RECONCILIACIÓN

¿Sabes? La semana pasada la cosa se puso un poco rara en casa. Mi hermano pequeño, que ya está creciendo, empezó a decirle a papá que no volviera más. Cada vez que papá se iba, mamá se ponía a llorar hasta la madrugada, y él, medio dormido, se despertaba, se volvía a dormir y volvía a escuchar esos sollozos. Le preguntó: Mamá, ¿por qué lloras? ¿Será por papá? y ella le contestó entre sonitos de mocos que, según él, era por un resfriado. Pero él ya era mayor y sabía que esas lágrimas no eran de frío, sino de algo más.

En otro momento, papá estaba sentado en una terraza de un café con su hija, revolviendo con una cucharilla diminuta el café tibio que había quedado en una tacita casi transparente. La niña, una de seis años, ni siquiera se atrevía a tocar su helado, aunque delante de ella había una vasita de arte: bolitas de colores cubiertas con una hojita verde y una cereza, todo bañado en chocolate. Cualquier niña de su edad se habría lanzado al primer bocado, pero ella, Olguita, hacía ya tiempo que había decidido hablar en serio con su papá, como si eso fuera una reunión de conciliación.

Papá se quedó callado, más que un silencio de esos que duran una eternidad, y al final soltó:

¿Qué vamos a hacer, hija? ¿No nos vamos a volver a ver? ¿Y yo, cómo seguiré viviendo sin ti?

Olga, con esa nariz chiquita que le había heredado de mamá, pensó un momento y respondió:

No, papá. Yo tampoco puedo vivir sin ti. Mira, vamos a quedar así: tú llamas a mamá y le dices que cada viernes la recojo del cole. Si quieres café o helado, podemos ir al café juntos. Yo te contaré todo lo que pasa en casa. Y, si te apetece mirar a mamá, la grabaré cada semana y te mandaré fotos. ¿Te parece?

Papá, que no podía creer lo lista que estaba su hija, sonrió un poquito y asintió:

Vale, así viviremos de ahora en adelante, hija

Olga soltó un suspiro de alivio y se lanzó a su helado, pero no había terminado de hablar. De pronto, bajo la nariz empezó a brotar una especie de bigote multicolor que lamió con la lengua, como si quisiera subrayar lo serio que estaba. Recordó que el cumpleaños de papá había sido la semana pasada y que ella había dibujado una enorme cifra 28 en el jardín del colegio, todo decorado con colores vivos. Entonces su carita se puso seria y dijo:

Creo que deberías casarte

Y, con una sonrisa generosa, añadió:

Pues no eres tan viejo todavía

Papá, que se sintió halagado por la buena voluntad de su hija, respondió entre risas:

Yo también diría que no soy tan viejo.

Y ella, con entusiasmo, siguió:

¡No, no! Mira, el tío Sergio, que ha venido a casa dos veces ya, está calvo y todo eso

Olga se tapó la frente con la mano, alisando sus rizos, como diciendo que acababa de descubrir un secreto. Papá la miró directamente a los ojos, como si se hubiera dado cuenta de que ella había descubierto la confesión de mamá. Entonces sus dos manos se acercaron a sus labios, sus ojos se agrandaron, y una mezcla de horror y desconcierto cruzó su mirada.

Papá intentó responder:

¿El tío Sergio? ¿Ese tío que viene como el jefe de mamá? dijo casi a gritos, mientras la gente del café nos miraba.

Yo no sé tartamudeó Olga. Tal vez sea el jefe. Viene, me trae dulces, pasteles y se quedó pensando si debía contarle todo a su papá, que ya parecía un inadecuado para esos detalles.

Papá cruzó los dedos sobre la mesa, los miró largo rato y, como si una decisión importante se activara en su interior, finalmente soltó un suspiro y, con la cabeza alzada, dijo:

Vamos, hija. Ya es tarde, te llevo a casa y aprovecho para hablar con mamá.

Olga ni siquiera preguntó de qué iba a hablar, pero supo que era importante. Terminó su helado de un bocado, se levantó, tiró la cucharilla al plato, se deslizó del asiento, se limpió los labios con el dorso de la mano y, mirándolo fijamente, dijo:

Estoy lista. Vámonos.

Salimos corriendo, pero más bien papá corría y ella, agarrada a su mano, se sentía como una bandera ondeando en la brisa, como cuando los héroes de los libros de caballería se lanzan a la batalla. Cuando llegamos al edificio, el ascensor se cerró despacio, como arrastrando a alguien del último piso. Papá, un poco desconcertado, nos miró de arriba a abajo, y Olga, decidida, le soltó:

¿Y ahora? ¿A quién esperamos? Somos el séptimo piso

Papá agarró a su hija en brazos y subió los escalones como si fuera una carrera contra el tiempo. Cuando la puerta se abrió de golpe, él empezó sin rodeos:

¡No puedes hacer eso! ¿Qué tal ese Sergio? Yo te quiero, y Olguita

Sin soltarla, la rodeó con los brazos y, al mismo tiempo, abrazó a mamá que acababa de entrar. Olga los estrechó a ambos contra su cuello, cerró los ojos y, como si todo fuera un beso de reconciliación, se quedó allí, mientras el silencio del pasillo se llenaba de esa extraña mezcla de ternura y alivio que solo se siente cuando, al fin, se ponen de acuerdo los que más importan.

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