¿Tal vez ya ha llegado el momento de conocerte a tu hijo? Diego dejó a un lado la taza humeante de café y clavó la mirada en Almudena.
Ella se quedó inmóvil, como si sus palabras la hubieran atrapado en una red de niebla.
¿Por qué tanta prisa? la voz salió ligera, pero la tensión que se dibujaba en sus hombros revelaba la verdadera atmósfera del sueño que ambas habitaban. Manuel apenas está aprendiendo que su madre tiene alguien.
Llevamos cuatro meses juntos recordó Diego con tono suave. No te pido mudarte ni crear una familia perfecta de inmediato. Solo quiero conocer mejor a ese pequeño ser que es tan esencial para ti.
Almudena volvió la vista a la ventana.
Tiene solo siete años. No quiero herir a mi hijo
¿Herir? replicó Diego. Almudena, entiende también mi posición. Si pretendes mantenerme a distancia, ¿de qué sirve hablar de una relación?
Almudena se giró. En sus ojos brilló un destello parecido al miedo, pero desapareció tan rápido que pareció un juego de luces.
Vale. En dos semanas, ¿de acuerdo? Dame tiempo para prepararlo.
Diego asintió. Dos semanas se dilataron hasta casi tres meses. Cada excusa surgía como una nube que se despejaba para volver a formarse: Manuel se enfermó, tenía un examen, estaba de mal humor. Entonces, una tarde, Almudena marcó ella misma y propuso una visita el sábado.
El niño apareció delgado, con ojos oscuros y una seriedad que sobrepasaba su corta edad. Sentado en el sofá, aferraba con fuerza a su coche de juguete, observando cauteloso.
Hola se sentó Diego a su lado, sin acercarse demasiado. ¿Qué tal ese coche? Muy chulo.
Manuel permaneció en silencio, estudiando con la mirada.
Manuel, no te quedes callado, saluda indicó Almudena en el umbral, con los brazos cruzados sobre el pecho.
Buenas pronunció el pequeño, apenas audible.
Diego no insistió. Sacó el móvil y mostró una foto de su propio coche.
Con este me desplazo. ¿Te gustaría dar una vuelta algún día?
Los ojos de Manuel se encendieron, pero lanzó una rápida mirada a su madre.
¿Puedo?
Lo veremos respondió Almudena, esquiva.
Con el paso del tiempo el hielo empezó a crujir. Almudena se volvió más blanda, permitiendo que Diego sacara a Manuel a paseos. Lo llevaba a parques de la Casa de Campo, al zoo de Madrid, al cine y le compraba los juguetes que pedía. Le explicaba el funcionamiento de un motor, le mostraba cómo clavar un clavo y manejar un destornillador.
Mira, aquí hay que girar en el sentido de las agujas del reloj guiaba Diego la pequeña mano de Manuel. ¿Sientes cómo avanza la rosca?
Sí sacó la lengua el niño, concentrado. ¿Y si lo giro al revés?
Entonces lo desatornillamos sonrió Diego. No pasa nada, solo lo vuelves a empezar.
Pasaron horas dentro del coche del taller improvisado. Manuel entregaba herramientas, lanzaba millones de preguntas, se manchaba de aceite hasta los codos y brillaba de felicidad. Por la noche jugaban a los juegos de mesa mientras Almudena preparaba la cena.
La pesca se volvió su tradición quinquenal. Cada segundo domingo se escapaban al río del Guadarrama, tendían las cañas y esperaban, con los flotadores balanceándose como luces en la niebla. Manuel aprendió a colocar el gusano, a esperar paciente y a dar el tirón correcto.
¡Papá, me ha picado! gritó una mañana cuando el flotador se hundió.
Tranquilo, no tires de golpe le indicó Diego, acercándose. Tira despacio, así.
El pequeño pez resultó ser un carpio diminuto, pero la satisfacción en el rostro del niño valía cualquier trofeo.
En casa veían películas de acción que Almudena prohibía sin Diego. Manuel se acomodaba a su lado, se subía al borde del asiento y comentaba cada escena.
Eso no puede ser real, ¿no? exclamaba cuando el héroe derribaba a diez enemigos a la vez.
Sí, exageran para el espectáculo aceptó Diego. Lo importante no es la pelea, sino que el héroe protege a los que ama.
Manuel asintió pensativo.
Cuando los problemas con las matemáticas asaltaron la escuela, Diego intervino. Sus dos titulaciones una en ingeniería y otra en economía le permitieron traducir los números a un lenguaje que el niño entendiera.
