Dolores crió a su hija sola, y desde que Maravillas tiene memoria, siempre sintió que era la hija no amada. Ese sentimiento de falta de amor la acompañó desde la primera infancia. No era que la castigaran sin razón; siempre tuvo comida, ropa decente y los juguetes que pedía. Sin embargo, el desdén de su madre lo sentía como un frío que atravesaba la piel, oprimía su corazón con una pesada carga.
Maravillas creció como una niña cariñosa y muy sociable. De pequeña intentaba a cada momento llamar la atención de Dolores: buscarle un beso, abrazarla, acurrucarse contra ella pero la mujer la mantenía a distancia, ocupada en sus tareas. Nunca la abrazó ni la besó.
En el vecindario y en la escuela la familia tenía buena reputación; Dolores asistía a las reuniones de la asociación de madres, cuidaba la salud de su hija, la llevaba a la costa de Málaga y, al menos una vez, al circo de Valencia. Pero Maravillas sabía que todo aquello era una obligación sin alma, sin calor, sin sonrisa. Se esforzaba por merecer elogios, sacaba las mejores notas y se portaba ejemplarmente.
Sin embargo, los elogios llegaban de todos menos de su propia madre. Cuando era niña, Maravillas creía ingenuamente que eso era normal, que así era la vida de todos. Al crecer, empezó a observar a otros niños que recibían tanto halagos como regaños, que eran atendidos de alguna forma. Entonces buscó la causa y, a su modo, la encontró.
Casi no conocía a su padre. En su recuerdo quedó la figura de un hombre alto, de manos grandes y sonrisa bondadosa, que la lanzaba al aire como si fuera una cometa, la hacía girar y reían juntos. Su parecido era tal que, bajo el colchón de su habitación, llevaba años una foto desgastada del padre sosteniendo a una bebé de un año. Cada año que pasaba, Maravillas se sentía más parecida a él.
Probablemente, mamá está resentida con papá se decía a sí misma. Por eso me mira con ira
Dolores, en efecto, la observaba con una mirada larga y muda, sin pronunciar palabra alguna. El padre se fue cuando Maravillas tenía tres años; desde entonces solo la pensión alimenticia recordaba que él existía, trabajaba y vivía en alguna parte, pero nunca pensó en su hija. Ella lo había perdonado hace mucho tiempo.
Lo que no se comprendía era por qué el rencor permanecía dirigido a su madre. Aunque exteriormente parecía haber aceptado esa frialdad, en su interior la herida se convertía en un bloque de hielo que apretaba su corazón y lo llenaba de frío.
Llegó el último día de instituto. Maravillas, con el delantal de encaje blanco, buscó entre la multitud a su madre, pero aquella mujer, que sólo había aparecido al principio para recibir el agradecimiento del director por haber criado una hija ejemplar, desapareció entre la gente. La joven vio con envidia cómo otros padres abrazaban a sus hijos, posaban para fotos y apenas pudo contener las lágrimas de amargura.
Poco después, llegó la convocatoria de la universidad. Maravillas se sintió tremendamente orgullosa: lograr una plaza gratuita en una convocatoria tan competitiva era casi imposible, pero lo había conseguido. Dolores recibió la noticia con serenidad, sin una sonrisa ni un atisbo de orgullo, sólo preguntó si habría residencia universitaria y dónde viviría su hija durante los estudios.
Resentida, Maravillas empacó sus cosas, se fue a vivir con una amiga y, finalmente, consiguió una plaza en el dormitorio universitario.
Los años pasaron y la relación entre madre e hija se desvaneció casi por completo, lo que desconcertó al esposo de Maravillas y a su suegra, Rosa, quien se convirtió en su verdadera familia. La madre biológica ni siquiera asistió a la boda; solo envió una suma considerable de euros y una tarjeta con un saludo seco. Rosa, en cambio, le enseñó a Maravillas los trucos del hogar y, sobre todo, el valor del amor. Pasaban las tardes en la cocina tomando té, conversando de todo; Rosa la abrazaba, la consolaba sinceramente y, a los pocos días de la boda, Maravillas empezó a llamarla «mamá».
Dolores, como si se hubiera autoexiliado, disfrutaba de la soledad que tanto había ansiado. Nunca llamaba primero, no asistió al alta hospitalaria del bebé, ni siquiera abrió los mensajes con fotos del recién nacido que le enviaba su hija. Maravillas guardaba silencio, pero a menudo lloraba sola en el baño por la noche. Rosa veía esas lágrimas, sus ojos rojizos, y suspiraba con pesar.
Cuando Maravillas, su hijo y su nieto fueron a felicitar a Dolores por su cumpleaños, ella, tras recibir un regalo, le agradeció de forma fría y cerró la puerta sin dejar pasar a la joven pareja, dejando fuera al pequeño nieto que se quedó mirando la puerta. Rosa, mujer de gran corazón y siempre atareada, decidió restaurar la justicia. Con determinación, se dirigió a la casa de su nuera para conversar, a cualquier precio.
Allí se descubrió la verdad completa.
El padre de Maravillas, Antonio, había abandonado la familia prácticamente justo después del matrimonio. Sin embargo, la joven esposa no podía tolerar la traición. Cuando Antonio desapareció durante varios meses, volvió con un niño en brazos: una hija de una amante que había fallecido en el parto. Antonio la dejó en casa de la esposa oficial, como si fuera su propio hijo.
Lo que vivió la mujer fue indescriptible: criar a la hija de otra mujer y del hombre que había engañado, intentar amarla de verdad Lo intentó con todas sus fuerzas, casi lo logró, pero Antonio acabó marchándose definitivamente, dejando atrás una hija que ya no era necesaria para él.
¿Qué hacer con esa niña? ¿Entregarla a un orfanato y seguir con su propia vida? ¿Tener más hijos y temer al juicio de los demás? Asustada por la condena social, la mujer sacrificó su vida personal por Maravillas. La amó con el corazón, pero al ver el rostro de la niña, idéntico al de su marido traidor, comprendió que aún amaba a Antonio y que la niña no era más que un reflejo doloroso de él.
Cuando Rosa volvió a su casa, Maravillas y su hijo ya dormían abrazados en la amplia cama familiar; el marido estaba de viaje por negocios y el pequeño había subido a la cama de los padres. Rosa se sentó en el borde, cubrió al nieto con una manta y acomodó con ternura el cabello despeinado de su nuera.
Duerme, preciosa, duerme, hija mía le susurró Rosa, dándole un beso en la frente antes de cerrar la puerta con suavidad.
Al abrir los ojos medio dormidos y sentir el roce de manos ajenas, Maravillas comprendió, en medio de la quietud, que el amor no depende de la sangre ni de los lazos obligados. Aprendió que el verdadero cariño se cultiva en la entrega y el perdón, y que, aunque el pasado pese como una losa, sólo el corazón que se abre puede aligerar el peso y encontrar la paz.
Así, la vida le enseñó que el resentimiento solo encadena, mientras que el perdón y la compasión son las llaves que liberan al alma.






