¡Feliz cumpleaños!!! ¡Papá!

¡Feliz cumpleaños, papá!

Había llegado a los setenta años, con tres hijos a cuestas. Su esposa había fallecido hacía treinta inviernos y él nunca volvió a casarse. No lo intentó, o no lo encontró, o la suerte le jugó una mala pasada Podría enumerar mil razones, pero ¿de qué sirve? No había tiempo para esas dudas.

Los dos chicos, Miguel y Carlos, eran revoltosos y peleones. Lo cambiaron de colegio una y otra vez hasta que un maestro de física, de mirada perspicaz, descubrió en ellos un talento latente. De pronto, todas las riñas y los escándalos desaparecieron como polvo al viento.

La niña, Begoña, también tenía sus batallas. Le costaba relacionarse con los compañeros y el psicólogo del instituto ya le sugería una visita al psiquiatra. Entonces llegó a la escuela un nuevo profesor de literatura que fundó un taller para escritores noveles. Desde entonces Begoña escribió de la madrugada al anochecer; sus relatos aparecieron primero en el periódico escolar y luego en todos los cafés literarios de la provincia.

En resumidas cuentas, los chicos consiguieron becas para la Universidad de Salamanca en la facultad de Física y Matemáticas, y Begoña se matriculó en la carrera de Filología. El padre quedó solo. De pronto sintió

Un silencio absoluto, como el aullido de un lobo en la noche. Se dedicó a la pesca, a la huerta y a la cría de cerdos, pues su casa y la vasta parcela junto al río le ofrecían espacio suficiente. Ganaba bien; resultó que el ingeniero de la fábrica ganaba mucho menos.

Así pudo ayudar a sus hijos: comprarles coches modestos, echarles una mano con los gastos y regalarles ropa decente. Pero el tiempo se le escapaba aún más entre el manejo de la finca y el mercado local. Sin embargo, le gustaba. Pasaron diez años más y se acercaba su séptimo aniversario, los setenta.

Pensó en celebrarlo en solitario. Los hijos ya estaban casados y trabajaban en un proyecto ultrasecreto para el Ministerio de Defensa, sin poder escaparse los fines de semana. Begoña recorría simposios de escritores y periodistas. No quería molestarlos con una invitación.

Algún día lo haré solo se repetía. No hay nada que celebrar. Sólo yo, yo Pasearé por la finca y, al atardecer, me sentaré con una botella de orujo. Recordaré a mi esposa y le contaré cómo han crecido los niños.

Aquella mañana se levantó antes del alba para atender a los cerdos, como cada día, porque había que alimentar a los animales con un engorde especial. Salió de la casa y, en la llanura iluminada todavía por las estrellas, se topó con algo extraño en el centro del claro. Un objeto alargado, envuelto en una lona gris.

¿Qué demonios es eso? exclamó, cuando de pronto estallaron varios focos.

Los focos iluminaron el claro y a la gente que surgió de detrás de la casa. Eran sus hijos con sus esposas y los nietos, varios parientes. También estaba Begoña, acompañada de un hombre alto con gafas gruesas. Cada uno llevaba globos y soplaba por pajillas; otros pulsaban botones de pistolas de aire que chillaban. Todos al unísono gritaban, agitaban los brazos y trataban de abrazarlo:

¡Feliz cumpleaños, papá!

El objeto del centro quedó olvidado. Los bromistas quizá lo habían arrastrado, pero no dejaron que volviera a la casa. Las esposas corrían a poner la mesa.

Detente, papá, detente le dijo Begoña. ¿Te pongo una venda?

Vale, adelante contestó él, entregándose.

Ella le ató una tela gruesa en la nuca y, girando varias veces sobre sí mismo, lo condujo a otro lado.

¿Qué estáis tramando? preguntó él.

Un regalo respondió Miguel.

¿Barato? se inquietó el padre. Yo no quiero nada.

Tranquilo, papá intervino Carlos. Es una cosilla sencilla, un detalle de agradecimiento.

Le guiaron hacia el objeto y Begoña le quitó la venda. La música de los altavoces estalló, el tambor retumbó. Los niños se acercaron, y, desde tres direcciones, arrancaron la lona.

En la luz de los focos brillaba un Porsche 911 rojo, reluciente como si acabara de salir de una fábrica. El padre casi se desmaya de la sorpresa y casi se cae al suelo, pero lo sujetaron y lo sentaron en una silla.

Solo podía repetir una palabra:

¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Calma, papá le rociaba Begoña con agua. Siempre has deseado ese coche.

Pero es increíblemente caro gruñó el anciano.

No más que el dinero replicó Miguel.

Vamos continuó Begoña. Siéntate en el asiento, queremos tomar fotos.

Abrió la puerta y trató de subirse, pero allí solo había una caja de cartón.

¿Qué es eso? preguntó.

Ábrela le indicó Begoña.

Sacó la caja y, al fondo, dos ojos le miraron. Dentro había un pequeño gatito esponjoso, tan blanco como la nieve. Lo abrazó y susurró:

¡Un auténtico gatito tailandés! Como el que teníamos con tu madre. ¿Lo recordáis? Bombo. Cuando erais muy pequeños lo adorabais

Claro que sí, papá respondieron los niños.

No se subió al Porsche. Subió al segundo piso, a su habitación, y mostró la foto del gatito a la imagen de su esposa enmarcada. Las lágrimas corrían por sus mejillas.

¿Lo ves, Marta? le hablaba al retrato. Lo he conseguido. No lo han olvidado ¿Lo ves?

Los niños no le dejaron estar solo mucho tiempo. La mesa del comedor ya estaba puesta y comenzaron los brindis. Begoña, al oído, susurró que estaba en su cuarto cuarto de embarazo y que habían llegado su prometido y él a quedarse. Ella viviría allí; su novela podía escribirse en cualquier sitio y él su futuro yerno iría a visitar a sus padres a Nueva Inglaterra y, en unas semanas, se celebraría la boda en la iglesia del pueblo.

¿Te parece bien, papá? preguntó Begoña.

Es un sueño mágico contestó él, dándole un beso en la frente.

El día transcurrió entre charlas, bocadillos, copas y recuerdos. Todos estaban muy felices. Al anochecer, el padre se dirigió a la tumba de su mujer, se sentó largo rato y habló con ella.

La vida empezaba a adquirir un nuevo sentido, sobre todo con aquel coche. Tal vez comprar ropa de la época, subirse y dar una vuelta a la gran ciudad vecina.

En la cama dormía el pequeño gatito tailandés.

Tomás dijo el hombre, Tomás.

El gatito ronroneó y se estiró, alcanzando con su cuerpo todo su diminuto tamaño. El hombre se recostó, acarició el vientre cálido y peludo, y se quedó dormido.

A la mañana siguiente había que levantarse temprano: alimentar a los cerdos, regar el huerto y no abandonar la pesca. En la planta baja dormían Begoña y su prometido.

Los niños con sus familias se fueron y quedó el silencio. Tomás seguía los pasos de su dueño, se resbaló en el comedero de los cerdos y se enredó en las redes de la barca. Después intentó comer el cebo de los peces; el hombre se rió y le habló al travieso:

Como si la juventud volviera le dijo, acariciándole la espalda.

Tomás maulló y, con sus patitas, se aferró a la mano del hombre, hincando diminutos colmillos.

¡Anda, pillín! exclamó el anciano, riendo.

Este relato no sirve de nada. Es solo un recordatorio para quienes aún pueden visitar a sus padres: no esperéis al mañana. Vivid el ahora.

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MagistrUm
¡Feliz cumpleaños!!! ¡Papá!