Una mujer embarazada y sin hogar salva a una niña perdida sin saber que era la heredera de una fortuna millonaria.

12 de noviembre

Hoy, al despertar bajo la luz tenue del farol de la Gran Vía, siento el peso de la vida y la dulzura de la esperanza. Cada mañana me paro en la esquina de la calle, junto al paso de peatones, con mi vieja flauta de madera que brilla bajo el sol. El vestido está gastado, la barriga redonda de mi embarazo se hace notar, pero mi espíritu sigue entero.

Los transeúntes van y vienen, algunos me miran, otros susurran, pero yo solo sonrío y toco. El sonido de la flauta se cuela entre el claxon y el bullicio de la ciudad, y por un instante parece que todo Madrid se detiene. Los niños se quedan quietos, hasta el guardia de tráfico me dirige una mirada amable.

Cada moneda que cae en mi cántaro de metal es alimento para el día: a veces una barra de pan, a veces un tazón de arroz del puesto de la esquina. Eso basta para mí y para el pequeño que lleva dentro. Al terminar de tocar, bajo la flauta y acaricio mi vientre. Hoy lo has hecho bien, le susurro al bebé. Mañana tal vez toque cerca del parque. Una risa suave se escapa y se mezcla con el viento.

Mientras guardaba mis cosas, el estruendo agudo de unos neumáticos rasgó el ruido de la calle. Una berlina negra se acercó a toda velocidad al bordillo. La puerta se abrió de golpe y dos hombres arrojaron a una niña de no más de seis años sobre el asfalto. La pequeña cayó al suelo y empezó a llorar. Antes de que pudiera reaccionar, la puerta se cerró y el coche se perdió entre el tráfico como si nada hubiera ocurrido. La gente se quedó boquiabierta, pero nadie se movió. Solté todo y corrí.

Mis sandalias golpearon el pavimento mientras un autobús tocaba la bocina, rozando a la niña. La alcancé a tiempo, la agarré con fuerza y la protegí del tráfico. Tranquila, ya estás a salvo, le dije, intentando calmar mi voz temblorosa. La niña temblaba, su cara cubierta de lágrimas y polvo. Me han empujado, sollozó. Sentí una punzada en el pecho. No te haré daño, nada más. Ella se aferró a mi manga rasgada como si fuera su última tabla de salvación. Podía notar que hacía mucho que no comía; sus manos estaban frías y sus labios pálidos. Le quité el cabello de la frente y le dije: Vamos a buscar algo de comer.

Caminamos a un puesto de comida callejera y, con el poco dinero que había reunido, le compré una ración de arroz con garbanzos. La vi devorar con avidez, pero también con inocencia. Despacio, que la comida no se escapa, le dije con una sonrisa triste. Cuando terminó, me arrodillé y le pregunté suavemente: ¿Cómo te llamas?. Vaciló, miró sus manos pequeñas y respondió: Almudena. Me pareció un nombre precioso y sonreí.

¿Sabes dónde vives, Almudena? ¿Y quiénes fueron esos hombres? pregunté. Ella negó con la cabeza. No lo recuerdo. Solo quiero a mi papá. Mi corazón se encogió. Aquella niña no pertenecía a la calle. Quise ayudarla, pero sabía que no podría hacerlo sola. Vamos a encontrar a tu papá, le dije. Ella aceptó y tomó mi mano. Ese pequeño toque despertó en mí una chispa de maternidad que había creído perdida.

Juntas nos dirigimos a la comisaría más cercana. La gente nos miraba extrañada: una mujer embarazada sin techo sujetando la mano de una niña vestida con ropa cara. No me importó. Llegamos y le conté al guardia todo lo sucedido: el coche, los hombres, cómo la salvé del tráfico.

El guardia me miró con preocupación. ¿Cuál es tu nombre completo, niña? preguntó. Almudena balbuceó: Almudena Gómez. El guardia se quedó perplejo y, tras teclear en su ordenador, llamó a otro oficial. En pocos segundos, varios policías se reunieron alrededor de la pantalla.

¿Algún problema? pregunté con timidez. El guardia, con los ojos muy abiertos, respondió: Al contrario. Esta niña ha estado desaparecida dos días. Su padre, el señor Gómez, es un empresario muy conocido y ha presentado la denuncia. Me quedó claro que había sido secuestrada.

