No lo necesito. Me deshago de él.

Recuerdo que, hace ya muchos años, una joven se sentó en la cama del pabellón, apretando las piernas y repetía con irritación:

No lo quiero. Me niego. Sólo me vale Andrés, y él ha dicho que no quiere al niño. Entonces yo tampoco lo quiero. Haced lo que queráis con él, a mí no me importa.

¡Cielita mía! Eso es barbarie, rechazar a tu propio hijo. Ni los animales hacen eso le advirtió la jefa de la sala.

Que a los animales les importe o no, ¡me las indico! Despréndeme ya, que si no lo hago, os haré pagar caro gritó la recién parida con furia.

¡Menuda necia, hija! suspiró la jefa, mientras su experiencia le susurraba que la medicina en ese caso era impotente.

Habían trasladado a aquella chica, una mujer escandalosa y obstinada, de la maternidad al servicio de pediatría una semana antes. Rechazó rotundamente amamantar al bebé, aunque accedió a extraer leche, pues no tenía a dónde ir. La pediatra del niño, la joven doctora Marta, batalló sin éxito contra sus crisis de ira. Cuando la joven intentó explicarle el peligro para el infante, la madre amenazó con fugarse. Marta llamó a la jefa, que pasó una hora intentando convencer a la irrazonable madre, que sólo quería reunirse con su novio, asegurando que él la abandonaría si ella no partía al sur.

La jefa, que llevaba años viendo casos semejantes, decidió retener a la niña tres días más, a ver si reflexionaba. Al oír esa condición la joven se enfureció:

¿Estáis locas? Andrés ya está enfadado conmigo por este maldito bebé y ahora me lanzáis más leña al fuego. Si no voy al sur, él se llevará a Katia. ¡No entienden que Katia solo espera para quitarle a mi novio! Yo lo necesitaba solo para que se casara conmigo.

Desgarrada en lágrimas, la mujer vociferó que todos eran unos tontos y que Katia solo deseaba perder a su pareja. La jefa, tras otro suspiro, ordenó que le dieran valeriana y se dirigió a la puerta, seguida por la residente que había permanecido en silencio todo el tiempo.

En el pasillo se detuvo y preguntó en voz baja:

¿Creeis que un niño puede crecer bien con una madre así, si es que se le puede llamar madre?

Hija mía respondió la jefa. ¿Qué hacemos? Si no, lo mandarán al orfanato y después al internado. Al menos sus familias son decentes: la suya y la del chico. Quizá podamos hablar con los padres; son adultos y es su primer nieto. Además, el muchacho es muy guapo. Investiga los datos de los progenitores, necesito contactarles.

La joven escapó el mismo día. La jefa llamó a los padres, pero la familia del chico ni siquiera quiso responder. Dos días después llegó el padre del niño, un hombre hosco y desagradable. La jefa intentó conversar y ofrecerle ver al bebé, pero él replicó que no le interesaba y que su hija enviaría una carta de rechazo a través del chofer. La jefa insistió en que la niña debía presentarse ella misma; que todo debía seguir los protocolos, de lo contrario habría problemas. El hombre, temeroso del aparato burocrático, retrocedió y prometió que su esposa se encargaría.

Al día siguiente apareció una mujer de aspecto demacrado, sentada en el borde de una silla, sollozando y murmurando que era una tragedia. Los progenitores del niño, acaudalados, habían partido al extranjero con planes grandiosos, y ahora la historia se volvía una pesadilla. La niña lloraba día tras día, proclamando que odiaba al bebé y que viajaría al extranjero para buscarlo. Gritaba que, aunque el mundo se derrumbara de ira, ella estaría con Andrés.

La jefa, cansada, propuso que la abuela mirara al niño, con la esperanza de despertar algún sentimiento. La mujer, entre sollozos, encontró ternura y dijo que lo adoptaría con gusto, pero su marido lo prohibía y la hija se negaba. Sacó un pañuelo nuevo y volvió a llorar.

Entonces la jefa soltó un simple Mmm y ordenó a la enfermera que le diera valeriana, refunfuñando que esas necedades agotarían pronto los calmantes del servicio. Subió al despacho del director del hospital, quien, al ver al niño, sonrió y preguntó qué le daban de comer. Al ver su barriguita redonda, lo apodó Rosquillo.

