¡Si solo vas a preguntarme por la comida, mejor no me llames! Tengo cosas más importantes que discutir a cada momento, ¿entendida, madre? ¿Quedamos así?
Rosa mantuvo el móvil contra el oído. Las lágrimas se agolparon en sus ojos, sin atreverse a derramarse. El golpe de esas palabras tan cortantes le hirió el corazón como si su propio hijo le hubiese lanzado una daga.
Vale, hijo. Mañana hablamos. logró decir la mujer entrecortada. En los segundos siguientes, toda su infancia pasó como una película frente a sus pupilas: lo veía diminuto, acurrucado en su pecho, con su manita temblorosa jugando entre su cabello. Recordó su primer rasguño en la rodilla, el abrazo cálido y el llanto que empapó su camisa tras el primer fracaso escolar. Vio el momento en que lo dejó subir al tren, cargado de maletas, cuando partió a la universidad. Sentía un orgullo desbordante.
Rosa quedó con el teléfono aún en la oreja mucho después de que la llamada se interrumpiera. En la casa se percibía el aroma a sopa de verduras con eneldo fresco; aquel perfume, que antes le traía calma, ahora le revolvía el pecho vacío. Apoyó el móvil sobre la mesa, tomó la cuchara de madera y comenzó a remover sin ganas. Sus ojos se fijaron en el ventanal empañado, donde a lo lejos parpadeaba el edificio de enfrente. En el segundo piso, la tía Carmen regaba sus flores cada mañana. Y ella también tiene a su hijo en Madrid se dijo Rosa, sintiendo que el mundo se le estrechaba.
Hoy, las lágrimas se habían convertido en hielo. Miguel ya no era el bebé para quien ella era el universo entero. Era un hombre, con sus propias obligaciones, de pie sobre sus propias piernas. Ella, en cambio, ya era una jubilada. Había trabajado durante años en una gran fábrica como ingeniera, respetada, cuya voz hacía callar a los compañeros cuando entraba. Ahora, anciana y sola, su mayor alegría era hablar con su hijo. Cada vez que la pantalla del móvil se iluminaba con su nombre, su corazón latía con fuerza. Y entre todas las cosas que quería decirle, siempre terminaba preguntando lo mismo: Miguel, ¿qué has comido hoy?
Pasaron tres días sin ninguna llamada. Rosa encendió la radio; el silencio le resultaba insoportable. Preparó un té y, para llenar el vacío, empezó a conversar con su hijo como si estuviera al otro lado del auricular:
Miguel, hoy hace sol, pero el viento sopla. Lleva esa bufanda azul. Y no te olvides si se te escapa, no importa, yo seguiré queriéndote.
El móvil sonó al anochecer. El nombre de su hijo brilló en la pantalla.
Mamá perdóname. He estado nervioso y torpe. El jefe me ha regañado, he corrido, el sueldo se ha retrasado. He descargado mi frustración en quien no la merecía. En ti. ¿Sabes cuál es la peor parte, madre? dijo con voz entrecortada. Acabé hablando con el mensajero del paquete. Le dije: A la puerta. Dos horas después volví a casa y encontré la caja empapada por la lluvia. Dentro había una olla que había pedido hace dos semanas. Me reí solo, porque llevaba dos días sin poder ni comer.
Rosa no supo qué responder. Se dejó caer en la silla.
Mamá podemos hablar del tiempo, de los cocidos, pero prométeme que, si vuelvo a ser así de mala leche, me lo digas. No me dejes perderme.
Te lo diré susurró ella. Pero que sepas, Miguel, que preguntar ¿has comido? es mi forma de tocarte cuando estás lejos. Así no dejo de alimentarte. Es el modo en que sigo siendo tu madre, aunque ya no pueda meterte la camisa.
Él guardó silencio largo, y el silencio no volvió a ser frío.
Mañana voy a visitarte dijo al fin, con voz cansada. No será por fiestas, ni cuando libre el calendario. Mañana.
Cuando envejecemos, los padres sobreviven a base de esas palabras diminutas que los hijos repiten a diario: ¿Has comido?, ¿Qué tiempo hace?. No son trivialidades; son migas del camino que nos mantienen unidos. Por eso, no rompan esos puentes con palabras duras. Digan te quiero en recetas, en pronósticos, en cualquier momento.
Y no olvides, si la impaciencia o el orgullo te consumen:
¡Si solo vas a preguntar por la comida, mejor no me llames!
Eso duele, porque a veces, hablar de comida es la manera más sincera de decir te quiero. Un te quiero dicho cada día, aunque sea en dos preguntas, sostiene un corazón entero.
Si te ha llegado, comparte esta historia y deja un corazón.






