En el funeral de mi esposo, un hombre canoso se acercó a mí y susurró: «Ahora somos libres». Era el que amé a los veinte años, pero el destino nos separó.
El aire olía a luto y a humedad. Cada golpe de la campana del ataúd resonaba como un latido bajo el pecho.
Cincuenta años. Toda una vida compartida con Daniel. Una existencia llena de respeto tranquilo, de una costumbre que se transformó en ternura.
No lloré. Las lágrimas se habían secado la noche anterior, cuando me senté al lado de su cama y sujeté su mano enfriada, escuchando su respiración volverse cada vez más tenue hasta que se apagó por completo.
A través de un velo negro, veía los rostros compasivos de familiares y conocidos. Palabras vacías, abrazos formales. Mis hijos, Begoña y Olga, me sostenían, pero apenas sentía su contacto.
Entonces llegó él. Canoso, con profundas arrugas alrededor de los ojos, pero con la espalda recta que recordaba. Se inclinó hasta mi oído y su susurro, tembloroso, atravesó la niebla del dolor.
Eulalia. Ahora somos libres.
Por un instante quedé sin aliento. El perfume de su colonia sándalo y algo a bosque golpeó mis sienes.
En ese aroma se mezclaron la arrogancia y el dolor, el pasado y el presente inadecuado. Levanté la vista. Óscar. Mi Óscar.
El mundo se tambaleó. El denso olor a incienso dio paso al aroma de hierba recién cortada y a la lluvia de tormenta. Volví a tener veinte años.
Corríamos tomados de la mano. Su palma era cálida y fuerte. El viento despeinaba mi cabello, y su risa se perdía entre el crujido de los cascos. Huíamos de mi casa, del futuro que se dibujaba a años vista.
¡Ese Alejandro no es para ti! bramó mi padre, Don Carlos Martínez. ¡No tiene ni un duro en el bolsillo ni posición en la sociedad!
Mi madre, Doña Sofía, cruzó los brazos y me miró con reproche.
¡Piénsalo bien, Eulalia! Va a destruirte.
Recuerdo mi respuesta, clara y firme como el acero.
Mi vergüenza es vivir sin amor. Y vuestra honra es una jaula.
La hallamos por casualidad: una cabaña abandonada de un guardabosques, casi engullida por la tierra hasta los cristales. Se convirtió en nuestro refugio.
Seis meses. Ciento ochenta y tres días de felicidad absoluta, desesperada. Cortábamos leña, llevábamos agua del pozo, leíamos bajo la tenue luz de una lámpara de aceite el mismo libro, dos por uno. Fue duro, hambriento, gélido.
Pero respirábamos el mismo aire.
Una tarde de invierno, Óscar cayó gravemente enfermo. Yacía tembloroso, como un horno. Le aplicaba hierbas amargas, cambiaba los paños helados de su frente y rezaba a todos los santos que conocía.
Fue entonces, al observar su rostro agotado, que comprendí que esa era mi vida, la que yo misma había elegido.
Nos encontraron en primavera, cuando los azahares rompían la nieve. No hubo gritos, ni lucha. Solo tres hombres sombríos con gabardinas idénticas y mi padre.
El juego ha terminado, Eulalia dijo, como si hablara de una partida de ajedrez perdida.
Dos hombres sujetaron a Óscar. No se resistía, no gritaba. Solo me miraba, y en sus ojos había tanto dolor que casi me ahogo. Una mirada que prometía: «Te encontraré».
Me llevaron. El brillante bosque dio paso a los pasillos polvorientos y sombríos de la casa familiar, impregnados de naftalina y de sueños incumplidos.
El silencio se convirtió en castigo principal. Nadie alzaba la voz contra mí. Simplemente dejaban de notarme, como si fuera un mueble que pronto sería retirado.
Un mes después, mi padre entró a mi habitación, sin mirarme, con la vista fija en la ventana.
El sábado vendrá Don Daniel con su hijo. Pon tu vida en orden.
No contesté. ¿De qué servía?
Don Daniel resultó ser todo lo contrario a Óscar: tranquilo, poco hablador, con ojos bondadosos y cansados. Hablaba de libros, de su trabajo en la oficina de ingeniería, de planes futuros sin espacio para locuras ni fugas.
Nuestro matrimonio se celebró en otoño. Vestía un traje blanco como una sábana y asentí mecánicamente «sí». Mi padre quedó satisfecho; había conseguido al yerno correcto, la pieza adecuada.
Los primeros años con Daniel fueron como una densa niebla.
Vivía, respiraba, hacía cosas, pero sin despertar. Era una esposa sumisa: cocinaba, limpiaba, le recibía del trabajo. Él nunca exigía nada. Era paciente.
A veces, de noche, cuando creía que dormía, sentía su mirada. No había pasión, solo una compasiva tristeza infinita, más dolorosa que la ira de mi padre.
Un día me trajo una rama de jazmín. Entró en la habitación y me la ofreció.
En la calle hace primavera dijo en voz baja.
Tomé las flores y su aroma amargo llenó la estancia. Aquella noche lloré por primera vez en muchos meses.