No entiendo estas fracciones ridículas se quejaba Manuel, mirando la hoja.
Imagina que tienes una pizza tomó una hoja en blanco. Comes la mitad, eso es una segunda parte. ¿Me sigues?
Sí.
¿Y si la divides en cuatro y te comes una cuña?
Una cuarta parte.
Exacto. Ahora resuelve el ejercicio pensando en la pizza.
Manuel se concentró. Cinco minutos después, su cuaderno mostraba la respuesta correcta.
¡Lo conseguí!
Pues ves, eres un campeón le dio Diego una palmada en la cabeza.
Las notas subieron. La profesora, en la reunión de padres, elogió el progreso y Almudena brilló de orgullo.
Todo gracias a Diego contaba a sus amigas. Se pasa horas con Manuel.
Diego se había encariñado profundamente con el niño. Cada mañana se despertaba pensando en cómo agradarle, planificaba los fines de semana, elegía regalos y se preocupaba más por cada calificación que por sus propias notas. El amor surgió silencioso, pero arraigó firme en su corazón.
Cuando Manuel cumplió diez años, Diego se atrevió a proponerle algo a Almudena.
Casémonos dijo una noche.
Almudena dejó el libro que leía. Sus ojos se abrieron como dos platos.
¿Qué?
Ya somos una familia de hecho continuó Diego. Te quiero a ti y a Manuel. ¿Por qué seguir esperando?
El rostro de Almudena se congeló.
No.
¿Por qué? preguntó, sin esperar una respuesta tajante.
Porque ya estuve casada. Ya basta.
Yo no soy tu exesposo.
Lo sé suavizó su voz. Pero no quiero volver a atarme legalmente. Me va bien así, ¿no te parece? ¿No te sientes mal?
Diego suspiró. No había malestar, pero anhelaba algo más.
Está bien. Así será.
Los años transcurrieron. Vivían los tres en el piso de Almudena en el centro de Madrid, pasaban el verano en la costa de Valencia y el invierno en la sierra de Segovia. Diego cubría la mayor parte de los gastos, sin pedir nada a cambio. De vez en cuando surgía el tema del matrimonio, pero Almudena lo rechazaba con obstinación.
Entonces, ¿y si tenemos otro hijo? preguntó cuando Manuel tenía trece años.
Almudena quedó pensativa, mirando el techo.
Tengo problemas de salud. Los médicos dicen que es arriesgado.
Podemos acudir a buenos especialistas.
No, Diego. No quiero más hijos. Ya tengo a Manuel.
Diego aceptó su decisión, aunque una pequeña ira se asentó en su interior.
Al octavo año de convivencia, Almudena empezó a regañar por cualquier cosa mínima: el plato mal lavado, el tono de voz demasiado alto, el tubo de pasta de dientes sin cerrar.
Siempre lo haces mal soltó una tarde, cuando Diego llegó del trabajo.
¿Qué es lo que está mal?
¡Todo!
Diego intentó calmar las tensiones, ayudar más en la casa y vigilar cada uno de sus actos, pero Almudena parecía buscar excusas para discutir.
¿Te gustaría desconectar? propuso él. Vamos de escapada, solo los dos.
No, no quiero le cortó. ¡No!
Manuel percibía la tensión, se volvió más callado y trataba de no llamar la atención. Ver a su madre y a Diego discutiendo le dolía.
La verdad salió a la luz por accidente. Diego volvió a casa antes de lo habitual y encontró una chaqueta ajena en el recibidor, masculina. Su corazón dio un salto.
¿Almudena?
Ella salió corriendo del dormitorio, cerrando la puerta tras de sí. Pero Diego vio al hombre en la cama.
Diego, no es lo que piensas.
¿De verdad? preguntó con voz ronca. ¿Cuánto tiempo lleva?
Almudena bajó la mirada.
Tres meses.
Tres meses de pequeñas provocaciones, de juegos mentales.
Entonces lo habías planeado murmuró Diego, lentamente. Querías que yo me fuera, que me sintiera culpable.
No quería herirte susurró ella. Por eso busqué a otro y convertí nuestra vida en un infierno.
Diego recogió sus cosas en veinte minutos. Manuel estaba cerca, jugando con bloques.
¿Te vas? preguntó el niño.
Diego se sentó frente a él, tomó sus hombros.
Manuel, siempre estaré cerca. ¿Me llamas y vendré?
¿Lo prometes?
Lo prometo.
Almudena, sin embargo, no dejó pasar el último aliento.
