Dos Esposas

La que no engendra, ya ni es mujer, sino mediocosa decía mi suegra, mientras yo, María, suspiraba y sonreía con amargura.
No le hagas caso intervino de golpe la mediosordomuda vecina, Rosario porque Dios sabe lo que hace. Todavía es pronto para que tengas hijos; él ya ve todo con antelación.
Pero, Rosario ¿cómo lo ve? Llevo cinco años casada y anhelo un niño soltaban lágrimas las mejillas de María.

No hablaba mucho de ello; guardaba el dolor en su corazón. Volvió a su pueblo natal, a diez kilómetros de distancia, para visitar la tumba de su madre y, al llegar, se sentó con la vecina mediosordomuda a charlar.

Es una cuestión triste, lo sé, pero no somos nosotros los que hallamos a los niños, sino ellos a nosotros. Ten paciencia, niña.

Los perros del pueblo ladraban, los gorriones gorjeaban; los sonidos habituales de la aldea ya no existían. La aldea de Zaimes, en la provincia de Valladolid, se había quedado casi sin vida. Sus casas derrumbadas se inclinaron hacia el río como si le rindieran el último saludo.

María se dirigió a su casa, a la gran aldea de Ilusco. Debía salir de Zaimes al amanecer. Siempre le había temido al bosque y al campo nocturnos, una fobia infantil que nunca superó.

María era originaria de allí. Hace seis años quedó sola: su padre había muerto tras la guerra y su madre falleció cuando ella era niña. Empezó a trabajar como lechera en la cooperativa local.

En junio, cuando conoció a su futuro marido, era el decimoséptimo verano de María y su primer año trabajando en la granja. Ir a la granja estaba lejos, pero ella corría con gusto, aunque al principio sus manos dolían por el esfuerzo de ordeñar.

Una mañana, un aguacero la sorprendió en el camino. El cielo se cubrió de nubes y tronó con voz ronca. Todo a su alrededor pareció inclinarse bajo la lluvia.

María se refugió bajo un toldo al borde del bosque. Se sentó en una tablilla, enrolló sus trenzas negras y exprimió el agua de la lluvia. Entonces, entre la cortina de gotas, vio a un joven de pelo oscuro, camisa a cuadros pegada al cuerpo y pantalones al codo, corriendo hacia ella. El chico se metió bajo el toldo, la vio y le sonrió:

¡Qué sorpresa! Yo soy Nicolás, ¿y tú?

María se estremeció, su corazón latía fuerte bajo la sombra del aguacero. Se quedó callada y se alejó un poco del toldo.

¿Te ha dejado sordo el rayo o eres muda de nacimiento? bromeó él.

No, no soy muda. Me llamo María.

¿Tienes frío? ¿Quieres que te caliente? continuó él, sin acercarse demasiado, la lluvia nos ha arruinado todo. Vengo del MTS.

Siguió gastando bromas, pero pronto comenzó a acosarla. La blusa de María se pegó a su piel; quizá eso avivó su interés o simplemente era un hombre muy apasionado. María salió corriendo bajo la lluvia, sin mirar atrás, mientras el bosque lúgubre parecía querer tragársela.

Más tarde, Nicolás Navas apareció como capataz temporal en la granja. María lo miró con desdén, pero él empezó a cortejarla de forma seria. Aquella visita marcó su destino.

María se lanzó al matrimonio con ilusión, aunque no imaginaba lo que le depararía la familia de su marido y el nuevo pueblo. Su suegra resultó ser una mujer hosca y enferma, que le cargaba con parte de sus preocupaciones, vigilando todo con ojo avizor. Aun cuando la vida era dura, María no se rendía; era trabajadora, tenaz, aunque las reprochas de la suegra la molestaban. Después de todo, había llegado sin dote, sin recursos, como una huérfana.

Con el tiempo, la suegra se calmó al ver la diligencia de María. Los reproches dejaron de ser frecuentes. Pasó un año, luego otro, y el embarazo no llegaba.

Eres una mujer arruinada. No engendras y ya no eres mujer, solo media… ¿Qué sentido tiene esta casa sin nietos? escupió la suegra.

María lloró en el hombro de Nicolás, él reprendió a su madre, y ella siguió callada, suspirando. El suegro apenas la miraba, salvo cuando le ofrecía el plato.

María no perdió la esperanza. Visitaba a la enfermera del pueblo, corría a escondidas a la parroquia a ver al cura y tomaba remedios caseros que le recomendaban las parteras para la infertilidad. La vida seguía su cauce. La casa de los Navas no era la más pobre, pero la posguerra había dejado su huella.

Una mañana, Nicolás trajo medio saco de grano húmedo.

¡Ay, Colín, no lo dejes caer! gritó la madre de María, temerosa.

Todos cargamos, yo no soy el único. Calma, madre respondió Nicolás.

María intentó persuadir a su marido para que no se metiera en esos negocios, pero él seguía trayendo sobras del campo. Las noches se volvieron difíciles; sin encender la lámpara, se sentaba en la cama con los pies bajo la manta, esperando a su esposo.

Una tarde, decidió buscarlo. Halló su chaqueta, su camisa y su pantalón de lona bajo la cama, los botines de goma y el impermeable, y salió al porche. El viento de noviembre golpeó las puertas abiertas; la lluvia cayó en torrentes, quemando la cara.

¿Dónde estaría él en aquel día lluvioso? Sus pies la llevaron al borde del pueblo. Las casas estaban oscuras, los perros se habían refugiado. El cachorro Firulais, al que adoraba, no la seguía. María caminó, mirando al frente, buscando a su marido, y se detuvo frente a una vieja choza al borde del camino.