Daniel se sentó a mi lado, sin abrazar, sin consolar, simplemente allí. Su silencio valía más que mil palabras.
La vida siguió. Nació nuestro hijo, Begoña, y después nuestra hija, Olga. Los niños dieron sentido al hogar. Al ver sus diminutos dedos y sus risas, el hielo en mi alma comenzó a derretirse.
Aprendí a valorar a Daniel: su fiabilidad, su fuerza serena, su bondad. Se volvió mi amigo, mi apoyo. Lo amé, no con la primera llama ardiente, sino con una llama tranquila, madura, soportada por el tiempo.
Sin embargo, Óscar nunca se fue. Aparecía en mis sueños. Corríamos de nuevo por el campo, vivíamos de nuevo en nuestra cabaña.
Me despertaba con las mejillas mojadas de lágrimas, y Daniel, sin decir palabra, apretaba mi mano con más fuerza. Lo sabía todo. Lo perdonaba todo.
Escribía a Óscar. Decenas de cartas que nunca envié. Las quemaba en la chimenea y veía cómo el fuego devoraba palabras destinadas a otro.
¿Le preguntaba por él? ¿Intentaba averiguarlo? No. Me daba miedo romper el frágil mundo que había construido. Tenía miedo de descubrir que él había olvidado, odiado, casado.
El miedo vencía a la esperanza.
Ahora, aquí está él, en el funeral de mi esposo. El tiempo ha borrado las marcas jóvenes de su rostro, pero no ha alterado lo esencial: sus ojos siguen tan penetrantes.
Los atos de luto transcurrieron como un sueño. Acepté condolencias mecánicamente, asentí, respondía sin armonía. Todo mi ser estaba tenso como una cuerda, sentía su presencia a mis espaldas.
Cuando todos se marcharon, él permaneció. De pie junto a la ventana, mirando el jardín que se oscurecía.
Te buscaba, Eulalia dijo, su voz más grave, con un leve carraspeo.
Te he escrito. Cada mes. Durante cinco años. Tu padre devolvía todas las cartas sin abrir.
Yo volví a ti continuó. Luego descubrí que te habías casado.
El aire se cargó. Cada palabra de Óscar se posaba como polvo sobre el retrato de Daniel, que reposaba en la repisa de la chimenea. Cinco años, sesenta cartas que podrían haberlo cambiado todo.
Mi padre comencé, pero la voz se truncó. ¿Qué podía decir? ¿Que había destrozado dos vidas con las mejores intenciones?
Él vino a mí una semana después de que nos separáramos. Puso una condición: que me fuera de la ciudad para siempre y que nunca intentara contactarte.
En lugar de denunciarme por Óscar sonrió torcido por secuestro de mi hija. Una tontería, claro, pero a los veinte años me asusté. No por mí, sino por ti.
Escuchaba y veía delante de mí a mi padre, Don Carlos, con su barbilla firme y mirada autoritaria, y al joven Óscar, perdido, humillado, pero intentando mantener su dignidad.
Me fui a una zona remota. Trabajé en una prospección geológica. Casi no había comunicaciones; las cartas tardaban meses. Creí que escapaba de todo. No puedes huir de ti mismo dijo, paseándose la mano por el cabello canoso. Escribía a tu tía, pensando que así sería más seguro. Seguro, tal vez, pero mi padre lo anticipó. No podía volver; las expediciones duraban dos o tres años. Cuando regresé, cinco años después, ya era demasiado tarde.
La habitación donde pasé cincuenta años con Daniel se volvió extraña. Las paredes, impregnadas de nuestra vida compartida, observaban en silencio. Allí estaba el sillón donde Daniel leía por las noches, la mesa donde jugábamos al ajedrez. Todo era real, cálido, mío. Entonces el fantasma del pasado irrumpió y todo tembló.
¿Y tú? pregunté, temiendo la respuesta.
Yo? Vivo, Eulalia. Trabajo, vivo en la sierra. Intentaba olvidar, pero no lo conseguía. Entonces conocí a una mujer. Buena, sencilla. Era médica en la expedición. Nos casamos. Tenemos dos hijos, Pedro y Alejandro.
Lo dijo sin rodeos, y esa simpleza me hirió más que cualquier acusación. Mi sueño, donde él siempre estaba solo esperándome, se quebró en mil fragmentos.
Él vivía. Tenía familia. No había lugar para mí.
Sentí una punzada extraña de celos. Celos del pasado que nunca tuve.
Se llamaba Catalina. Murió hace siete años, enfermedad miró más allá de la pared. Los hijos crecieron y se fueron. Volví a esta ciudad hace un año.
¿Todo un año? exclamé. ¿Por qué?
¿Qué debía hacer, Eulalia? me miró directamente. ¿Aparecer en tu hogar?
Lo había visto varias veces: en el parque, junto al teatro. Caminabas de la mano con tu marido, hablaban en voz baja. Parecías serena, en paz. No tenía derecho a romper eso.
¿Por qué has venido hoy? interrumpí, necesitaba saberlo. No quería que destruyera mi mundo recién curado.
Vi el obituario. Tu nombre lo recordé. Sentí que debía venir. No para exigir nada, sino para cerrar esa puerta, o abrirla. No lo sé.
