30 de octubre de 2025
Querido diario,
Desde el noveno curso del instituto recordaba cómo, en cada clase, Almudena notaba mi mirada cruzar la sala. Sentía, incluso de espaldas, que mis ojos la atravesaban como si perforaran su piel, y cada vez que ella volteaba, nuestros ojos se encontraban como dos flechas lanzadas al mismo tiempo.
¡Almudena, la de los ojos de azabache! se reía mi amiga Lucía, siempre al pie del cañón. Ese Manuel no suelta la vista de ti, lo observo yo también.
Yo, sonriendo, le respondía que lo sentía como si sus pupilas me perforaran, y en el fondo me alegraba: me gustaba esa chica.
Tras varios días de nervios, una tarde esperé a Almudena en la entrada del instituto y, algo tembloroso, le dije:
Almudena, ¿te acompaño hasta tu casa?
Almudena se sonrojó, pero Lucía le dio un empujón y ella aceptó.
Vale, al fin parece que vamos por el mismo camino fingí indiferencia, aunque el corazón me latía como un tambor.
Mientras caminábamos, charlábamos y reíamos; mi corazón saltaba de alegría. Así nació una amistad que pronto se convirtió en un amor de instituto. En pocos meses ya todo el alumnado sabía que éramos pareja. Yo estaba siempre a su lado y, si alguien de otras clases intentaba acercarse a Almudena, la apartaba sin pensar.
Almudena siempre había sido una muchacha muy bonita. Desde el primer curso, la profesora Elena Martínez, al verla, exclamó:
¡Madre mía, Almudena, qué ojitos tan preciosos tienes!
Al acercarnos al final del bachillerato, decidimos ir a la misma universidad: la Universidad Complutense de Madrid. Aprobar los exámenes de acceso fue un éxito, y con la graduación se cerró el ciclo escolar y se abrió la vida adulta. Después de esos exámenes, le propuse:
Mañana vamos a mi casa de campo en la Sierra, quedamos a dormir. Celebremos que hemos aprobado todo.
Almudena percibía que yo estaba cada vez más ansioso por acercarnos, y aunque yo me mostraba impaciente, ella se resistía. Yo intentaba convencerla con argumentos románticos:
Somos mayores, deja los principios. De todos modos, algún día sucederá… Has leído Romeo y Julieta, ¿no? Ellos también eran jóvenes y nadie los juzgó; todo el mundo admiró su amor.
Almudena escuchaba en silencio, a veces asentía, pero el miedo le dominaba. Temía perderme, al que ya se había acostumbrado, y yo me enfadaba cuando ella dudaba.
Vamos, Almudena, decide ya le insistía.
No sé, quizá mi madre no me deje ir a la casa de campo, y mucho menos pasar la noche dijo ella.
Yo le respondía:
Entonces di la excusa de que allí estarán mis padres. ¿No puedes inventar algo?
Pedir permiso a su madre resultó complicado. La madre, al verla, dijo con dureza:
¿Qué vas a inventar ahora? No te dejaré. Sé lo que harán y después me quedaré con la culpa.
Almudena, intentando no perder la oportunidad, mintió:
Mamá, los padres de Manuel también estarán y su hermana mayor, ¿no confías en mí?
Tras una breve reflexión, la madre soltó:
Vale, ve. Al fin y al cabo, no te vigilaré. Aunque sea indecoroso que una chica se vaya a la casa de un chico.
En el autobús, nos tomamos de la mano; ambos estábamos nerviosos y pensábamos en lo que iba a ocurrir. Al llegar a la casa, Manuel me arrastró al salón donde había un sofá. Al ver el sofá, intenté liberarme:
¿Qué haces? le dije suavemente. No te asustes.
Él me tomó del brazo y, con delicadeza, me acomodó en el sofá.
No tengas miedo añadió, tirando de las cortinas para iluminar la habitación. Ahora todo está claro.
En ese instante, me lancé del sofá y corrí fuera, buscando la parada del autobús. No había ningún autobús, pero al doblar la esquina me encontré con Manuel.
Te acompañaré dijo. No quiero escuchar tus excusas.
En la fiesta de graduación no se me acercó. Lucía intentó preguntar, pero yo permanecí callado. Después de la celebración, nunca volvió a llamarme. Pasó una semana y, cansado de mi orgullo, decidí marcarle. Su hermana contestó:
Manuel se ha ido a Barcelona a estudiar. Pensaba que lo sabías…
Han pasado veinte años. Me casé con Óscar, tuvimos una hija y una vida estable, aunque a veces recuerdo a Almudena en mis sueños. Anoche volvió a aparecer en mi mente; caminábamos de la mano por un campo de margaritas y, a lo lejos, el río brillaba bajo el sol. Ella sonreía, yo la miraba con tristeza, como despidiéndome. Al final soltó mi mano y desapareció.
Desperté y miré a Óscar dormido.
