La historia de cómo el lobo devolvió la dignidad al anciano abandonado
El bosque se hundía en una negrura espesa. Junto a un viejo alcornoque, sobre la tierra húmeda, un hombre mayor respiraba con dificultad. Sus manos, agarrotadas por el frío, temblaban, y sus ojos reflejaban una tristeza infinita. Sus propios vástagos lo habían arrastrado hasta allí y lo abandonaron como a un saco roto.
Llevaban años aguardando su muerte. La herencia una casona en Toledo, tierras de labranza y unos cuantos miles de euros les quemaba las manos. Pero el viejo, terco, se negaba a morir. Así que decidieron apresurar el destino: lo dejaron en aquel paraje desolado, sin pan ni agua, confiando en que las alimañas o el hambre hicieran el trabajo sucio.
El anciano, arrimado al tronco, se estremecía con cada susurro del viento. Entre las sombras, un sonido heló su sangre: el aullido de un lobo. Sabía que el final acechaba.
Santa Madre ¿así terminará todo? musitó, cruzando sus dedos como en misa.
De pronto, un crujido. Luego otro. Pasos que se acercaban. Intentó incorporarse, pero sus piernas no respondían. Entre los matorrales, emergió una silueta: un lobo ibérico, su pelaje plateado bajo la luna, los ojos llameantes como ascuas.
«Ya está», pensó el viejo.
Cerró los párpados y murmuró una oración, aguardando el desgarro de los colmillos. Pero entonces, ocurrió lo inesperado.
El lobo no saltó. Avanzó despacio, se detuvo a su lado y alzó el hocico, emitiendo un gemido suave, casi humano.
Desconcertado, el hombre alargó una mano. Para su asombro, el animal no retrocedió. Permitió que sus dedos se hundieran en el pelaje espeso.
Y entonces lo recordó. Décadas atrás, siendo un hombre fuerte, había liberado a un lobezno de un cepo de furtivos en Sierra Morena. El animal escapó sin mirar atrás pero no olvidó.
Ahora, aquel rey del monte se inclinaba ante él como ante un salvador. Se agachó aún más, ofreciendo el lomo: «Súbete».
Con esfuerzo, el anciano se aferró al cuello del lobo. La bestia lo cargó entre los árboles, esquivando zarzales. Aunque oía el roce de otras criaturas en la oscuridad, ninguna osó acercarse.
Tras horas de camino, asomaron las luces de un pueblo de Castilla. Los vecinos, alertados por los ladridos de los perros, salieron a la plaza y vieron lo imposible: un lobo depositaba con delicadeza a un anciano tembloroso en el umbral de la iglesia.
Bajo el techo de la casa del cura, arropado con mantas y palabras cálidas, el viejo lloró. No de miedo, sino al entender que una fiera había tenido más piedad que la sangre de su propia carne.







