Kostik se sentaba en su silla de ruedas y miraba a través de los cristales polvorientos hacia la calle

Conrado estaba en su silla de ruedas, mirando por los cristales empañados de la ventana. No tuvo suerte: la habitación del hospital daba al patio interior, donde había una pequeña plaza con bancas y maceteros, pero casi no había gente. Además, hacía un frío de enero y los pacientes rara vez salían a pasear. Conrado estaba solo en su cama. Hace una semana su compañero de cuarto, Julián Timoteo, se dio de alta y desde entonces la casa se le quedó demasiado silenciosa. Julián era un chico muy sociable, bromista y siempre tenía mil historias que contaba como si fuera un actor de teatro; de hecho estudiaba actuación en su tercer año. Con él nunca había momento de aburrimiento. Cada día la madre de Julián, Doña Berta, le llevaba pasteles, frutas y dulces, y le compartía todo con Conrado. Con la salida de Julián, el ambiente hogareño desapareció y él se sentía más solo y sin nadie a quien acudir.

Sus pensamientos tristes los interrumpió una enfermera que entró. Al verla, Conrado se desanimó aún más: no era la simpática Dasha, sino la siempre gruñona y de semblante serio, la enfermera Lidia Araceli. En los dos meses que llevaba en el hospital, Conrado nunca la había visto reír ni siquiera sonreír. Su voz coincidía con su cara: seca, áspera, poco amable.

¿Qué esperas, Conrado? ¡Al lecho! rugió Lidia Araceli, con la jeringa lista.

Conrado suspiró, giró su silla y se dirigió al lecho. Lidia lo ayudó a recostarse y, con un rápido movimiento, lo volteó boca abajo.

Quítate los pantalones ordenó. Conrado obedeció sin protestar y no sintió nada. Lidia ponía la inyección con maestría, y él, en su interior, le agradecía mentalmente.

Me pregunto cuántos años tendrá pensó Conrado mientras ella buscaba la vena en su delgada mano probablemente ya sea una pensionista. La pensión es escasa, tiene que trabajar y por eso parece tan cascarrabia.

Lidia introdujo finalmente la fina aguja en la pálida vena de Conrado, provocando apenas una mueca.

Listo, Conrado, hemos terminado. ¿Pasó el doctor hoy? preguntó de repente, preparando su salida.

No todavía respondió Conrado con la cabeza quizá venga más tarde

Pues espera. Y no te quedes junto a la ventana; te va a soplar el aire y vas a quedar como una sardina comentó Lidia y salió del cuarto.

Conrado quiso protestar, pero no pudo: bajo esa rudeza y una extraña franqueza, percibía una chispa de preocupación. No sabía expresar eso.

Conrado es huérfano. Sus padres murieron cuando él tenía cuatro años en un incendio en la casa de su pueblo. Él fue el único que logró salir con vida; su madre, en el último instante, lo lanzó por una ventana al bosque de nieve antes de que el techo en llamas cayera sobre la familia. Así acabó en un orfanato. Tenía parientes, pero ninguno se dignó a acogerlo.

De su madre heredó una mirada soñadora y unos ojos verdes brillantes; de su padre, la altura, paso firme y talento para las matemáticas. Apenas recordaba a sus padres, solo le llegan fragmentos como escenas de película: él con su madre en una fiesta del pueblo, agitando una bandera colorida; o sentado en los hombros de su padre sintiendo el cálido viento de verano en sus mejillas. También recordaba a un gran gato rojizo llamado Mimos. Fuera de esas imágenes, no le quedaba nada; el álbum familiar se quemó en el mismo incendio.

Nadie lo visitaba en el hospital; no había a quién acudir. Cuando cumplió dieciocho años, el Estado le asignó una habitación luminosa en una residencia de estudiantes, en el cuarto piso de un edificio del centro. Le gustaba vivir solo, aunque a veces lo invadía una melancolía que le hacía llorar. Con el tiempo aprendió a tolerar la soledad y hasta encontró ventajas en ella, pero los recuerdos del orfanato seguían persiguiéndolo. Ver a niños con sus padres en los parques, en los supermercados o en las calles de Madrid le provocaba pensamientos amargos y melancólicos.

Tras acabar el colegio quiso entrar a la universidad, pero no alcanzó los puntos. Terminó en un instituto técnico, donde le gustó la especialidad y se sintió a gusto. Sin embargo, con los compañeros de clase no entabló relaciones: su carácter tímido y reservado los hacía verlo como un extraño. No había mucho de qué hablar, él prefería los libros y revistas científicas a los líos universitarios y a los videojuegos. Con las chicas tampoco había suerte; su modestia y falta de sociabilidad no encajaban con lo que buscaban. Además, a sus dieciocho años y medio todavía parecía un chico de dieciséis. Pronto se convirtió en el cuervo blanco del grupo, pero eso no le avergonzó.

Hace dos meses, corriendo por la acera helada del metro, resbaló en un paso subterráneo y se fracturó ambas piernas. Las fracturas fueron complicadas, tardaron en curarse y dolían mucho, aunque en las últimas semanas mejoraban. Conrado esperaba ser dado de alta pronto, pero le preocupaba que el edificio donde vivía no tuviera ascensor ni rampas para su silla. Tendría que seguir en la silla de ruedas más tiempo del que quería.

