El destino tiende su mano

15 de octubre de 2023

Hoy vuelvo a escribir sobre Amapola, la niña de la que tanto me acuerdo. Creció en una casa de la sierra de la Vera, donde el padre, Antonio, y la madre, Isabel, parecían llevar una vida normal. Sin embargo, cuando Amapola estaba en sexto de primaria empezó a notar que algo se rompía entre sus padres; el alcohol se había colado en la rutina familiar. Primero fue Antonio, luego Isabel, y la corriente arrastró a la pequeña a la sombra de sus discusiones.

Una noche, mientras el padre la obligaba a ir a la tienda a comprar una botella de refresco, ella temía la oscuridad y temía que él la golpeara si no volvía rápido. La madre, por su parte, la empujaba a la puerta diciendo: Ve a ver a la vecina Verónica, pídele dinero, no vuelvas sin él. Amapola se refugió detrás del armario, sollozando: «¿Por qué a mí?».

A medida que crecía, empezó a escaparse cuando los padres bebían. En décimo de bachillerato ya no temía la noche; se adentraba en una casa abandonada al borde del pueblo, allí se refugiaba y por la madrugada volvía a casa, cogía sus cuadernos y corría al cole.

Con la idea de escapar, se prometió a sí misma que, al acabar la secundaria, obtendría el título y huiría del pueblo. Empezó a juntar monedas, a ahorrar céntimos, aunque el dinero escaseaba. Cuando al fin recibió el certificado con notas mediocres, se guardó el pasaporte, metió en la mochila lo que había ahorrado y se marchó al centro de la comarca sin decir nada a sus padres.

La ciudad, Madrid, la recibió sin sonrisas. Al entrar al Instituto de Formación Profesional le dijeron que había demasiada demanda y que, con sus notas, era improbable que la admitieran; mucho menos pagar la matrícula, pues no tenía euros. Desanimada, se sentó en una banca junto a la parada del autobús y observó a la gente que corría de un lado a otro. Pensó: «Cada uno tiene su objetivo, pero yo no sé a dónde ir. No tengo dinero y volver al pueblo es imposible; aquí tampoco hay sitio para quedarme».

Ya oscurecía cuando se acercó una mujer corpulenta, de edad avanzada, con una bolsa de tela. «Nena, ¿qué haces aquí sola? Te he visto ir y volver. ¿Te ha pasado algo?», preguntó. Amapola explicó su historia, sus malas notas, su falta de dinero y que no tenía a nadie en la ciudad. La mujer, que se presentó como Doña Natividad, le dijo que había quedado sin casa y trabajaba como conserje en una residencia universitaria. «Vamos conmigo; no puedes quedarte a dormir en la calle», le propuso.

Amapola, aunque temblorosa, aceptó. Doña Natividad le contó que su propia hija, Carmen, había sido conductora de trenes y se había enamorado de un empresario; después de vender la casa de la familia, la hija desapareció y ella quedó sin nada, trabajando como limpiadora en la estación. «No te fíes de lo que parece fácil», advirtió.

En la residencia, Doña Natividad le prometió presentarle al director del café de la estación, el señor Julián, quien siempre necesitaba personal. «Eres joven, guapa, y el trabajo te mantendrá». Así, al día siguiente, Amapola fue al café, donde Julián la tomó como camarera y le ofreció una habitación en la residencia.

Los días pasaron y el joven director empezó a prestarle pequeños regalos: lápiz labial, rímel, perfume barato. Amapola, que nunca había tenido novio, cayó rendida ante él. Un día, después de cerrar, Julián le dijo: «Sube al coche, te llevo a casa; estás cansada». Ella, sonrojada, aceptó y sintió que al fin había llegado una racha de suerte.

Sin embargo, en un fin de semana, un chico llamado Miguel, con la gorra de camionero, la saludó en el pasillo de la residencia. «¿Vives aquí? Yo también, soy de la sierra, trabajo como transportista. Volveré al pueblo algún día», comentó. Miguel le llevó dulces y charlaron como amigos; él nunca mostró interés romántico, aunque ella pensó que quizá el pueblo le sería mejor.

Con el tiempo, Julián le confesó que estaba casado, pero que la amaba y que le prometía un futuro, incluso llevarla al mar en verano. Amapola, cegada por la ilusión, aceptó. Cuando descubrió que estaba embarazada, corrió a contarle la noticia. Julián, furioso, la echó de su apartamento, tirándole una bolsa de billetes de 20 euros y diciendo que debía irse en tres días.

Amapola, destrozada, recordó las palabras de Doña Natividad: «Muchos llegan a la ciudad buscando la felicidad, pero pocos la consiguen». Recogió sus pocas pertenencias, volvió a la residencia y, bajo el tutelaje de Doña Natividad, se tranquilizó con una taza de té.

Al día siguiente, Miguel la encontró en la puerta de la residencia y, con una sonrisa, le ofreció su ayuda. «Vamos a comprar comida, te llevo a casa», dijo. Amapola, al fin, encontró apoyo sincero y, poco a poco, la vida empezó a volver a tener sentido.

Pasaron los meses; Miguel y Amapola se establecieron en su pueblo natal, compraron una casa y la ampliaron. El hijo que nació con ella ya tiene tres años, y aunque el camino fue duro y lleno de engaños, hoy viven con tranquilidad.

He aprendido que la suerte no se pide, se construye con dignidad y decisiones. Hoy, al cerrar este cuaderno, recuerdo que la mano que el destino nos tiende a veces llega disfrazada de necesidad, y que la verdadera fuerza está en saber cuándo aceptar ayuda y cuándo seguir adelante.

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El destino tiende su mano