La Pelirroja

Mi esposa, Teresa, era rubia, y yo, Alejandro, un moreno de cabellos oscuros como la noche. Nos amábamos con locura y, dos años después de la boda, nació nuestra hija.

El parto fue difícil; la pequeña se quedó enredada en el cordón y tardó en salir. Al instante la sacaron de la camilla y la llevaron a la cámara hiperbárica para que recibiera oxígeno adicional. A Teresa la trasladaron a otra habitación y sólo pudo ver a su bebé diez horas después. Cuando por fin la sostuvo, quedó paralizada de asombro. La enfermera le entregó al recién nacido envuelto como muñeca; antes de dárselo al pecho, lo dejó sobre la mesa para desenvolverse. Allí estaba

una niña pelirroja, sorprendentemente con cabellos largos y rizados.

¿Se habrá confundido, enfermera? preguntó Teresa, temblorosa.

Le doy mi palabra de que es su hija. No hay forma de equivocarse, porque la madre recoge al bebé al instante y sólo su hija estuvo un rato en la cámara hiperbárica respondió la enfermera, añadiendo con una sonrisa. Su marido también será pelirrojo y se marchó.

Teresa miró fijamente a la pequeñita sin poder creer lo que veía. Entonces el chiquillo empezó a hacer muecas, a buscar con su boquita el pecho de su madre y a llorar a todo pulmón. Teresa, torpe, intentó envolverla, pero el llanto sólo cesó cuando la acercó al pecho.

Cuando Alejandro vino a buscar a sus niñas, también se quedó mirando al infante sin decir nada.

En casa empezamos a indagar en los árbol genealógicos, llamamos a los parientes y descubrimos que la bisabuela paterna de Alejandro, de origen polaco, era una pelirroja de rizos intensos. Desde entonces, los varones de la familia habían sido morenos, como él.

Tras el primer baño, cuando Teresa secó a la bebé con una toalla y la sostuvo en brazos, Alejandro exclamó:

¡Parece un diente de león en mayo! y, aunque ya le habíamos puesto de nombre Carmen, la apodamos Diente de león, y la familia la llamó siempre así.

Carmen creció alegre; los vecinos la llamaban la risueña y sólo lloraba por razones claras. Cuando cumplió cuatro años, aparecieron los primeros pecas en su nariz.

Mamá, ¿qué son esas cositas? preguntó inocente.

Son pecas; a los ángeles les aparecen. Cuantas más tienes, más gente tendrás que ayudar respondió Teresa, dándole un beso en la mejilla. Carmen no imaginó que esas palabras la acompañarían toda la vida.

En el arenero, si algún niño empezaba a sollozar, ella dejaba sus castillos y corría a consolarlo, acariciándole el pelo y hablándole suavemente. El gesto hacía que el llanto cesara al instante, y ella convencida se creía un ángel.

Cuando los niños veían en sus manos una gran muñeca y pedían una igual a sus padres, Carmen entregaba la suya sin dudar. Al volver a casa, la muñeca misteriosamente reaparecía en su sitio, como si Teresa y la madre del otro niño, comprando helado y usando trucos, la devolvieran. Carmen creía que así debía ser, porque era un ángel.

En quinto de primaria, al regresar del colegio, vio a un anciano tropezar con los cordones desatados. Se agachó para atarlos, mientras un chico del quinto piso miraba la calle. De repente, el niño golpeó con el codo una maceta con un ficus; la maceta cayó en picado. Carmen, sin pensarlo, corrió y empujó al anciano con fuerza. Él perdió el equilibrio y cayó, justo cuando la maceta se estrelló contra él, rompiéndose en mil pedazos.

El anciano, sorprendido, pasó de la ira al agradecimiento en un instante.

¡Niña, eres un ángel! Me has salvado de la muerte exclamó, confirmando lo que Carmen ya sentía en su corazón.

Cada primavera sus pecas aumentaban. Un día, frente al espejo, observó su melena rojiza y rizada, sus grandes ojos azules, sus labios rojos y las nuevas pecas en la nariz. Con seriedad preguntó:

Mamá, ¿dónde encontraré a tantas personas necesitadas?

Teresa, sin recordar la frase de hace siete años, respondió desconcertada:

¿De qué hablas, hija? No te entiendo.

Mira mi nariz insistió Carmen. Cuantas más pecas tengo, más gente aparecerá a quien debo ayudar.

Las pecas son besos del sol, hija mía. Cada una es un beso que el sol te regala intentó explicar Teresa, sin lograr que la niña comprendiera del todo.

Sabes, mamá, tal vez el sol también me bese, pero recuerdo que me dijiste que soy un ángel y que cada peca representa a alguien que debo socorrer concluyó Carmen.

Teresa recordó su respuesta anterior, miró a su hija con asombro, la abrazó y dijo:

Diente de león, eres verdaderamente un ángel y la besó en la coronilla como si fuera una corona de oro.

De adolescente, Carmen ayudaba a los mayores a cruzar la calle, les llevaba las bolsas si vivían lejos. A veces entraba al supermercado a comprar helado y chocolate y, al ver a una anciana dudar entre leche o mantequilla, le llevaba ambos productos sin pensar en sí misma.

Una tarde, al pasar por la acera, una mujer elegante, perfumada con una fragancia de origen desconocido, caminó delante de ella. La mujer se acercó a un lujoso Lexus. Carmen, temblando, quiso preguntar por el perfume, pero le pareció una falta de educación. De repente, la puerta del coche emitió un pitido y, sin saber por qué, Carmen le agarró del brazo. La mujer, irritada, dijo:

¡¿Qué te crees, jovencita?!

¡Lo siento! balbuceó Carmen. No sé por qué lo hice, pero su perfume es tan extraordinario que quería saber

Antes de que terminara, escucharon el chirrido de frenos y el estruendo de un choque. Un coche conducido a gran velocidad por un conductor ebrio se estrelló contra el Lexus de la mujer. El capó quedó destrozado, el volante torcido y el asiento del conductor voló hacia el pasajero.

La mujer abrazó a Carmen y, entre sollozos, le susurró al oído:

Eres un ángel, mi ángel.

Ya adulta, una tarde de otoño lluvioso, Carmen llevaba una gorra con pompones, ocultaba el pelo bajo ella y se debatía entre tomar el metro o el tranvía. Un hombre detrás de ella preguntó:

Disculpe, ¿me podría indicar cómo llegar a la calle de la Paz?

Al girarse vio a un joven de cabello rojizo y rizado, empapado por la lluvia, con pecas brillando como en primavera y ojos castaños. Al verlo, Carmen no pudo contener la risa; él, sorprendido, también estalló en carcajadas. Reían bajo la lluvia o la nieve ligera, sin poder parar.

Dos años después, tuvieron un hijo con rizos rojizos, un nuevo diente de león, un nuevo ángel. Cuando cumplió cuatro años, le aparecieron pecas en la nariz y preguntó:

Mamá, ¿qué son esas?

Y Carmen respondió, como siempre:

Son pecas, aparecen en los ángeles, y cuantas más tengas, más personas tendrás que ayudar.

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