patas redondas y ojos llameantes que emitían rugidos.
En aquel plano vio gatos que se parecían a su madre, pero ella no estaba entre ellos. Llamó, al principio con un maullido tenue, luego más fuerte, hasta convertirlo en un grito. ¿Acaso la escucharía?
Los felinos se giraron, mirándolo con compasión, como diciendo: Ya lo hemos vivido, y volvieron a su camino.
¿Estás todavía aquí? gritó Valentina, quien desde niña nunca había querido los gatos. Nadie sabía por qué despreciaba a los felinos; quizás solo descargaba su ira sobre ellos.
Sin más opción, el gatito empezó a correr, sin saber a dónde, solo deseando alejarse. No había vuelta atrás; el agujero había sido sellado. Corrió con todas sus fuerzas, sus patitas temblorosas golpeando el suelo. Incluso si la anciana con su bastón lo perseguía, no lo alcanzaría.
A su paso, árboles, arbustos, personas, coches y edificios pasaban como un torbellino que hizo que su cabeza girara, obligándolo a detenerse. Los adultos le sonreían, los niños lo señalaban y pedían a sus padres que lo llevaran a casa, pero sus ruegos eran ignorados. Sólo una madre preguntó a su hijo:
¿Estarías dispuesto a dejar el móvil y volver a casa?
¡No! respondió el chico, lamiendo un helado de chocolate.
El gatito, hambriento, siguió el aroma que le llegó de un restaurante de cinco estrellas llamado Como en casa de la abuela. De su entrada negra, una puerta metálica ligeramente abierta le invitó a adentrarse. Se escabulló por la rendija y encontró un montón de cajas de cartón, una de las cuales se convirtió en su refugio temporal.
En ese instante, dos hombres entraron.
Federico, cocinas a gusto, pero mantén el orden en la cocina reclamó el dueño del local.
Artemio, no tengo ayuda, el tiempo me falta.
¡Buscaré asistente! Mientras tanto, arregla todo. No quiero inspecciones. Te doy diez minutos.
Un hombre calvo y bajito salió de la cocina, y Federico, viendo la montaña de cartón, comenzó a ordenar. Lanzó la última caja al suelo junto a los contenedores de basura y, al hacerlo, escuchó un maullido.
¿Aplasté algo? se preguntó.
Al recoger la caja, descubrió que el sonido provenía de dentro.
Espero que no sea una rata dijo, temiendo a los roedores desde niño.
Dentro había un gatito. Federico se quedó boquiabierto.
¿De dónde vienes? le preguntó, aunque no esperaba respuesta.
El gatito solo maulló, sin que Federico comprendiera el mensaje, pero supuso que, estando allí, tal vez aceptaría un bocado.
Federico no era amante de los animales, pero nunca le había impedido alimentar a uno hambriento. Preparó un guiso de pavo con su salsa especial, lo trituró en pequeños trozos y se lo ofreció al felino, que lo devoró con gusto.
Justo entonces llegó el hombre bajito, cumpliendo su promesa de inspección.
¡Bien, Federico! exclamó. ¿Qué es esa caja?
Pateó la caja, y del interior salió un maullido indignado.
¿Una gata en mi cocina? ¡Te despido! gritó el hombre. ¡Violación de normas sanitarias!
Federico, aunque sabía que debía obedecer, no quería dejar al gatito sin alimento. El hombre ordenó que lo llevaran a la basurero. Federico, con el corazón encogido, tomó la caja y la dejó junto al contenedor, asegurándose de que el pequeño no resultara herido. Luego volvió a la cocina, donde preparaba platos que se vendían a buen precio.
Pensó: ¿Tal vez pueda esconderlo en la despensa hasta la noche? ¿Y si el hombre lo descubre? No se arriesgó. El trabajo le pagaban bien y no quería perderlo todo de un golpe, pero la compasión por el gatito lo torturaba.
Al día siguiente, un obrero que recogía restos de la basura tiró comida dentro de la misma caja, sin notar al gatito. Al llegar a su destino, la caja volvió a aparecer en el sótano del que habían expulsado al felino esa misma noche.
Un anciano, con ropa rasgada y zapatillas gastadas, se sentó sobre ella y, al intentar sacar lo que había dentro, recibió un golpe del bastón de Valentina, que le gritó:
¡Te lo dije! ¡No vuelvas!
El hombre, furioso, tomó la caja y la arrastró al basurero, pero al tropezar, la dejó caer y quedó medio encorvado.
En ese momento, del portal del edificio salió una niña, Clementina, a la que su madre le había encargado tirar la basura.
Al pasar junto a la anciana, ésta le agarró del brazo y, con voz suplicante, preguntó:
¿Te vas a la basura?¿Podrías llevar también esa caja?
Clementina conocía a la anciana, aunque no la apreciaba, y aceptó para no escuchar más reproches. Mientras caminaba, la caja crujió y, al abrirla, descubrió al gatito. Una alegría inmensa la invadió; era el sueño de su vida. Lo sacó y, brincando, corrió a casa.
Su madre, al abrir la puerta, le preguntó:
¿Qué dirá papá?
Pero Clementina, ya enamorada del minino, no quería separarse de él.
***
Federico había terminado su turno, se cambió de ropa y salió a la calle. Ya oscurecía, pero los contornos de las cajas de cartón contra los contenedores de basura aún se distinguían. Fue a abrirlas una a una.
Ninguna contenía al gatito. Repasó todo de nuevo, sin suerte. Encendió la linterna del móvil y emitió una serie de chirridos:
¡Miau, miau!
Dos gatos callejeros acudieron al llamado, pero el pequeño no estaba entre ellos. Desanimado, Federico volvió a su casa.
¿Qué clase de hombre eres, Federico? se cuestionó. Tu hija lleva tres años pidiendo al gatito, tu esposa no se opone, y tú lo has dejado fuera
La culpa lo devoraba. Pensó en beber, pero nunca había tomado; sus padres le habían criado sin alcohol. Así que se quedó con la sed de la conciencia.
Decidió volver a casa y contar lo que había hecho, esperando ser juzgado con severidad. Envió un mensaje a su esposa Lara:
Llegaré pronto, tenemos que hablar seriamente.
***
Federico entró al piso y, al instante, sintió la misma alarma: un silencio sospechoso. ¿Estarán durmiendo?
De la cocina surgieron Lucía y Almudena, pálidas, con la mirada de quien ha visto un espectro, y en los brazos de Almudena estaba el gatito, el mismo que había alimentado con pavo estofado, el mismo que había buscado en la basurero, el mismo que se había quedado grabado en su corazón.
Federico se acercó a su hija, tomó al gatito contra sí y dejó que las lágrimas corrieran como un río. Lucía y Almudena no entendían, la boca se les quedó abierta, no esperaban esa reacción del padre que había anunciado una conversación importante por mensaje.
Lara, ¿querías decirme algo? dijo ella con cautela.
Yo no no tenía nada que decir respondió Federico, y llevó al gatito a la cocina, donde, entre risas, empezó a prepararle la cena.
Así, en la familia García nació el gatito papá, que, cuando su padre trabajaba, era el de Almudena, y cuando Clementina estaba en el colegio, era el de su madre. Toda la familia lo quiso, y ahora el pequeño no solo tiene techo donde vivir, sino también amor donde ser amado.






