**Diario de un Veterinario**
Hoy fue uno de esos días que te rompen el corazón. Un anciano llegó a mi consulta con su perro para practicarle la eutanasia porque no tenía medios para salvarlo. Al ver las lágrimas del hombre y la tristeza en los ojos del animal, no pude evitar sentir que el mundo era cruel.
Dicen que la felicidad no está en el dinero, pero a veces, es el dinero el que marca nuestro destino. El pobre hombre no tenía un euro ahorrado cuando le presenté la factura por salvar la vida de su único amigo de cuatro patas.
En la consulta, el silencio era denso. Observé al dúo: un perro mestizo tumbado en la mesa y su dueño, agachado sobre él, acariciando su oreja con ternura. Solo se escuchaba la respiración agitada del animal y los sollozos ahogados del anciano. No quería dejarlo ir, pero no tenía otra opción.
Como veterinario, he visto muchas despedidas emocionales, pero esta era diferente. Me acordé de la primera vez que los vi, hace tres días. El señor, un hombre humilde llamado Emilio Ruiz, llegó con su perro de nueve años, Canelo, en busca de ayuda urgente. El animal no se levantaba desde hacía dos días, y Emilio, con voz temblorosa, me confesó que, aparte de Canelo, no tenía a nadie más.
Al examinarlo, confirmé que sufría una infección grave que requería tratamiento inmediato y costoso. Si no, el perro podría morir con dolor. “Si no puede pagar el tratamiento, lo más humano sería la eutanasia”, le dije con frialdad profesional. Ahora, al verlo de vuelta, entendí el peso de mis palabras en aquel momento.
Emilio había dejado sobre la mesa unas monedas y billetes arrugados, todo lo que tenía, para pagar el procedimiento. Con lágrimas en los ojos, murmuró: “Perdone, doctor, solo he podido juntar esto para la eutanasia”.
Mientras el anciano pedía cinco minutos más para despedirse, algo en mí se quebró. ¿Por qué el mundo es tan injusto? Gente con millones malgasta sin pensar, mientras un hombre pobre y su perro agonizante rebosan de amor.
Sentí un nudo en la garganta. Apoyé una mano en su hombro y, con voz quebrada, le dije: “Voy a curarlo. Trataré a Canelo por mi cuenta. No es tan viejo, aún puede correr”. Bajo mi mano, sentí cómo los hombros de Emilio temblaban de emoción.
Una semana después, Canelo ya estaba de pie, recuperado. Las medicinas y los cuidados dieron resultado. Me sentí feliz. Quizás fue un gesto pequeño para ellos, pero para mí, fue un acto de humanidad.
Afortunadamente, aún hay personas con corazón en este mundo.