Duerme como un lirón pensé. Siempre le ha gustado dormir mucho.
Aunque era temprano, me levanté y me dirigí al baño, pasando al cuarto de mi hija que dormía plácidamente, su cabello claro esparcido sobre la almohada. En la ducha pensé:
¿Por qué sigo soñando con Almudena? Cada vez que despierto me siento fuera de lugar, una melancolía me invade y me enojo con Óscar Quizá no debí casarme con él; llevamos años una vida rutinaria, sin pasión ni romance, pero todo ordenado, como un reloj.
Preparé el desayuno para Óscar, pero él ya había salido de la habitación. Mientras comíamos, sonó el teléfono. Era Lucía:
¡Almudena! Perdona la hora, sé que no duermes, pero tengo una noticia. Nuestro antiguo curso quiere reunirse; han pasado veinte años desde que terminamos el instituto.
¡Lucía! Sigues siendo la organizadora incansable. ¿Cuándo?
El sábado que viene.
Ese día íbamos a la casa de mis padres en la sierra
No importa, podemos cancelar respondió con determinación. Has faltado dos veces ya, no podemos seguir esperándote.
Tenía mis razones
Vamos, Almudena intervino Lucía. No te hagas la difícil y ven, o nos veremos obligados a ir a por ti.
¡Qué miedo me has dado! reí, aunque el corazón se aceleró. ¿Dónde nos encontramos? ¿En un restaurante?
En el restaurante de la plaza! rió Lucía. Y después celebraremos en casa de Manuel.
¡No es casualidad que haya aparecido en mis sueños! pensé al instante.
Nuestro Manuel ha comprado una mansión de dos plantas y nos invita a todos.
¿Y su esposa? pregunté, sin saber mucho de él.
Su esposa está de vacaciones en Turquía con su hijo. ¡Qué vida la suya! Yo, en cambio, estoy divorciada Así que tienes que venir.
Acepté y le pedí la dirección. Al salir, Óscar refunfuñó:
¿Qué hacen esos compañeros de clase? ¿Qué no has visto?
Yo no los he visto contesté. No necesito tu permiso; simplemente lo hago. Ya estamos cansados de la rutina, de cocinar, lavar, como si fuésemos esclavas.
Pues bien, si te sientes esclava, no te lamentes dijo con una sonrisa. Puedes comprarte un vestido nuevo, ¿no?
¡Gracias! Lo haré, tengo que verme bien.
Esa noche apenas pude dormir, pensando en la reunión y en Manuel. La expectativa me mantenía despierta.
Al día siguiente llegué en taxi, pulsé el timbre del gran portón y, tras un minuto, la puerta se abrió. Allí estaba Manuel, alto, con aspecto elegante.
¡Bienvenida, señorita! saludó con voz aterciopelada, mientras yo temblaba. Pasa, o seguirás siendo una cobarde.
Hola respondí, entrando al patio.
Me abrazó y me dio un beso en la mejilla.
¡Te ves genial! Cada día te pones más guapa, ¡casi me asusta!
Al ver sus ojos negros, me sonrojé y, bajando la cabeza, me dirigí a la casa. Él me siguió, tomó mi mano y entramos.
¡Almudena! exclamó Lucía, corriendo hacia mí para abrazarme.
Poco a poco, los invitados fueron despidiéndose, y después de la cena, Manuel me pidió ayuda con los platos.
No sé si debería dije, indecisa.
¡Yo sí! intervino Lucía. Alguien tiene que hacerlo.
Al fin acepté y, cuando todos se fueron, Manuel tomó mis manos.
Todo esto fue solo un pretexto para que te quedaras susurró. No sé por qué lo hice, pero al verte comprendí cuánto te extrañé.
Me acercó su boca al cuello y, con voz cargada de nostalgia, dijo:
Almudena, eres… eres perfecta.
De pronto, su mano se volvió firme y me empujó contra el sofá. Sentí como si me quemaran en la cara.
¡Basta! grité. No soy una pieza de diversión para ti.
Me levanté de un salto, corrí hacia la puerta y, al abrirla, escuché el timbre del móvil. Era Óscar:
¿Vienes? preguntó con su voz tranquila.
No, ya he llamado a un taxi respondí, intentando mantener la calma. Llegaré a casa, gracias.
Mientras el taxi arrancaba, escuché la voz de Manuel gritar tras de mí:
¡Te lo llevas a la mala, Almudena!
Cerré la puerta del coche y pensé:
Que se enfade, que se enfurezca. Que vuelva a su casa fría. Yo he roto, al fin y al cabo, las cadenas que me ataban.
Hoy entiendo que el amor no debe ser una prisión. Aprendí que el respeto y la libertad son la base de cualquier relación. Nunca más permitiré que la pasión ciegue el sentido del deber hacia los demás. Esta es la lección que me llevo, y que espero no olvidar jamás.