El tiempo que Rosrosillo pasó en el pabellón se alargó durante varios meses. Primero intentaron convencer a la madre; ella venía, jugaba y decía que ahorraba para un billete, alegando haber localizado a su novio. Parecía acostumbrarse al pequeño. El niño también le sonreía y, poco a poco, la madre se aferraba más al bebé, mientras su propia madre venía y jugaba, pero al marcharse siempre lloraba, culpando a su hija de amar al novio como una locura. La jefa, desde su posición, sostenía que no era amor sino lujuria.

Aun sin que la madre firmara documentos, el niño no era recogido. La jefa decidió hablar con ellas con seriedad, pues el pequeño se había enfermado gravemente. Todos estaban consternados; la residente Marta corría a su lado. Rosquillo, sudoroso, con los pelos húmedos adheridos a la frente, perdió peso y se debilitó. Marta lo cargaba sin descanso, diciendo que ya no era un rosquillo, sino una tortita. Cuando el niño recobraba fuerza, volvía a ser el Rosquillo querido por todo el servicio, especialmente por Marta, que siempre le ponía collares de coral. Cuando lograba morderlos, estallaba en carcajadas.

Un día, la madre descubrió que su novio se había casado con otra. Enloquecida, gritó que todos conspiraban para separarla de él y que odiaba al niño. Afirmó que, sin él, estaría con Andrés y serían felices, y que enviaría la carta de rechazo al orfanato para que el niño fuera entregado allí. La entregó al director, la dejó sobre la mesa y se marchó sin decir palabra. El director, al verla volver, la reprendió:

¡Todo! Ya has firmado la renuncia. El director ha ordenado que se gestione la entrega al orfanato. ¿Qué más podemos hacer?

La residente, entre sollozos, se sentó. La jefa, quitándose los lentes y frotándolos con la mano, murmuró para sí. Todos sabían que cuando la jefa frotaba sus gafas estaba nerviosa; a veces, cuando la emoción la desbordaba, rozaba su bata vacía para ocultar las lágrimas. Era rara vez que mostrara esa fragilidad, pues siempre había sido severa.

En ese preciso instante, Rosquillo jugaba alegremente en su cunita. La enfermera entró y, como siempre, le dedicó una cantinela. El bebé, feliz, gritaba y agitaba sus manitas. De pronto, se quedó inmóvil, como escuchando algo interior, y luego enmudeció. La enfermera, perpleja, se acercó y notó que sus ojos se llenaron de lágrimas sin saber por qué. Comprendió que el llanto coincidía con la entrega de la renuncia. La jefa, irritada, refunfuñó que no había que inventar cuentos, que la gente hacía tonterías y luego se ahogaba en su propia melancolía. Todo aquello parecía un simple superstición, una coincidencia sin sentido.

Los niños abandonados siempre sienten el rechazo, ya sea por su propio sentir o por susurranles ángeles tristes. Tratan de hacerse invisibles, de no molestar a nadie, como si supieran que el mundo pronto los empujaría a un gris y triste albergue, a la sombra de la indiferencia. No importan el hambre ni el calor; nadie les leerá una historia antes de dormir, nadie los cubrirá con una manta. El mundo los ignora, y los niños sabios de la desventura lo saben, mirando con ojos de cachorro hacia la nada. El destino, sin piedad, les deja sin respuestas, y ellos, sin saber por qué, sufren en silencio, pagando por la crueldad y la egoísmo ajenos.

Pero aún hay esperanza. Una luz de bondad, escasa pero presente, puede aparecer. Cree, niño mío, espera y confía, se repite en la memoria. Desde aquel día, el pequeño quedó quieto en su cuna, sin juego, sin sonrisa, mirando con una seriedad insoportable.

Marta, sin éxito, intentó animarlo:

Rosquillo, ¿quieres que te levante? Mira, tengo unos collares de coral, ¿jugamos?

Le tendía la mano, esperando que él la tomara, pero él la miraba distante, sin moverse. Marta regresaba al puesto, llorando. Un día, al borde del colapso, gritó:

¡Lo traicionamos! No tenéis culpa de haber nacido en esta desgracia. ¡Lo detesto!