Los policías contactaron al señor Gómez de inmediato. Llegó en cuestión de minutos, alto, traje oscuro, con una mirada que recorría la sala hasta posarse en Almudena. ¡Almudena! gritó, corriendo hacia ella. La niña, llena de lágrimas, se lanzó a sus brazos. Él la abrazó con fuerza, dejándose caer en un llanto que parecía romper el silencio de la oficina.

El señor Gómez, agradecido, se volvió hacia mí. ¿Eres tú quien la encontró? preguntó. Asentí, algo avergonzada. Solo hice lo que cualquiera haría. Él me miró intensamente y dijo con firmeza: Lo que has hecho no lo haría cualquiera. Me has salvado la vida a mi hija. Sacó una carpeta y, con una sonrisa, me ofreció una ayuda económica. Yo lo rechacé rápidamente: No lo hice por dinero, solo quería que estuviera a salvo.

Él, sin perder la compostura, me preguntó mi nombre. Lucía, respondí, algo tímida. Lucía, has devuelto mi mundo esta noche, dijo, y con una mezcla de gratitud y orgullo me tomó de la mano. Almudena, mientras tanto, agitó la mano y me despidió con un ¡Adiós, Lucía! y un fuerte abrazo.

Al salir de la comisaría, regresé al punto donde dejé mi flauta. La ciudad estaba más silenciosa, el aire nocturno fresco y calmo. Me senté en la acera, miré las estrellas y sentí, por primera vez en mucho tiempo, que mi corazón estaba ligero.

Esa noche dormí bajo la luz del farol, con una manta delgada pero con el alma llena. El suelo frío y el mundo duro seguían allí, pero cerré los ojos sin temor, creyendo que la vida estaba a punto de cambiar.

A la mañana siguiente el aroma de churros recién fritos y el claxon del tráfico anunciaron el nuevo día. Los vendedores arrastraban sus carritos por la acera; un coche de tapas giraba entre la gente como pez en el agua. Me desperté sobre mi colchón de cartón bajo el farol, recogí mi manta y me estiré, apoyando las manos en la espalda. Mi vientre estaba más redondo y el bebé ya revoloteaba dentro como una pequeña promesa.

Ataré mi pañuelo, levantaré mi estuche de flauta y volveré al mismo rincón de la Gran Vía, al mismo sitio donde conocí a Almudena, al mismo borde de la ciudad donde me sentía invisible pero, de alguna forma, segura. Coloco mi taza metálica, beso mis dedos y toco la flauta como si fuera una promesa.

Vamos a tocar algo alegre hoy, le susurro al bebé. Las primeras notas se elevan sobre el bullicio, como una luz que atraviesa la niebla. Un chico de escuela se detiene y me echa una moneda en la taza. Una mujer con una bolsa verde murmura: Dios te bendiga, y me entrega un pequeño panecillo. Agradezco entre frases, dejando que la canción me lleve.

Al mediodía el sol está en su punto y el asfalto brilla bajo el calor. Me tomo un agua, descanso los pies hinchados y mi mente vuelve a la noche anterior: el rostro de Almudena, su miedo convertido en alivio en la comisaría, la voz de Daniel, el señor Gómez. No duermo mucho, pero el recuerdo de su gratitud me da fuerzas.

Al volver al rincón, una berlina negra se detiene de nuevo, como si fuera parte de una película. El conductor abre la puerta y grita mi nombre. Almudena salta del coche y corre hacia mí, los brazos abiertos, el pelo ondeando. ¡Has venido!, exclamo, riendo mientras la abrazo.

Daniel, ahora con una camisa blanca y los puños arremangados, nos saluda con una sonrisa cálida. Buenas tardes, dice, no quiero interrumpir nada. A su lado aparece una mujer alta y elegante, con un vestido ceñido y gafas de sol descansando sobre la cabeza. Esta es Violeta, mi esposa, presenta el señor Gómez. Violeta asiente con frialdad educada.

Almudena, con una chispa de determinación, agarra mi mano y dice: Vamos a llevarte con nosotros. Yo parpadeo, incrédula. ¿A dónde? Pregunto. Daniel, con una ligera timidez, responde: A un lugar donde podamos cuidar de ti y de la niña. Violeta, tras una breve pausa, murmura: Si eso tranquiliza a la niña, lo haremos.

Acepto, aunque el miedo me revuelva el corazón. Mientras el coche nos lleva lejos de la Gran Vía, el paisaje de Madrid pasa veloz: puentes, carteles luminosos, vendedores ambulantes que cruzan el tráfico como peces en el río. Miro cómo mi esquina se encoge en el retrovisor, el farol, la acera, el rincón donde la flauta reposaba.

