Querido diario,
Hoy cumplo treinta años y sigo sin esposa ni hijos; solo un piso alquilado en la calle Mayor y una aula llena de sueños que no son míos. A veces me imagino mi propia foto de boda colgada en la pared, pero la realidad es otra.
Una tarde lluviosa escuché entre los profesores el rumor de tres huérfanos: Almudena, Graciela y Benjamín, cuyas madres habían fallecido en un accidente de coche. Tenían diez, ocho y seis años. Los van a meter en un orfanato, murmuró alguien, son demasiado caros, demasiados problemas. Guardé silencio y aquella noche no dormí.
A la mañana siguiente los encontré en la escalera de la escuela, mojados, hambrientos y temblando. Nadie había venido a recogerlos. Al final de la semana, haciendo lo que nadie se atrevía, firmé yo mismo los papeles de adopción. La gente se rió de mí: ¡Estás loco!, Eres un soltero sin recursos, Déjalos en el orfanato y te irá mejor. No les hice caso.
Les preparé la comida, les reparé la ropa y les ayudé con los deberes hasta altas horas. Mi salario era modesto y la vida dura, pero la casa siempre resonaba con sus risas. Los años pasaron y los niños crecieron. Almudena se hizo pediatra, Graciela cirujana y el pequeño Benjamín, un abogado renombrado especializado en derechos de menores.
En la ceremonia de graduación subieron al escenario y dijeron al unísono: No tuvimos padres, pero tuvimos un profesor que nunca se rindió. Veinte años después, me siento en los escalones de la entrada, el pelo encanecido pero con una sonrisa serena. Los vecinos que antes se burlaban ahora me saludan con respeto. Aquellos parientes lejanos que nos dieron la espalda reaparecen de pronto, fingiendo interés. Yo no les guardo rencor; simplemente miro a mis tres hijos, que me llaman Papá, y entiendo que el amor me ha regalado la familia que jamás pensé tener.
Ahora, los tres han planeado una sorpresa para mí. Un día soleado me llevaron en coche a un camino rodeado de álamos. Al parar, ante mí se alzaba una magnífica villa blanca, rodeada de rosales, con un letrero que decía «Casa Ávila». Mis ojos se llenaron de lágrimas. Benjamín me abrazó y susurró: Esta es tu casa, papá. Nos diste todo. Ahora es tu turno de recibir. Me entregaron también las llaves de un coche plateado que reposaba en el jardín.
Reí entre sollozos, negándome a aceptar: No los necesitaba. Graciela, con una sonrisa tierna, respondió: Tú nos enseñaste el verdadero sentido de la familia. Ese mismo año me llevaron a mi primer viaje al extranjero: París, Londres y los Alpes suizos. Salí de mi pequeño pueblo y descubrí el mundo con ojos de niño. Envié postales a mis antiguos colegas firmando siempre: «De parte del señor Ávila, orgulloso padre de tres hijos». Mientras contemplaba los atardeceres en costas lejanas, comprendí una verdad profunda: había salvado a tres niños de la soledad, pero en realidad, ellos fueron los que me salvaron a mí.






