En invierno, Valentina decidió vender su casa y mudarse con su hijo.

En invierno, Almudena decidió vender su casa y mudarse con su hijo. La nuera y el hijo la habían invitado desde hacía tiempo, pero ella no se atrevía a desprenderse del nido que tanto había construido. Fue después de un derrame cerebral, del que se recuperó lo mejor posible, cuando comprendió que vivir sola era peligroso, sobre todo porque en la aldea donde residía no había médico. Vendió la vivienda, dejando casi todo a la nueva propietaria, y se trasladó al piso de su hijo.

En verano, la familia del hijo, que vivía en el noveno piso de un edificio madrileño, se mudó a un chalet recién terminado, diseñado por el propio hijo.

Crecí en una casa de pueblo comentó él, así es como quiero que sea mi hogar.

El chalet tenía dos plantas, todas las comodidades, una cocina amplia y habitaciones luminosas. El baño reflejaba el azul del mar.

¡Parece que hemos llegado a la playa! bromeó Almudena.

Solo un detalle se les escapó: las habitaciones de Almudena y de su nieta Leire quedaban en el segundo piso, lo que obligaba a la anciana a bajar por una escalera empinada cada noche para ir al aseo.

Ojalá no me resbale al bajar pensaba, aferrándose con fuerza a los pasamanos.

Almudena se adaptó rápido a la nueva familia. Siempre mantuvo una buena relación con la nuera. Leire no le molestaba; el internet le bastaba. Almudena se obligó a no entrometerse y a guardar silencio.

Por la mañana todos salían al trabajo o al colegio, y ella se quedaba con el perro Rinto y la gata Marta. En la casa también vivía una tortuga que subía al borde del acuario redondo y, alargada el cuello, vigilaba a Almudena mientras intentaba escapar. Tras alimentar a los peces y a la tortuga, llamaba al perro a tomar el té. Rinto, un chihuahua inteligente y tranquilo, la acompañaba a la cocina y la miraba con sus ojos castaños y profundos.

Vamos a tomar el té le decía, sacando una caja de galletas del armario. Esa era la razón por la que el perro venía a la cocina: adoraba esas galletas. Nadie más le daba de comer, y aunque la dieta del chihuahua debía ser cuidadosa, a Almudena le gustaba consentirlo con galletas de niños.

Una vez el almuerzo estaba listo y la casa ordenada, Almudena salía al huerto. Acostumbrada al trabajo del campo, seguía cultivando allí. Mientras cavaba en los surcos, apenas notó el terreno vecino. Un alto seto ocultaba la parcela del vecino, salvo en un punto detrás de la casa donde no había muro. El hijo había puesto una pequeña valla decorativa allí. Almudena no conocía a los vecinos, pero había visto al anciano de sombrero gastado que también trabajaba en su parcela; le parecía hosco y poco amigable, y cuando la veía se encerraba en el cobertizo o el garaje.

Un día, mientras subía al segundo piso para ordenar la habitación de Leire, que siempre dejaba la cama sin hacer, abrió la ventana y vio al anciano caminando despacio, con la cabeza gacha, acercándose al zarzal. Levantó un viejo cubo y se sentó sobre él. Vestía una camisa de manga larga de un color indefinido, y el septiembre ya traía un aire fresco. El hombre tosía y se frotaba los ojos con la manga.

Tosco y sin abrigo pensó Almudena, y de pronto vio que el anciano lloraba.

El corazón le dio un vuelco.

¿Qué ocurre? ¿Necesita ayuda? se lanzó a la puerta.

Pero un grito femenino que venía por la ventana la detuvo.

Entonces no está solo concluyó y volvió a mirar.

El anciano parecía llamado, pero no respondía y permanecía en la misma posición. Su aspecto era desolador: el viento movía sus canas, abrazaba sus hombros encorvados. Almudena comprendió que, aunque vivía en familia, estaba completamente solo. Un sentimiento de lástima le recorrió el pecho; sabía lo cruel que puede ser la soledad.

¿Qué habrá de hacer para que un hombre llegue a llorar? se preguntó.

Desde entonces, mientras trabajaba en su huerto, observaba al vecino a través de la pequeña verja. A veces lo veía en el jardín, otras escuchaba el sonido de la sierra en el cobertizo. Un día escuchó su voz:

¡Ay, pobres pájaros! decía, vuelan libres mientras hace calor, pero al llegar el frío los meten en jaulas y los dejan sin comida. Yo también estoy en una jaula. ¿A dónde vamos? ¿Quién nos necesita en la vejez?

Aquella melancolía la turbó.

¿Cómo se puede vivir sin hablar con los pollos? pensó, volviendo a su casa.

Al caer la noche, durante la cena, preguntó a la nuera sobre los vecinos.