Después del almuerzo entró el doctor Román Álvarez, traumatólogo. Al revisar las radiografías, dijo:

Conrado, buenas noticias: tus fracturas ya están consolidándose como deben. En unas dos semanas podrás usar muletas. Ya no tiene sentido que te quedes aquí; seguirás el tratamiento ambulatorio en la policlínica. En una hora te traerán el alta y podrás irte. ¿Te recogerá alguien?

Conrado asintió en silencio.

Perfecto. Llamaré a Lidia; ella te ayudará a empacar tus cosas. Que te recuperes, Conrado, y trata de no volver a meterte en estos líos.

Conrado guardó silencio. El doctor se fue guiñando un ojo y Conrado comenzó a darle vueltas a la cabeza cómo seguir. En ese momento entró Lidia Araceli.

¿Qué esperas, Conrado? Ya te van a dar el alta dijo, entregándole la mochila que había bajo la cama vamos, prepárate. Ahora viene la enfermera a cambiarte la ropa.

Conrado metió en la mochila sus pocas pertenencias y notó la mirada curiosa de la enfermera.

¿Por qué le mentiste al doctor? preguntó, ladeando la cabeza.

¿De qué hablas? respondió Conrado, sorprendido.

No te hagas el tonto, Conrado. Sé que nadie vendrá por ti. ¿Cómo vas a llegar a casa?

Me las arreglaré gruñó.

Te quedan al menos quince días sin poder caminar. ¿Cómo piensas vivir?

Lo resolveré, no soy un niño.

Lidia se sentó en la cama junto a él y, mirándole a los ojos, le dijo:

Conrado, quizá no sea mi asunto, pero con esas lesiones vas a necesitar ayuda. No lo vas a conseguir solo. No te engaño.

Yo mismo lo haré.

No lo vas a lograr. Llevo años en esto. ¿Por qué discutes como un niño?

¿Y a qué viene todo esto?

A que vivas un tiempo conmigo. Yo vivo en las afueras de Madrid, en una casa con una escalera de dos peldaños y una habitación libre. Cuando te pongas en pie, volverás a tu casa. Yo vivo sola, mi marido falleció hace años y no tengo hijos.

Conrado se quedó boquiabierto. ¿Vivir con ella? Le parecía una idea extraña, pero ya hacía tiempo que no confiaba en nadie más que en sí mismo.

¿Qué pasa? insistió Lidia, frunciendo el ceño.

Es incómodo balbuceó Conrado.

Deja de hacerte el interesante, Conrado. No es fácil vivir solo en una silla sin ascensor ni rampas replicó la enfermera con su habitual brusquedad así que, ¿vienes a mi casa?

Conrado vaciló. Por un lado, vivir con una desconocida le parecía raro; por otro, aún no podía caminar y Lidia, aunque fuera extraña, se había preocupado por él durante todo este tiempo. Cada vez que necesitaba comer, le recordaba: Come el yogur, tiene calcio, o Cierra la ventana, no hace frío. Ahora era la única que parecía dispuesta a ayudarlo.

Acepto dijo al fin pero no tengo dinero mi beca aún no llega.

Lidia, con la mano en la cadera, lo miró confundida y luego, con cierta irritación, respondió:

¿En serio crees que te invito a vivir por dinero? Me da pena, pero es verdad.

Yo solo empezó Conrado, pero se detuvo, pidiendo perdón.

No me ofendes. Vamos a la enfermería, te dejaré allí un rato ordenó Lidia mi turno termina pronto y luego nos vamos.

La casa de Lidia era pequeña, con ventanas estrechas en marcos tallados. Dentro había dos habitaciones acogedoras; en una de ellas Conrado se instaló. Los primeros días se sentía muy tímido, casi no salía de su cuarto y evitaba molestar a su anfitriona. Entonces Lidia le dijo sin rodeos:

Deja de esconderte. Si necesitas algo, pide, aquí no hay visitas.

En realidad le gustaba: la nieve que cubría la calle, el crujido de la leña en la chimenea, el aroma de la comida casera le recordaban a su propio hogar y a una infancia feliz.

Pasaron los días. La silla de ruedas quedó atrás, luego las muletas. Llegó el momento de regresar a la ciudad. Después de una visita a la policlínica, Conrado caminaba cojeando al lado de Lidia, comentando sus planes:

Tengo que aprobar los exámenes, los trabajos He perdido tanto tiempo, es un caos. No quiero volver al instituto

No te preocupes le aconsejó Lidia el instituto sigue ahí. Empieza a entrenar ahora, el médico te dijo que reduzcas la carga en las piernas.

Durante esas semanas se fueron acercando mucho. Cada vez más Conrado pensaba que no quería dejar esa casa ni a la mujer tan buena y cálida que se había convertido en una segunda madre para él. Le costaba admitirlo, incluso a sí mismo.

Al día siguiente, mientras buscaba el cargador del móvil, se dio cuenta de que Lidia estaba en el umbral de su habitación, llorando. Conrado, impulsado por una fuerza desconocida, se acercó y la abrazó con firmeza.

¿Te quedas, Conrado? susurró entre sollozos no sé qué haría sin ti

Y él se quedó. Un par de años después, Lidia fue invitada como madrina a la boda de Conrado, y un año más tarde, en la maternidad, recibió en sus brazos a la nieta de Conrado, a quien nombró en honor a la abuela, también llamada Lidia.

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Kostik se sentaba en su silla de ruedas y miraba a través de los cristales polvorientos hacia la calle