Era el día de la boda de Leocadia, la cartero del pueblo. ¡Ay, qué boda! Más bien una tragedia amarga. Todo el pueblo se había reunido en el ayuntamiento no para festejar, sino para juzgar. Allí estaba Leocadia, delgadita como un junco, con un sencillo vestido blanco cosido por ella misma. El rostro pálido, los ojos enormes, asustados pero tercos. A su lado estaba el novio, Esteban, al que en el pueblo llamaban El Penitente. Había vuelto un año antes, de tierras no muy lejanas.
Nadie sabía exactamente por qué había estado preso, pero los rumores corrían más rápido que la pólvora. Alto, sombrío, de pocas palabras, con una cicatriz que cruzaba toda la mejilla. Los hombres le estrechaban la mano con recelo, las mujeres mantenían a sus hijos a distancia, y los perros, al verle, bajaban la cola. Se instaló en una choza de su abuelo, vivía como un buey, aceptando los trabajos más duros que nadie quería.
Y así fue que nuestra tranquila Leocadia, huérfana criada por su tía, se casó con ese hombre. Cuando la presidió la alcaldesa y dio la orden: «Podéis felicitar a los novios», la muchedumbre no se movió ni un milímetro. Un silencio sepulcral se extendió, se escuchó hasta el grañido de una urraca sobre el almez.
En medio de ese silencio salió el primo de Leocadia, Pascual. Desde la muerte de sus padres la había considerado como una hermana menor. Se acercó, la miró con una mirada helada y, a voz en cuello, espetó:
Ya no eres mi hermana. Desde hoy no tengo hermana. Tu familia ha mancillado el nuestro. ¡Que no pise tu pie mi casa!
Escupió al suelo junto a los pies de Esteban y se marchó, atravesando la gente como un rompehielos. Tras él, su tía se arrastró con los labios apretados.
Leocadia quedó inmóvil, una lágrima rodaba lenta por su mejilla; ni siquiera la secó. Esteban la observó como un lobo, los colmillos asomaban bajo la barba, los puños apretados. Yo pensé que iba a arremeter, pero en vez de eso tomó la mano de Leocadia con cuidado, como temiendo romperla, y susurró:
Vámonos a casa, Leocadia.
Y se fueron, los dos, contra todo el pueblo. Él, alto y taciturno; ella, frágil en su vestidito blanco. A su paso soplaban murmullos venenosos y miradas despectivas. Mi corazón se encogió tanto que casi no podía respirar. Los miré, recién casados, y pensé: «Dios mío, cuánta fuerza necesitarán para aguantar todo eso»
Todo empezó, como siempre, con cosas pequeñas. Leocadia repartía correo, una chica callada, casi invisible. Una tarde de otoño, en medio del barro, una jauría de perros callejeros la acorraló en el borde del camino. Gritó, dejó caer la pesada bolsa, los sobres se esparcieron por el lodo. Entonces, de la nada, apareció Esteban. No gritó, no agitó un palo; simplemente se acercó al líder de la manada, un enorme perro peludo, y le susurró algo. El animal, sorprendentemente, encogió la cola y retrocedió, seguido por el resto de la jauría.
Esteban recogió los sobres empapados, los sacudió lo mejor que pudo y se los entregó a Leocadia. Ella, con los ojos llenos de lágrimas, le susurró: «Gracias». Él solo bufó, se dio la vuelta y siguió su camino.
Desde entonces Leocadia lo miró con curiosidad, no con el miedo que mostraba el resto. Empezó a notar pequeñas acciones suyas: reparó sin que nadie le pidiera el cercado torcido de la anciana María, que había perdido a su hijo en la ciudad; sacó de un río un ternero que había caído por accidente; rescató un gatito helado y lo llevó bajo el abrigo.
Todo lo hacía a escondidas, como avergonzado de su propia bondad. Leocadia lo vio, y su corazón solitario se acercó al de él, igualmente herido.
Se fueron a encontrar al atardecer junto a una fuente alejada. Él hablaba poco; ella le contaba sus noticias triviales. Él escuchaba y su rostro severo se suavizaba. Una noche le llevó una flor una orquídea silvestre de los pantanos, donde pocos se aventuran y entonces Leocadia comprendió que había encontrado su lugar.
Cuando anunció a la familia que se casaba con Esteban, hubo gritos. Su tía lloró, Pascual amenazó con romperle la cara. Pero ella se mantuvo firme, como una soldadita de lata, diciendo: «Es buen hombre, sólo que aún no lo conocen».
Así comenzaron a vivir, con dificultades y con el estómago vacío. Nadie quería contratarlo; los trabajos eran esporádicos. Leocadia ganaba unos pocos céntimos en la oficina de correos. Pero su vieja choza, aunque ruinosa, siempre estaba limpia y, curiosamente, acogedora. Esteban le talló estanterías, reparó el portal, plantó un pequeño macetero bajo la ventana. Por las noches, cansado y sucio, se sentaba en el banco del porche y Leocadia le servía un plato humeante de sopa. En ese silencio había más amor que en los gritos más apasionados.