No vuelvas a contactar a mi hijo.
¿Qué? ¡Almudena, estás loca!
Si intentas hablar con él, te demandaré. No tienes derecho alguno sobre mi hijo. Eres nadie, ¿entendido? No tienes ningún derecho legal.
La voz de Almudena era gélida, desprovista de emoción, como si Diego fuera un punto vacío en el espacio.
¡Yo lo crié ocho años!
¿Y qué? No eres su padre. Eres nadie. Legalmente, Manuel no te pertenece.
Cortó la llamada. Diego intentó llamar a Manuel, pero el móvil estaba apagado. Le envió mensajes sin respuesta. Al tercer día recibió un breve texto: Mamá me prohibió hablar contigo. Lo siento.
Diego extrañaba al niño que se había convertido en su hijo. El tiempo avanzaba.
Un timbre de número desconocido lo interrumpió mientras cocinaba.
¿Diego? Soy yo.
¡Manuel! Dios mío, ¡qué alegría oírte!
Ya soy mayor. Mamá ya no me puede prohibir nada.
Se encontraron en una cafetería. Manuel había crecido, era más alto, los hombros más anchos, pero sus ojos seguían siendo esos oscuros y serios del niño.
¿Cómo estás?
Sobreviviendo sonrió con ironía. Mi madre me tiene hasta el cuello. Cada día discusiones, reclamaciones. Dice que la arruiné.
¿Yo? preguntó Diego, sorprendido.
Sí, que soy rebelde, que no acepto a sus hombres. Así soy, el hijo malo, dijo entre risas.
Un mes después, Manuel llamó a Diego a las dos de la madrugada.
No aguanto más, me he ido de casa. ¿Puedo quedarme contigo?
Claro, ven cuando quieras.
Almudena, furiosa, llamaba a Manuel, gritaba, lloraba, le exigía que volviera. Él colgaba. Su comunicación se redujo a felicitaciones en fiestas y frases corteses.
A los veintidós años, Manuel cambió totalmente. Empezó a llamar a Diego papá. Alquiló un pequeño piso cerca del centro.
Papá, quiero comprar coche, ¿me ayudas a elegir?
Por supuesto.
Pasaron sábados recorriendo concesionarios, comparando ventajas y desventajas, como en los viejos tiempos.
Entonces Diego conoció a Elena, una contable madrileña que adoraba cocinar y leer poesía.
Tengo un hijo adulto le contó al instante. No es biológico, pero es lo más importante para mí.
Elena sonrió.
Me encantan los niños. ¿Lo presentarías?
Manuel al principio se mostró receloso, pero Elena nunca intentó sustituir a su madre ni interponerse entre él y Diego. Solo estaba allí, preparando guisos, contando chistes.
Buena, aprobó Manuel. No como mi madre.
Se casaron en una ceremonia íntima, sin pompa. Seis meses después, Elena anunció que estaba embarazada.
Vas a ser papá dijo, mostrando la prueba.
Diego, de cuarenta y cinco años, miró las dos líneas y casi no podía creerlo.
¿De verdad?
De verdad.
Manuel se alegró como un niño.
¡Voy a tener hermanito o hermanita! ¡Papá, qué guay!
¿Te molesta?
Manuel frunció el ceño y respondió con una sonrisa irónica:
¿Por qué debería estar en contra? Al contrario, me alegro por ti. Te lo mereces.
Ayudó a montar la cuna, a pintar las paredes. Se convirtieron en una familia real.
Almudena no cesó en sus mensajes de odio. Cada día aparecían nuevas ofensas. Diego bloqueó los números, pero ella adquiría otros y seguía escribiendo.
No entiendo qué quiere confesó a Elena una tarde. No he hecho nada. Solo amaba a Manuel.
Está enfadada porque ha perdido el control respondió su esposa. Manuel te eligió. No puede perdonarle.
¡Yo no soy culpable!
Claro que no. Simplemente fuiste un padre de verdad.
La vida se fue acomodando. El futuro deparaba el nacimiento de un bebé, noches sin sueño, primeros pasos, primeras palabras. Y Manuel, ahora adulto, seguía llamándolo papá y se preparaba para ser el mejor hermano mayor del universo.
Almudena podía decir lo que quisiera. Diego conocía la verdad. No le quitó a nadie a su hijo; simplemente amó al niño y lo cuidó. Y sigue amándolo ahora, con la misma fuerza que cuando Manuel era un pequeño soñador.
Si esto fuera un delito, él estaba dispuesto a pagar cualquier pena.






