Una Noche de Invierno

Hace muchos años, en una noche helada de invierno, la nieve caía ligera pero los copos eran gruesos y caían en silencio. En el cielo no se veían estrellas; el día estaba nublado y, a lo lejos, la luna intentaba asomar, aunque con poca fuerza, antes de que el alba comenzara a despuntar. Al mediodía, el sol se asomó tímido sobre el pequeño pueblo de Valdecruz.

El día transcurrió como los anteriores. Al atardecer, María del Carmen regresaba a su casa cuando el cielo se cubrió de nubes grises y el viento sopló con fuerza.

¿Qué habrá despertado todo este alboroto?, pensó María del Carmen, sin haber llegado aún a la puerta, cuando una ventisca se desató, tan densa que nada se distinguía delante de ella.

Afortunadamente, ya estaba cerca de su hogar. Al abrir la verja, reflexionó:

Menos mal que la nieve no ha acumulado montañas de nieve todavía. Pero parece que el tiempo no viene a jugar. ¡Escucha cómo ruge el viento en el patio! Una enorme picea se balanceaba al compás, y por suerte había llegado a tiempo a la casa. Entró y cerró la puerta con cansancio.

Después de cenar, subió a la chimenea para escuchar lo que ocurría fuera; el viento gemía por la chimenea y ella, sin percatarse, se quedó medio dormida. De pronto, entre el sueño, escuchó un golpe insistente en la puerta.

¿Quién será tan atrevido a venir en una noche así?, se dijo mientras se ponía los alpargatas y bajaba de la chimenea.

¿Quién llama?, preguntó.

¡Abre, señor, déjame refugiarme! respondió una voz masculina.

¿Y tú quién eres?

Me llamo Gregorio, soy conductor. Me he quedado atrapado frente a tu casa; la nieve cubre todo y no veo la carretera. La oscuridad y la ventisca me impiden seguir. He intentado despejar con una pala, pero la nieve no cesa. Déjame entrar, no te haré daño, lo juro. Vengo del pueblo vecino de San Esteban.

María del Carmen, aunque temerosa, abrió la puerta y dejó entrar al alto hombre cubierto de nieve.

Adelante, Gregorio, del pueblo de San Esteban.

Gracias, señora. Tenía miedo de que no me dejaras pasar; si no, tendría que seguir caminando dijo, quitándose la capa y sacudiendo la nieve de su gorro al cruzar el umbral.

¿Quieres un poco de té? inquirió María del Carmen.

Me vendría bien, he temblado mucho con este viento replicó él, agradecido.

María del Carmen colocó sobre la mesa los pasteles que había horneado la víspera, una taza con su platillo y sacó del horno la tetera recién caliente.

Gracias dijo Gregorio, ¿cómo te llamas, señora?

Me llamo María del Carmen García, aunque puedes llamarme sin tanto formalismo respondió ella con una sonrisa cálida.

¿Vives sola? ¿Desde cuándo?

Desde hace cinco años.

¿Y tu marido?

Mi marido se fue a la ciudad con una nueva compañera después dese interrumpió.

¿Y los hijos?

No los he tenido ¿Tú tienes familia?

No, no tengo familia dijo Gregorio con melancolía. Estuve casado, pero no funcionó.

Yo también he tenido desventuras asintió María del Carmen. Toma el té, come los pasteles y, luego, me quedaré a preparar una cama para ti sobre la chimenea.

Gregorio subió a la chimenea y pronto comenzó a roncar. María del Carmen no lograba dormir. La soledad la pesaba; era una mujer joven, fuerte y capaz, pero sin esposo ni hijos, como todos los demás. La amargura del aislamiento la invadía.

Mira al hombre que duerme allí, ajeno ¡qué bien sería que fuera mi propio marido, atento, cariñoso y trabajador!

Se quedó dormida apenas al amanecer, y al despertar tuvo que avivar la chimenea. La avivó y, entre brasas, horneó unas crujientes torrijas. Gregorio se despertó con un suspiro de satisfacción.

¡Qué delicia empezar el día con el calor de la chimenea y mis torrijas favoritas! exclamó.

Tras el desayuno, María del Carmen se preparó para ir a trabajar.

Gregorio, no cerraré la puerta; si te vas, ponle llave al picaporte. Si tienes frío, la tetera sigue en la chimenea y hay patatas cocidas. Que tengas buen camino, quizá nunca nos volvamos a ver.

Adiós, María del Carmen. Gracias por el refugio.

Al mediodía, regresó a su casa y vio a Gregorio devanándose con el coche, atrapado bajo la nieve, sin poder moverlo.

¿Sigues aquí?

Sí, parece que la batería se ha quedado sin carga y la carretera está imposible de ver.

Entra, tomemos algo; yo también vengo de la venta. La nieve es mucha y apenas he llegado.

María del Carmen, ¿dónde puedo encontrar una excavadora? No podré salir hasta que despejen la ruta.

En los talleres, pero solo abren de una a dos de la tarde. Después de eso podré acompañarte.