Antes vivía una familia allí. La dueña falleció y el señor, Pedro Antonio, se quedó con su hijo. Hace años el hijo se casó y trajo a su esposa. No había problemas mientras el padre trabajaba. Cuando se jubiló, empezaron los gritos. La nuera nunca trabajó en el huerto; él hacía todo él mismo, iba al mercado y cuidaba de la nieta. Ahora la niña tiene dieciséis años y estudia con Leire. Así que el abuelo ya no sirve de nada.

¿Y su hijo? insistió Almudena.

El hijo es callado, educado, no sabe contradecir. Así se crió toda la familia respondió la nuera.

En estos tiempos eso no ayuda dijo Almudena. Yo siempre envidié a quienes tenían maridos dispuestos a defender a su mujer con uñas y dientes.

Claro, no solo el agresor puede romper, también el marido lo haría si fuera necesario replicó el hijo, que había escuchado la conversación.

Esa noche Almudena no pudo dormir; la charla había reavivado una vieja herida. Cada vez que un recuerdo la asaltaba, sacaba una hoja y dibujaba una puerta al borde de un lago. En lo profundo sabía que esa puerta era de hierro, con la llave tirada al fondo del agua. Dibujaba las olas y la pequeña llave en el fondo.

Nadie la alcanzará se repetía.

Recordó también a su marido enfermo, que le había amenazado con enterrarla bajo un manzano. Ese miedo la acompañaba siempre, y ataba una manta a la manija de la puerta, colocando una horca de hierro para despertarse si alguien intentaba abrirla. No temía por sí, sino por su nieta Leire. Una noche, al oír un ruido, vio al hombre intentando romper la cerradura con un cuchillo grande; empujó a la niña por la ventana y salió corriendo.

La puerta está cerrada se dijo. Mejor así, el pasado quedó atrás.

A la mañana siguiente, el día estaba seco y claro. Almudena, tras terminar sus quehaceres, salió a comprar pan. En la aldea era costumbre ir al panadero cada día. Al llegar al umbral del establecimiento, escuchó la voz del dependiente discutiendo con un cliente. Al abrir la puerta, vio a un hombre que el dependiente le mostraba el pan recién horneado. Pero el cliente protestaba: el pan estaba viejo, la corteza dura.

No engaña al cliente exclamó Almudena. El pan fresco lleva una marca, este ya está seco.

El dependiente cambió el producto, tomó el dinero y se alejó. Almudena compró una barra de pan recién sacada del horno a otro mostrador. Al salir, un anciano la saludó desde la puerta:

Gracias por defendernos, que a veces no sabemos responder a los insultos.

Almudena lo reconoció como el vecino Pedro Antonio. Tenía el rostro delgado, pero una sonrisa amable.

Vayamos, que coincidimos en el camino le dijo. Somos vecinos.

¿De veras? replicó. ¿Viven con Óscar y Carmen? Conozco a los padres de Carmen, trabajan en la huerta.

Yo soy la madre de Óscar. Me mudé aquí hace tiempo.

Me dijeron que vivían en Siberia.

Así es, pero ahora estoy sola, sin salud.

El pan huele rico comentó, partiendo un trozo. ¿Quiere probar?

Gracias, pero sigo una dieta para la úlcera. El pan fresco lo compre para los niños.

¿Ya está la patata en el huerto? preguntó, masticando.

Empezaremos el sábado respondió Almudena, percibiendo su hambre.

Con valentía, añadió:

Permítame presentarme. Soy Almudena, y usted es Pedro Antonio, ¿no? Le invito a tomar un té.

Me resulta incómodo dijo él.

¿Qué tiene de incómodo? Tengo el trabajo listo, el perro está en casa y no molesta a nadie. He preparado un té fresco. Pase por la puerta del huerto.

Almudena le abrió la puerta del salón y preparó el té. El vecino tomó asiento en el sofá y recorrió la casa; aunque era más modesta que la de Óscar y su esposa, se sentía acogedora. Los cuadros bordados con cuentas, las flores en los alféizares y los cojines tejidos mostraban el cariño de sus dueños.

Aquí solo importa lo caro pensó él. La riqueza ha desplazado a la gente de verdad. No hay sitio donde no se pueda dañar algo.

Luego sirvieron el té con unas empanadillas caseras. Almudena siguió sirviendo, quería ofrecerle un caldo, pero temía ofenderlo. El perro, Rinto, estaba echado a la entrada, observando al visitante. El animal rara vez se alteraba; siempre ladraba si alguien sospechoso se acercaba al patio. Almudena sabía cuándo rondaban gitanos: bastaba con oír el leve gruñido de Rinto para cerrar la verja.

Conversaron de cosechas, del tiempo y de los precios del mercado. Almudena quería preguntar por qué Pedro Antonio estaba tan triste, pero temía admitir que lo veía desde la habitación de arriba.