Se sentó en el sofá, con la cabeza apoyada en las rodillas, sollozando. La jefa se acercó, se sentó a su lado, le acarició el hombro y le dijo:

Hija, no sé qué hacer. Me duele Rosquillo, no tienes idea. ¡Ay, Señor! ¿Qué trabajo tan duro?

No me quedaré de brazos cruzados, actuaré replicó la joven.

Entonces no te quedes allí repreguntó la jefa, enojada. No vayas a decirme que vas a adoptarlo, que no te lo permitirán. Vive en la residencia, sin marido, en una pensión. No quiero escucharte más. ¿Cuántos Rosquillos he tenido en mi vida? Incontables, perdón, Señor. Así que vamos a pactar: te damos tiempo y tú buscas padres.

Buenos padres, eso sí, niña. No más lágrimas, ve y busca.

Marta se lanzó a la búsqueda de una familia para Rosquillo, la mejor posible. Su empeño contagiaba a todo el personal, y, como dicen, los ángeles también pueden bajar a la tierra. El bebé, pese a una leve gripe, no podía ser dado de alta; la jefa, entre risas, confesó:

Por primera vez en mi vida casi me alegro de que un niño se enferme. ¡Perdón, Señor!

Al fin encontró a una pareja: Laura y Luis, de treinta y tantos años, sin hijos, que habían soñado con una familia durante años y ahora decidían adoptar. Laura, mujer dulce y delicada, con sonrisa suave y voz melódica, y Luis, robusto y militar, mostraban un cariño evidente. Su hogar era luminoso y acogedor. Marta respiró aliviada; ahora solo quedaba que aceptaran al pequeño. También gustaron a la jefa, que, al ver a Luis, soltó una risita, aunque pronto se sonrojó:

Perdón, es la admiración. No se ve a menudo a un hombre de esa talla dijo, y añadió, algo curiosa: ¿cuánto pesaba al nacer, niña?

Perdón titubeó Luis. No entiendo ¿Es necesario para la adopción? Lo preguntaréis a la madre.

Laura, riendo, respondió que el niño no recordaba su cumpleaños y que esas preguntas no eran imprescindibles. La jefa, con una carcajada, comentó que el bebé se parecía a Rosquillo.

Laura, con determinación, abrió la puerta y entró. Rosquillo, dormido, sonrojado, con sus manitas y sus diminutos uñas, despertó al oír su nombre. Miró a Laura, frunció el ceño y luego abrió bien los ojos. Laura lo observó sin apartar la vista, intentando captar cada rasgo. El niño, atento y un poco receloso, estudió su mano; al estirarse, agarró firmemente el dedo pulgar de Laura. Todos rieron al ver al pequeño tan vivaz. Laura y el bebé se miraron sin apartarse.

El niño sonrió tímidamente; Laura le devolvió la sonrisa y asintió con ternura. Entonces la jefa, con voz suave, propuso:

Terminemos la primera cita. Volveréis a casa, meditaréis y decidiréis

No necesitamos meditar contestó Laura sin girarse. Ya lo hemos decidido.

La jefa alzó las cejas, perpleja, y miró a Luis, sin saber qué decir. Luis, sorprendido, miró a su esposa y, recuperándose, afirmó:

Sí, ya lo hemos pensado. Queremos a este niño.

Laura acarició al bebé y este, con un esfuerzo, no soltó su dedo. Laura intentó tirarlo de nuevo, pero el pequeño siguió aferrado con toda su fuerza. Un silencio tenso se extendió. La jefa, resignada, comentó:

Mmm, perdón, Señor, ¿pueden intentar con más fuerza? A esa edad el reflejo de agarre está muy desarrollado.

¿Y el reflejo de agarre? replicó Laura, sin volverse.

Él solo teme que no vuelva añadió la jefa. Suéltame, por favor, tengo que irme, pero volveré, lo prometo. Debes confiar en mí.

El niño, tras escuchar aquella voz melódica, soltó el dedo y volvió a sonreír con su boquita sin dientes, emitiendo un dulce chillido. La jefa, satisfecho, volvió a frotarse los lentes mientras murmuraba, ¡Ay, Señor!.

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MagistrUm
No lo necesito. Me deshago de él.