Más allá, solo había campo. El bosque nocturno siempre le había dado miedo. Decidió esperar un momento y regresar. La lluvia golpeaba la tierra fría y húmeda, rugiendo a intervalos. Entonces, entre el ruido, escuchó una risa femenina ligera. Provenía de la choza.

Se acercó y reconoció la voz de Nicolás. Al principio se alegró, pero pronto sintió un escalofrío: no estaba solo. El chaparrón a veces acallaba las voces, a veces las llevaba lejos. Entre los sonidos, distinguió la voz de Catalina, una joven del pueblo vecino que trabajaba con ella en la cooperativa.

Catalina había sido alegre y parlanchina, soñadora, con la idea de ir a la ciudad y buscar fortuna. Decía:

¡Voy a la ciudad, a buscar un marido rico y calvo! cantaba en las fiestas.

Pero últimamente su humor se había apagado; la gente del campo murmuraba que estaba celosa de algún marido casado.

María, aturdida, permaneció junto a la choza hasta que la risa de Catalina se quebró y, al correr, tropezó con una pieza de lona de la que estaba hecha su chaqueta. Cayó al suelo, cubierta de barro, y volvió a su casa a quitarse la ropa.

Allí, mientras lavaba la ropa en la tina, se dio cuenta de que su vida se había convertido en una sucesión de pesares y desilusiones. La lluvia, el bosque, la infidelidad, la falta de hijos: todo parecía una sombra constante.

Una mañana, dos guardias y el presidente de la cooperativa llegaron a la casa. La madre de María sollozaba, aferrándose al saco del presidente; el padre de Nicolás se marchó en silencio, mirando a los forasteros con recelo. Arrestaron a catorce personas y las llevaron al ayuntamiento; allí, entre el bullicio, se decidió su destino judicial.

María miró a Catalina bajo los álamos, a distancia. El arresto sacudió al pueblo, pero nadie hablaba abiertamente; se encerraban en sus casas, temerosos. La suegra se derrumbó de tristeza, el suegro se enfermó. María, sin dormir, pasaba los días en la granja, ordeñando y mirando el bosque que tanto temía.

Los meses pasaron y, en enero, nació un niño, un pequeño llamado Ernesto, traído por la matrona. María lo cuidó con ternura, aunque el corazón le dolía al ver que no era suyo. La suegra, entusiasmada, lo llamaba el nieto de Colín.

Ernesto se aferraba a María, besaba sus mejillas y jugaba con Firulais. Catalina, aunque estricta, también lo atendía. María comprendió que el niño, aunque no era fruto de su unión, había unido a la familia.

El pueblo comenzó a cambiar: se construyeron cuatro viviendas de dos plantas, llegaron nuevas lecheras, y surgieron los primeros fines de semana de descanso. María se hizo amiga de Verónica, una lechera recién llegada, y le contó su historia. Verónica se sorprendió al oír que bajo el mismo techo vivían esposa y amante.

¡Sal de ahí! le aconsejó Verónica.

No tengo a dónde ir, y la granja necesita de mí replicó María.

Ernesto crecía, gateaba y, al poco tiempo, se ponía en pie. María lo adoraba; él la abrazaba con sus pequeños brazos, reía y hacía bromas con Firulais.

El Día del Trabajador, María preparó pasteles. Mientras amasaba la masa, Catalina se vistió con sus collares y salió a la fiesta del pueblo. La suegra, sentada junto a María, sostuvo al pequeño Ernesto en sus brazos y dijo:

María, mi hija, el niño será nuestro futuro. No importa quién sea su padre; lo criamos con amor.

María, mientras filtraba la leche, respondió:

No sé, mamá. Veremos qué pasa

La conversación derivó en discusiones sobre el futuro de Ernesto y la posible vuelta de Nicolás. La suegra, entre lágrimas, propuso que Catalina se quedara para cuidar al nieto. María aceptó, sin mucho entusiasmo, y se dedicó a preparar la cama de paja para el niño, cubriéndola con una colcha tejida.

Los días se volvieron más fríos; la suegra enfermó durante el invierno. Catalina, aunque dura, empezó a ayudar más, defendiendo a María cuando el yerno era demasiado autoritario. María pasaba las tardes mirando por la ventana el bosque blanco y pensando en su destino. No podía volver al pequeño pueblo de su infancia; el viento y la nieve a diez kilómetros la separaban.

A menudo recordaba a su madre y se preguntaba qué diría al ver la vida de su hija, atrapada entre dos mujeres bajo un mismo techo.

En los meses más duros, la cooperativa construyó nuevas casas y trajeron lecheras jóvenes que trabajaban con entusiasmo. María, en su día libre, habló con Verónica, quien le sugirió que se formara como operaria textil en la ciudad de Valladolid. María, con poca plata, aceptó el reto.

Una tarde, mientras la lluvia golpeaba el tejado, escuchó el crujido de herraduras. Un coche tirado por caballos se acercó; el cochero, al reconocerla, la ayudó a cargar su pesada bolsa. Le entregó dos billetes de veinte euros como ayuda. María, despidiéndose, le dio la espalda al pasado y abrazó su futuro.

Al día siguiente, el tren de Valladolid llegó a la estación de la aldea, silbó y partió, llevándose a María hacia una nueva vida.

Así concluye la historia de María, quien, pese a los reveses y al no haber engendrado su propio hijo, descubrió que el verdadero valor no reside en la sangre, sino en la entrega y el amor que se brinda. Aprendió que la dignidad y la felicidad se construyen con decisiones valientes, y que, al fin, el corazón encuentra su camino, aun cuando el destino parece cerrado.

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