En el interior del coche, Almudena me cuenta que en la casa hay una fuente que canta, una cocina que huele a tortilla española por las mañanas y un cuarto con una ventana donde el sol entra como una cuchara de oro. El señor Gómez, por su parte, me mira con gratitud y me dice: Has devuelto mi mundo.

Al llegar a la mansión, el jardín con una fuente burbujeante nos recibe. El agua salta como una risa y, sin querer, aprieto la mano de Almudena, sintiendo su calor. Dentro, los pisos relucen, los cuadros adornan los pasillos y una señora de cabellos recogidos nos recibe con una bandeja de refrescos.

Me asignan una habitación sencilla, con cortinas blancas y una cuna pequeña. En la ventana cuelga un móvil de estrellas que gira lentamente. Almudena, entusiasmada, trae a la cocina un frasco de manteca de karité y me muestra el armario donde guardaremos la ropa de la bebé.

Esa noche, mientras el bebé duerme, me siento en la ventana y toco la flauta. Las notas son suaves, como una oración sin palabras, y el pequeño latido dentro de mí se sincroniza con la melodía. Hogar, susurro, probando el sonido de la palabra.

Al día siguiente, la luz del amanecer inunda la habitación y el canto de los pájaros llena el aire. Me levanto, acaricio mi vientre y digo: Buenos días, mi vida. Hoy estamos seguros. Almudena corre a mi lado, con su risa contagiosa, y me pregunta si vamos a la escuela. Acepto, con el permiso del señor Gómez, y nos vamos al coche.

El viaje al colegio es tranquilo; el señor Gómez me acompaña y me dice que está orgulloso de mí. Almudena, con sus trenzas que brillan bajo el sol, me abraza antes de entrar al aula.

Los días se suceden con una rutina que nunca había imaginado: trabajo, escuela, comidas en la gran comedor, paseos por el parque, y cada tarde, al volver a la esquina de la Gran Vía, toco mi flauta y el sonido se mezcla con el latido de la ciudad. La gente ahora me reconoce, me sonríe y, a veces, me ofrece una moneda extra.

Una tarde, mientras devolvía una manta a la lavandería, escuché la voz de Violeta al otro lado de la puerta, discutiendo por teléfono. Palabras como secuestro y plan resonaban. Mi corazón se aceleró. ¿Qué está tramando? pensé. La conversación confirmaba mis temores: Violeta había planeado secuestrar a Almudena por celos, quería recuperar su lugar en la familia.

Corri al despacho del señor Gómez y, con lágrimas en los ojos, le conté lo que había escuchado. Él, sorprendido, me miró seriamente y prometió investigar. Esa noche, mientras la casa estaba en silencio, me senté junto a la ventana y escuché el susurro de la fuente. El bebé dentro de mí daba una patadita, como si supiera que algo se avecinaba.

Al día siguiente, el inspector llegó a la mansión. Violeta, con una expresión forzada, se sentó mientras le interrogaban. Las pruebas eran claras: llamadas, transferencias bancarias, todo apuntaba a ella. Finalmente, la detuvieron. El señor Gómez, con una mezcla de alivio y tristeza, me tomó de la mano y dijo: Gracias por no quedarte callada.

Almudena, con su inocente curiosidad, me abrazó y me dio las gracias por salvarla. Yo, con la voz temblorosa, le respondí que eso es lo que hace la familia.

Los meses pasaron y el bebé llegó. Una mañana, cuando una ola de contracciones me sacudió, el señor Gómez y Almudena me ayudaron a llegar al hospital. La enfermera, con una sonrisa, anunció que era un niño. Un pequeño milagro, exclamó. Almudena, emocionada, lo llamó Esperanza.

Ahora, la vida ha tomado un giro inesperado pero lleno de luz. Cada día me despierto bajo el mismo farol, pero ya no estoy sola. Tengo al señor Gómez, a Almudena, y al pequeño Esperanza que duerme en su cuna bajo la estrella móvil. La flauta sigue en mi mano, y cuando toco, el eco llega hasta el patio, al jardín y al corazón de la ciudad.

A veces, al mirar el reflejo del agua en la fuente, pienso en lo lejos que he llegado. Una mujer sin techo, ahora cuidadora, madre y amiga. La vida es un acorde inesperado, pero, como la flauta, siempre hay una melodía que nos guía.

Lucía.

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MagistrUm
Una mujer embarazada y sin hogar salva a una niña perdida sin saber que era la heredera de una fortuna millonaria.