Cancelé la boda.
Sí, tal como lo escuchas. Dos semanas antes de la fecha que repetíamos como un mantra, entre susurros de ¿y si? y ¿qué tal?, todo estaba ya tallado a la perfección: el salón del Hotel Villa del Prado ya tenía la reserva, la orquesta del Conservatorio ensayaba la pieza de guitarra clásica, el fotógrafo había dibujado el itinerario minuto a minuto, y el vestido blanco como la nieve de Sierra Nevada, colgado como un fantasma en el armario esperaba a que lo pusiera. Incluso habíamos encontrado el piso ideal: una vivienda luminosa en el barrio de Malasaña, pequeña pero acogedora, donde, según el sueño, habríamos empezado la nueva vida justo después del altar.
¿Por qué lo aborté?
Porque el futuro marido, de repente, decidió que podía alzar su mano sobre mí.
No nos equivoquemos: somos gente creyente. Respetamos la modestia, seguimos las normas de la tradición castellana y nunca nos habíamos rozado. Nuestros encuentros eran correctos, respetuosos, dentro del marco de la costumbre. Creía, con la certeza de quien contempla la Giralda al atardecer, que delante de mí había un hombre capaz de edificar una familia basada en el honor, la ternura y el apoyo mutuo.
Pero, en un día tan corriente como cualquier otro, bajo la presión acumulada de los preparativos, él, como si una cadena se hubiera roto, levantó la voz. Primero fue un grito agudo, estridente, totalmente distinto de su tono pausado de siempre. Un segundo después, un bofetón resonante que nubló la vista.
Sí, lo oyes bien. Ese mismo licenciado de la Universidad de Salamanca, el ejemplo a seguir, serio, intelectual, el hombre del que todos hablan, se llevó la mano a la novia a dos semanas del enlace. El ideal se deshizo como un espejo roto.
Su verdadera cara salió a la luz. Tal vez siempre estuvo allí, oculta bajo la máscara de la respetabilidad y la piedad. En el arranque de la ira mostró lo que realmente era: no el protector, sino el agresor.
¿Diré que, de algún modo, agradezco que haya ocurrido? Sí, por terrible que suene, parece que me salvé. Es mejor descubrir al monstruo antes del matrimonio que vivir toda la vida temiendo cada suspiro suyo.
Describir lo que ahora atraviesa mi familia tras la cancelación sería interminable. Es un torbellino de reproches, preguntas, chismes de vecinos y comentarios de conocidos. Solo puedo decir que el peso es insoportable.
Estoy destrozada.
Necesito terapia.
A veces pienso que solo una pastilla fuerte, quizá la que me lleve al sueño eterno, aliviaría este dolor infinito.
Porque en vez de apoyo me enfrento al sentimiento de ser la vergüenza de la familia, como si yo hubiera destrozado todo, como si yo fuera la que debía soportar, como si la culpa fuera mía, ¿me entiendes?
Mi alma se ha partido en mil fragmentos diminutos. Vivo en una niebla interior, como si todo sucediera fuera de mí. Duele en lo más profundo, en la esencia de mi yo. A veces me sorprendo deseando desaparecer, fundirme con el aire, esfumarse de este mundo donde la compasión y la comprensión son escasas.
Sin embargo, no escribo esta confesión sin un objetivo. Lleva un mensaje claro.
Si, aunque sea un minuto antes del día de la boda, sientes que el hombre que has elegido como esposo no sabe contenerse en la crisis,
si notas que se inclina a los estallidos de ira,
si hay la más mínima posibilidad de que levante la mano sobre ti,
detente y anula todo.
Alza la mano y pon el STOP.
No importa cuántos euros se hayan gastado.
No importe cuántas personas queden consternadas, sorprendidas o decepcionadas.
No importe lo que digan los familiares, los vecinos o los amigos.
Me parece mucho más sensato suspender la vida un instante que, después, convertirse en la mujer golpeada desde el primer día de matrimonio y tal vez hasta el final de los días.
¿Y yo? No pido lástima. Solo agradeceré si rezas para que recupere mi fuerza, para que algún día vuelva a sentirme entera, para que, en el futuro, pueda crear la familia que todas las mujeres sueñan: un hogar donde el amor sea suavidad, no miedo; donde la mano sirva de apoyo, no de golpe.
Quizá, algún día, vuelva a creer en el amor.