María del Carmen sintió una extraña afinidad con aquel desconocido conductor. Se descubrió a sí misma disfrutando de su compañía, sintiéndose cómoda y segura a su lado.

He estado picando nieve con la pala sin parar dijo Gregorio.

Al observarlo, notó una ligera cana en sus sienes y arrugas alrededor de los ojos cuando sonreía.

A sus treinta y siete años, ya aparecen los primeros cabellos grises Qué reconfortante es tener en casa a un hombre amable y considerado, eso sí que es la dicha de una mujer pensó ella.

Al acompañar a Gregorio al taller, María del Carmen volvió a su trabajo.

¡Buen viaje, Gregorio! le saludó.

¡Igualmente, María del Carmen!

Al caer la tarde, regresó a casa bajo el crepúsculo, cuando la oscuridad invernal se vuelve rápidamente. Al aproximarse, vio la luz encendida en sus ventanas; su corazón latió con alegría al sentir que la esperaban.

Entra, señora sonrió Gregorio, la tetera está hirviendo.

¿Por qué no te has ido ya?

Mañana vendrá la excavadora. Hoy no hay maquinaria disponible en los talleres. Me lo han dicho, pero mañana prometen.

Después de la cena y de los quehaceres, María del Carmen se acostó. Gregorio, sentado en la chimenea, parecía pensativo. De pronto se levantó, se sentó al lado de ella en la cama. Ella se quedó inmóvil, sin saber qué decir. Gregorio, sin decir palabra, se metió bajo la manta y la abrazó con fuerza. Ella, sorprendida, se dejó envolver.

Permanecieron en silencio durante mucho tiempo. Finalmente, María del Carmen rompió el mutismo.

Sabes, Gregorio, habría querido pasar toda mi vida a tu lado.

Él se incorporó, algo irritado.

¿Eso quiere decir que debo casarme contigo?

¿Qué? preguntó ella tímidamente.

Gregorio, con cierta dureza, respondió:

Casarse no es una cuestión de beber agua. No confío en las mujeres; alguna vez estuve casado y mi mujer se fue con otro. He tenido compañeras, pero nada ha funcionado. Tú tampoco eres distinta. No eres mi esposa, pero te he dejado entrar a la cama. Mañana me iré y tú buscarás a otro.

¿Qué dices, Gregorio? No había nadie antes de ti.

Hubo, no hubo. No me conociste lo suficiente y ya te has casado ¿Quieres algo más?

Quiero una familia, hijos, cuidar de mi marido y de mis niños. Anhelo la felicidad exclamó, sollozando.

No llores. Decídete; no nos conocemos, ¿qué hijos? Perdóname

María del Carmen guardó silencio, avergonzada por haber confiado en un extraño. Pasó la noche sin poder dormir. Al alba, Gregorio se preparó para partir; a las seis debía llegar la excavadora. María del Carmen salió al portal para despedirlo.

Perdóname, María del Carmen.

Adiós, Gregorio. La próxima vez que te quedes varado, no abriré la puerta pensó, aunque en su interior gritaba que él se marcharía sin ella.

Gregorio se fue. Cuando volvió a la hora del almuerzo, el coche ya no estaba. Esperó un largo rato, pero él no regresó. Con el paso del tiempo, María del Carmen sintió que algo cambiaba en ella y lo contó a su amiga Nerea, que vivía cerca.

María, estás embarazada exclamó la amiga, riendo. Ve al médico en la ciudad.

Dió gracias a Dios, pues estaba a punto de ser madre. Regresó del médico con la confirmación del embarazo y agradeció al destino por aquel accidente que le había acercado a Gregorio, sin rencor, sino gratitud.

Al término del embarazo, dio a luz a un niño sano.

¿Qué nombre le pondrás? preguntó la enfermera que le entregó al bebé.

Lo llamaré Esteban, que luego será Esteban Jr. Me dará alegría en la vejez.

Aún es muy pronto para pensar en la vejez, primero cría al chico sonrió la enfermera. Después volverás por otro

Si tuviera marido, él vendría respondió María del Carmen.

Llegó el día del alta del hospital, y Nerea le informó que no podría acompañarla con el hijo, aunque ya había dejado el dinero para el viaje.

¿Cómo llegaré en autobús al pueblo con el bebé? se angustió María del Carmen, pero la enfermera prometió enviarme una ambulancia.

Al día de la salida, empaquetó sus escasas pertenencias, tomó al pequeño en brazos y se dirigió al vestíbulo. De repente se quedó paralizada: allí estaba Gregorio, con un gran ramo de flores, y a su lado la astuta Nerea, sonriendo.

María, Gregorio dice que él es tu marido y que no permitirá que su hijo y su esposa los lleve Nerea anunció Nerea.

María del Carmen entregó al niño a Gregorio, sonriendo felizmente mientras una lágrima de dicha corría por sus mejillas. Así, aquel inesperado encuentro se convirtió en el inicio de una nueva vida.

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