El pueblo los rechazaba. En la tienda le daban menos pan o les vendían una barra dura. Los niños les tiraban piedras a las ventanas. Pascual, al verlos, se giraba y cruzaba al otro lado de la calle.
Pasó casi un año y, de repente, un incendio. Era una noche negra y ventosa. El granero de Pascual se incendió, y el viento llevó las llamas a la casa. Todo el pueblo acudió con cubos y palas, pero el fuego subía como una columna negra. La esposa de Pascual, con el bebé en brazos, gritó desconsolada:
¡Marta! ¡La niña está dentro! ¡En su habitación!
Pascual intentó abrir la puerta, pero el fuego ya devoraba la estancia. Los hombres lo retuvieron, gritando: «¡Te vas a quemar, idiota!». Él forcejeaba, desesperado.
En ese momento, cuando todos estaban paralizados, Esteban irrumpió entre la gente. Sin rostro visible bajo la humareda, lanzó un cubo de agua sobre sí mismo y se lanzó al interior del edificio en llamas.
La muchedumbre contuvo la respiración. El techo crujía, las vigas se partían. Parecía que nunca saldría con vida. La esposa de Pascual cayó al polvo del camino.
De entre el humo surgió una figura negra que se tambaleaba. Era Esteban, con el pelo chamuscado y la ropa humeante, sosteniendo a la pequeña envuelta en una manta húmeda. Dio un par de pasos más y cayó al suelo, entregando al niño a las mujeres que corrían.
La niña seguía viva, aunque tosiendo humo. Esteban estaba cubierto de quemaduras; sus manos, su espalda, todo era una herida viva. Corrí a ayudarle, le di primeros auxilios, mientras murmuraba incoherente: «Leocadia Leocadia»
Cuando recobró el sentido en el puesto de socorro, lo primero que vio fue a Pascual arrodillado a su lado, con los hombros temblorosos y lágrimas escasas surcando su barba. Pascual tomó la mano de Esteban y la presionó contra su frente; aquel gesto silencioso hablaba más que mil disculpas.
Desde aquel incendio, como una corriente que rompe una represa, la gente empezó a acercarse a Esteban y Leocadia. El dolor se transformó en respeto. Ya no eran las marcas del penitente, sino medallas de valor.
Los hombres del pueblo repararon la choza. Pascual, ahora hermano de corazón, le echaba una mano cada vez que podía: reforzaba el portal, llevaba heno para la cabra, su mujer Elena les llevaba crema fresca o pasteles. Todos los miraban con una ternura culpable, como si quisieran compensar viejas rencillas.
Un par de años después nació su hija, Marta, una pequeña copia de Leocadia, de piel clara y ojos azules. Después llegaron los hijos Varón, Juanito, que heredó la robustez de Esteban, aunque sin cicatriz.
La casa, ya renovada, se llenó de risas infantiles. Esteban, el hombre serio, resultó ser el padre más tierno del mundo: llegaba cansado del trabajo, con las manos negras, y los niños se lanzaban a sus piernas, colgando de su cuello. Los levantaba, los lanzaba al aire y la casa se llenaba de carcajadas. Por la noche, mientras Leocadia acomodaba al pequeño en la cuna, él tallaba juguetes de madera para Marta: caballitos, pajaritos, figuritas cómicas. Sus dedos gruesos hacían obras que parecían cobrar vida.
Una tarde, al pasar a medirle la presión a Leocadia, vi en el patio un cuadro al óleo: Esteban, enorme, sentado en cuclillas, arreglando la bici de Juan. A su lado Pascual sostenía una rueda. Los niños, Juan y el hijo de Pascual, jugaban en la arena, construyendo castillos. Sólo el sonido del martillo y el zumbido de las abejas en las flores de Leocadia rompían el silencio.
Observaba esa escena con los ojos húmedos. Allí estaba Pascual, el que había maldecido a su hermana, hombro con hombro con el penitente. No había rencor, ni recuerdos amargos. Solo trabajo y niños que jugaban juntos, como si nunca hubiese existido aquel muro de miedo y juicio. Se había fundido como la nieve primaveral bajo el sol.
Leocadia salió al porche, sirvió dos vasos de refresco de limonada. Me miró con su sonrisa tranquila y luminosa. En esa sonrisa, en la forma en que miraba a su marido, a Pascual y a los niños, había tanta felicidad vivida que mi corazón se detuvo. No se había equivocado. Había seguido su corazón contra viento y marea y había conseguido todo.
Ahora veo su calle, la casa rodeada de geranios y petunias. Esteban, ya con canas, sigue enseñando a Juan a cortar leña. Marta, ya casi mujer, ayuda a Leocadia a colgar la ropa que huele a sol y a viento. Ríen de cosas sólo suyas, de esas bromas de mujer.
Así termina la historia de Leocadia y Esteban, una boda que empezó como una tragedia y acabó como una fiesta de luz, con niños, flores y un buen vaso de vino.