Se acercó.
Eulalia, no te pido que olvides tu vida. Veo en esta casa, en las fotos, que has sido feliz.
Y tu esposo tiene el rostro de un buen hombre. Solo quiero saber si todavía queda una brasa del fuego que ardía en la cabaña del guardabosques.
Lo miré, al hombre canoso, cansado, que aún llevaba la chispa del joven intrépido. También al retrato de Daniel, su rostro sereno y comprensivo.
Un hombre me dio medio año de fuego, por el que lloré toda la vida.
El otro me dio cincuenta años de calor, que aprendí a valorar demasiado tarde.
No lo sé contesté sinceramente. Sólo sé que hoy he enterrado a mi marido. Y lo amé.
Él asintió, y en sus ojos hubo comprensión, no rencor.
Lo sé. Perdona. Volveré en cuarenta días, si me lo permites.
Se fue. El crujido de la puerta no trajo alivio; al contrario, la casa, vacía tras el funeral, se llenó de preguntas.
Cuarenta días. En la tradición ortodoxa ese tiempo sirve al alma para despedirse del mundo terrenal. Para mí, esos días fueron un espacio para reconciliar los mundos internos.
La primera semana desmenucé las pertenencias de Daniel. Era a la vez tortura y terapia.
Allí estaba su suéter favorito, todavía con el tenue olor a tabaco. Sus gafas sobre el escritorio, junto al libro sin terminar. Cada objeto gritaba su historia, nuestra vida medida y silenciosa.
En un cajón hallé una caja vieja. No contenía documentos ni premios, sino mis flores secas, la entrada de cine del primer encuentro y una foto descolorida. En ella aparecía yo con veintiún años.
Miraba la foto con una seriedad casi hostil. No había ni una sonrisa. Guardó ese recuerdo durante medio siglo. Me conservó tal como era, no como soñaba ser. En ese silencio guardado había más amor que en los juramentos más apasionados.
Los días pasaron. Los hijos llamaban, venían, traían alimentos. Me rodeaban con cuidados, pero su presencia aumentaba mi culpa.
Una tarde, Olga me abrazó y dijo:
Mamá, sabemos que es duro. Papá te amó mucho. Siempre decía que eres lo mejor de su vida.
Sus palabras, sinceras, me dolieron aún más. Traicionaba la memoria de Daniel con cada recuerdo de Óscar.
Dejé de dormir. Por las noches me quedaba en la silla, mirando el jardín oscuro. Dos imágenes se presentaban: la pasión fogosa de la juventud y la corriente serena de mi madurez. ¿Podían compararse? ¿Elegir una sobre la otra? Era como escoger entre el sol y el aire. Ambas son vida.
Comprendí que Óscar había errado en lo esencial. Preguntó por la brasa del fuego; sí, quedaba una brasa.
Pero en cincuenta años Daniel había construido, alrededor de esa brasa, un hogar cálido y seguro. Ese hogar se había vuelto parte de mí. Destruirlo significaba destruirme.
Al día cuarenta desperté con la certeza de que era correcto. Preparé los buñuelos de la memoria, como enseñó mi madre. Coloqué la foto de Daniel en la mesa y encendí la vela.
No sabía si Óscar vendría. No sabía qué decirle.
Después de comer, salí al jardín a podar las rosas que tanto amaba Daniel. El aire frío de otoño mordía.
Escuché el crujido del portón. Él estaba allí, en el camino, sin atreverse a acercarse más. En sus manos llevaba un pequeño ramo de margaritas silvestres, igual que las que me dio junto a la cabaña.
Hizo un paso, luego otro. Yo no me moví, solo apreté más fuerte las tijeras de jardinería.
Buenos días, Eulalia.
Buenos días, Óscar.
Me tendió las flores. No las tomé.
Gracias, son muy bonitas. Pero no hace falta.
En sus ojos había el mismo dolor de hace cincuenta años.
Amaba a mi marido dije, firme y suave. No traicionaré su recuerdo. El camino del que hablabas está cubierto de zarzas. Allí ya crece otro jardín, y lo cuidaré.
Regresé a la casa sin mirar atrás. Sentí su presencia detrás de mí, aguardando una palabra que no vino.
Algunas veces, al girarme, aún estaba allí, dejando las margaritas sobre el banco del jardín antes de desaparecer.
Cerré la puerta, me acerqué al retrato de Daniel y, por primera vez en cuarenta días, sonreí. El camino no estaba abierto; el camino había sido recorrido. Y yo estaba en casa.
Cinco años después, el mismo banco del jardín, donde Óscar dejó las margaritas, está ahora ocupado por mis nietos. Dejan allí sus juguetes, libros sin terminar y pequeños secretos. Yo ya no me siento allí sola.
El tiempo es un médico sorprendente. No borra las cicatrices, pero las alisa, convirtiéndolas en hilos plateados en la trama de la vida.
El dolor por la pérdida de Daniel se transformó en una luz serena, en una gratitud inmensa.
LaAl fin comprendí que la verdadera libertad reside en aceptar el pasado, abrazar el presente y seguir adelante con el corazón lleno de amor.