Cuando el hombre quiso marcharse, la calidez del salón lo retuvo. Le recordó a su esposa fallecida y al tiempo que había pasado. Recordó que su nuera, la hija de Almudena, la había amenazado con devolverle el pan si no firmaba la escritura de la casa. Un suspiro lo dejó pensativo.

Desde aquel día la vida de Almudena cobró nuevo sentido. Por la mañana, despidiendo a los niños, preparaba el desayuno y se dirigía al huerto. Pedro Antonio ya estaba en su propio patio, saludándola con la mano y acercándose a la pequeña cerca tras la casa. Almudena le entregaba lo que había preparado; él lo aceptaba, agradecido de recibirlo de buen corazón. Ese rincón estaba oculto a los curiosos, y así conversaban sin temor a los gritos de la nuera.

Un día antes de que Pedro Antonio se fuera de vacaciones a la Costa del Sol, le comentó que su hijo y familia partirían esa mañana. Almudena, aliviada, le dijo:

Que se lo pasen bien. Aquí hace frío y la casa de la parcela ya no sirve.

Él se sonrojó, como si no esperara su comentario.

Al despertar, escuchó el sonido de un coche. La luz del día entraba por la ventana. En la entrada del vecino había un taxi; los vecinos salían de la verja, cerrando fuertemente la puerta tras ellos. El taxista abrió el maletero y ayudó con las maletas; el vehículo arrancó.

¿Por qué Pedro Antonio no los acompañó? pensó.

Volvió a la cama, pero el sueño no llegaba. Pensamientos más inquietantes se acumulaban en su mente.

¿Por qué los hijos, después de una vida dedicada a sus padres, los abandonan en la vejez? meditó. Los niños se forman con la ayuda de sus progenitores, llegan a ser exitosos y, al final, los padres quedan en la miseria. Recordó la historia de la presentadora Leonor, cuyo hijo ni siquiera acudió a su funeral. Pedro Antonio había sido director de una gran fábrica; ahora la soledad lo consumía. ¡Dios, no permitas que vivan así!

Se levantó antes de lo habitual, preparó el desayuno, despidió a los niños, alimentó al perro y a la gata, y salió al patio. Pedro Antonio no estaba.

Seguramente se ha retirado a descansar pensó.

Cortó cebollas. Pasó una hora y el silencio del vecino se hacía más denso. Colocó una caja vacía, trepó la pequeña verja y vio una luz encendida sobre el porche. Esa luz la inquietó aún más. Llamó a la puerta, esperó y la empujó. La puerta se abrió un poco. Gritó al interior: «¿Hay alguien? ¡Pedro Antonio!».

El silencio no era absoluto. Entró al pasillo, luego al salón y, al abrir los ojos, se encontró con el vecino tendido en el sofá. Su brazo izquierdo colgaba sin vida; junto a él había un frasco de nitromina y pastillas blancas esparcidas. «¡Dios mío!», exclamó, y marcó a su hijo Óscar. Él respondió de inmediato. Entre sollozos, le pidió que llamara a la ambulancia y le explicara la situación.

Quinenta minutos después, la sirena se escuchó y Almudena salió a recibir a los médicos. El doctor, de cabello canoso, tomó el pulso, examinó los ojos y preparó una inyección. Almudena comprendió que el hombre estaba todavía con vida.

El día transcurrió como un sueño, todo se le escapaba de las manos.

¿Cómo pudieron dejarlo solo? pensó. Su hijo vio su estado, pero aun así se marchó, como si fuera a provocar un ataque. ¡Que horror!

Recordó al personaje de Sholokhov que encerró a su madre en la cocina de verano para que muriera de hambre.

No permitas, Dios, que haya hijos así repitió.

Pedro Antonio salió del hospital tras un mes. Durante ese tiempo Almudena lo visitó a diario, alimentándolo como podía.

Hay que comer para vivir solía decir.

En aquella visita escuchó la triste confesión de Pedro Antonio: era dueño de la casa, pero la nuera quería que le entregara la escritura y la autorización para la pensión.

Si entrego la pensión, moriré de hambre dijo. Pero ya he dejado la casa en testamento a mi hijo, aunque él no lo sepa. En un divorcio el patrimonio no se reparte, así que mi hijo no quedará sin techo.

Almudena respondió:

Bien, te darán el alta pronto. Mis hijos tienen un piso vacío; la nieta está con sus padres. Si nos mudamos allí, podrás vivir tranquilo. No te pongas nervioso. En tiempos pasados en la zona de Castilla no se decía «te quiero», se decía «te lamento». Yo te lamento y te deseo vida.

Con esa promesa, el futuro de Almudena tomó un matiz nuevo y esperanzador.

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MagistrUm
En invierno, Valentina decidió vender su casa y mudarse con su hijo.