Querido diario,
Hoy recuerdo aquella mañana en la que, sin mirar a mi hijo, dejé el cochecito junto al garaje abandonado de la zona industrial de Alcalá de Henares y me fui a descansar. Alicia, jadeando y mirando atrás, se detuvo. Ni siquiera volvió a fijarse en su hijo antes de abandonarlo junto a ese garaje ruinoso y marcharse. Mi corazón latía con fuerza, como si intentara salir del pecho. Aceleré el paso, temiendo haber cometido el error más terrible de mi vida. ¿ Es correcto tratar a un ser vivo de esa manera? Un trueno retumbó, la lluvia se intensificó. Alicia había esperado precisamente ese mal tiempo; pocos se aventuran a la calle bajo la tormenta, lo que le daba más posibilidades de pasar desapercibida. Pero, ¿quién la notaría en ese rincón olvidado de la ciudad, rodeada de garajes sin dueño y perros callejeros?
Alicia se detuvo y se obligó a girar. ¿Se puede decir que, al dejar al niño, actuó de forma inhumana? Negó con la cabeza, convencida de que estaba haciendo lo correcto, liberándose de una carga. Su conciencia estaba limpia. Al llegar a casa, exhausta, se tiró en la cama con su ropa de andar por casa y se dejó llevar por un sueño profundo.
Mientras tanto, en nuestro pequeño piso de dos habitaciones en el centro de Madrid, mi esposa Gloria gritaba con una voz tan desgarradora que al final se quedó ronca. Yo, impávido, escuchaba sus reproches. Había vendido el piso que heredé de mis padres, con la intención de explicarle, pero ella no me dejaba hablar.
La gente trabaja toda la vida para comprar una vivienda y vivir dignamente cuando envejece, y tú tú croonó Gloria entre sollozos. ¡Desaparece! ¡Vete!
Yo solo podía responder: ¿A dónde iré? nunca antes una discusión había terminado con tanta histeria. Parecía que los demonios se habían apoderado de ella.
No me importaba mucho a dónde fuera; el piso que rentábamos generaba un ingreso que debía servirnos en la vejez. Todo se vino abajo en ese instante. Lo que más me enfureció no fue la venta, sino que no la había consultado. Gloria pasó dos horas reflexionando sobre su grito, algo que resultaba impensable en una mujer siempre equilibrada. Una fuerza invisible le hizo perder el control de sus palabras.
Yo, que siempre busco el compromiso incluso en la más mínima pelea, pensé:
Si me voy, no llores después.
No quería justificar lo que había hecho, pero salí del apartamento con la cabeza en alto y cerré la puerta con fuerza, demostrando que también tenía carácter. Afuera llovía a cántaros. No tenía adónde ir, había perdido a mis padres cuando tenía veinte años y no quería contarle a los amigos la pelea con Gloria; no quería quejarme de mi vida. Subí al coche y decidí pasar la noche en el garaje que poseo en las afueras de la ciudad. Cuando vi a Gloria mirándome por la ventana, me alejé más, dejándola imaginar mi destino. Quizá pensara que la culpa era suya; tal vez lamentara sus palabras descontroladas.
Con el paso del tiempo, comprendí que había vendido el piso sin consultarla. Después de los tratamientos hormonales, Gloria perdió el juicio; anhelaba un hijo y hacía todo lo posible por que ese momento mágico llegara, pero nada sucedía. Los costosos análisis médicos se fueron sumando sin fin, como si trabajaran solo para la clínica. Me pregunté seriamente: ¿prefiero una mujer sana o una feliz? Acepté que nunca tendríamos hijos propios; tal vez la vida nos empujara a adoptar. Intenté compartir estas reflexiones con ella, pero sólo obtuvo una respuesta hostil.
¿Hay otra? preguntó, como si mi renuncia a la idea de hijos fuera una traición. No podía creer que estuviera dispuesta a abandonar la vida por esa razón.
Recordé que en la periferia de Madrid tenía un garaje donde guardábamos neumáticos y trastos que nunca tirábamos. Sólo lo recordábamos cuando necesitábamos cambiar la cubierta del coche. Esa noche la lluvia era tan intensa que las alcantarillas no daban abasto. Aceleré sin temor a los charcos, deseando llegar al garaje lo antes posible. Allí, entre cajas, encontré un cochecito abandonado. Al abrirlo escuché el llanto desgarrador de un bebé. No había pensado en el niño; sólo el ruido me sacó de la confusión. El pequeño estaba desnudo, temblaba, estaba mojado y hambriento. Dentro del cochecito había, extraño, un pedazo de carne cruda y su acta de nacimiento arrugada. No había tiempo para pensar; lo llevé a casa y lo curé.
Gloria, temblorosa, me escuchó explicar lo que había encontrado y sostuvo al infante con incredulidad. Primero se preguntó si era una coincidencia del destino. Luego, al ver el horror de la escena, imaginó a una madre que, atrapada por la lluvia, había buscado refugio en los garajes y algo le había sucedido. Sus teorías volaban entre la idea de un accidente y la de una madre que había querido deshacerse del niño. Yo, sin querer, recordé los informes de noticias en los que se mostraba a perros callejeros atacando a niños abandonados. Gloria se marchitó al pensar en esas imágenes, pero también sintió culpa por no haber sido ella quien lo había dejado allí.
Los policías, al llegar, quedaron perplejos al ver la carne cruda en el cochecito; sospecharon que la madre había muerto o desaparecido en la tormenta. Gloria sugirió que tal vez la mujer había ido a la tienda y, al ser sorprendido por la lluvia, tomó el atajo por los garajes y sufrió un accidente. Yo insinué que quizás la madre había querido deshacerse del bebé, pero Gloria rechazó la idea con vehemencia: Una madre que ama a su hijo nunca lo abandona. Sin embargo, el hecho de que el bebé estuviera allí, desamparado, confirmó que alguien había cometido un acto impensable.
Al final, el niño fue entregado a los servicios sociales. Lo llamaron Alejandro. Con la ayuda del Estado, Gloria y yo iniciamos el proceso de adopción. Pasaron meses de trámites, pero la decisión estaba tomada. Nunca habíamos querido antes un hijo que no fuera nuestro, temíamos no ser capaces de criarlo. Ahora, sin embargo, sentíamos que estábamos luchando por darle a Alejandro el hogar que nunca tuvo. La madre biológica fue localizada; intentó mentir diciendo que los perros le habían arrebatado el cochecito, pero la verdad salió a la luz rápidamente.
Alicia, años después, se dio cuenta de su error. Si pudiera volver atrás, habría dejado al bebé en el hospital. En aquel entonces, su única prioridad era dormir y vivir libre de ataduras. No tenía malos hábitos, era alta, rubia y trabajaba en una empresa de transporte, ganaba lo suficiente para vivir. El rechazo social la hirió, pero ella siguió creyendo que nadie podía impedirle volver a ser madre y ser feliz.
Yo, aunque todavía recuerdo la tormenta de aquella noche, he aprendido que la responsabilidad y la compasión valen más que cualquier decisión impulsiva. Adoptar a Alejandro nos ha mostrado que el amor puede nacer en los lugares más inesperados y que, a veces, los errores nos guían hacia la verdadera humanidad.
Lección aprendida: nunca subestimes el poder de la empatía y la obligación de proteger a los más vulnerables, aunque el camino sea difícil.






