Lucía criaba a su hijo sola. Tras el nacimiento descubrió que su marido, un auténtico fiestero, la había dejado, y se divorció al instante. El único apoyo que le quedaba era su padre, que también se hacía cargo del niño y de los gastos. Sin él, Lucía no sabía qué habría hecho.
Después del divorcio el dinero escaseaba a más no poder; el excónyuge no pagaba la pensión. Lucía se vio obligada a buscar trabajo. Entonces el abuelo, tras exhalar profundamente, le dijo:
Bueno, si es lo que hay, ve a currar. Yo me quedaré con Luisito. No te preocupes, que lo tengo.
Y así Luisito pasaba todo el día con el abuelo. Lucía, a veces celosa, notaba lo apegado que estaba el niño a su abuelo, mientras ella se quedaba sin tiempo para él tras largas jornadas.
Una mañana, mientras se preparaba para ir a la oficina, Luisito se levantó de golpe y, con una sonrisa de oreja a oreja, le anunció:
¡Hoy vamos a buscar setas con el abuelo, ¿vale?
Lucía, girándose hacia el abuelo, preguntó:
¿De verdad, papá? ¿A dónde vamos esta vez?
Al bosque de la Sierra de Guadarrama, dicen que están los níscalos.
El abuelo de Lucía era un aficionado de la caza de setas y de la pesca, y desde niño había inculcado a su nieto esas aficiones. Lucía, sin objeciones, respondió:
Pues nada, solo que no pasemos de madrugada, ¿de acuerdo?
Cuando ya estemos cargados de setas, juntaremos un par de cubos y nos iremos a casa, ¿eh, Luisito? guiñó el abuelo.
Llegaron hasta la última parada del autobús y luego siguieron a pie. El bosque empezaba justo al salir de la ciudad, y a un niño de siete años como Luisito no le resultó difícil caminar.
Cuando aún no habían entrado al bosque, se les cruzó un coche.
¡Eh, Antonio! ¿Te vas a los setas otra vez? gritó el conductor, reconociendo al abuelo.
Antonio, que en realidad se llamaba Antonio “Tito” y era un viejo conocido del abuelo, contestó:
Sí, he escuchado que hay níscalos por todas partes.
En el Guadarrama ya los han pillado todos. Mejor ve a la zona de Turcán, allí sí que hay. Yo voy para allá, ¿te llevo?
Claro, si no es mucho problema.
Antonio dejó a Antonio y a Luisito a la orilla del bosque de Turcán. Acordaron que regresarían en coche compartido y, si no podían, llamarían a Antonio, que los recogería.
Luisito, charlandote con el abuelo, avanzaba por el bosque. Le encantaba pasear con él; el abuelo siempre tenía una respuesta para cada una de sus mil preguntas, y para Luisito era un héroe que lo sabía todo.
Las setas, efectivamente, abundaban. Embriagados por la búsqueda, se internaron cada vez más, cuando de pronto el abuelo, con un gesto ridículo, perdió el equilibrio y cayó al suelo.
Luisito no se asustó al principio. Acercándose al abuelo, preguntó:
¿Te has tropezado, abuelo?
El abuelo quedó inmóvil, sin responder. Entonces el niño sintió miedo. Con un gran esfuerzo volteó al abuelo sobre su espalda y empezó a sacudirlo, pero no hubo reacción. Luisito gritó con todas sus fuerzas:
¡Abuelo, levántate! ¡Vamos, muévete! ¡Me da miedo, abuelo, levántate!
Al atardecer, Lucía volvió a casa y no encontró a los dos en la mesa. Llamó al abuelo, pero el móvil estaba fuera de cobertura.
¿Qué habrá pasado en el bosque? pensó, empezando a preocuparse.
En una hora su ansiedad se transformó en pánico; dos horas después ya estaba en la comisaría, sollozando mientras trataba de convencer al oficial de guardia. Este, compadeciéndose, escuchó: «¡Niño y abuelo perdidos en el bosque!». Inmediatamente llamó a los voluntarios de rescate.
Los voluntarios actuaron con rapidez. En menos de dos horas, el primer grupo, acompañado por Lucía (que se rehusaba a quedarse en casa sin noticias) y varios agentes, se internó a buscar en el bosque pero había llegado al bosque equivocado, al de la Sierra de Guadarrama.
Luisito gritaba desconsolado al ver a su abuelo inmóvil. Entonces se dijo a sí mismo:
Tranquilo, chaval, ¿qué diría el abuelo? No pierdas la cabeza. Respira, respira y mantén la calma.
Se dio una palmada en la cara, lo que le sirvió para dejar de llorar.
Primero hay que comprobar si respira se recordó. Eso es lo que más me asusta: ¿y si no lo hace?
Superado el miedo, apoyó su cabeza en el pecho del abuelo. A duras penas, el pecho se elevaba.
¡Respira, respira! exclamó aliviado. Solo había que esperar a que recobrara la conciencia.
Luisito intentó llamar a su madre, pero no había señal. Así que se quedó allí, aguardando.
La noche caía. Mientras esperaban, recordó todo lo que su abuelo le había enseñado sobre sobrevivir en el bosque.
Si se hace de noche y el abuelo no despierta, morirá de frío. No me he quedado todo este tiempo sin aprender nada, ¡tengo que actuar!
Sacó un encendedor de su mochila y, siguiendo los pasos que siempre le enseñó, juntó ramitas finas y encendió un fuego. No fue inmediato, pero al fin la llama se alzó.
Ahora a juntar leña antes de que anochezca, y que dure toda la noche.
Empezó a romper ramas de los pinos, cargándolas y colocándolas bajo el abuelo.
No vas a congelarte, abuelo. Con estas nos cubriremos, tal como me enseñaste.
El miedo nocturno le hacía temblar, y los ruidos del bosque le sacaban la voz. Se acurrucó contra el lado cálido del abuelo, cubriéndose con una manta de piel de oveja.
Cuando el fuego empezaba a apagarse, Luisito, como un héroe de película, se arrastró fuera de la manta y lanzó más leña.
Lo recuerdo, abuelo, el fuego nunca debe apagarse.
A la mañana, tomó un termo de té y le dio a su abuelo la mitad, levantándole la cabeza.
Necesita agua, sin ella no hay nada pensó mientras buscaba una fuente cercana.
A pocos pasos había un manantial. Al girar vio un arbusto con bayas rojas.
Son bayas de lobo, no se comen recordó el consejo del abuelo. Pero me servirán para otra cosa.
Llenó el termo con esas bayas y siguió hacia la fuente, dejando tras de sí un rastro de pequeñas perlas rojas.
La búsqueda del niño y el abuelo en el Guadarrama se prolongó tres días. El bosque fue rastreado una y otra vez. Voluntarios de toda la comunidad de Madrid llegaban al saber del caso.
Luisito y su abuelo parecían haber desaparecido bajo el agua.
Lucía, con tres noches sin dormir y ojeras tan negras como el café, corría entre los equipos de rescate, suplicando que no cesaran la búsqueda. Evitaba el bosque a toda costa, pero el miedo por sus seres queridos le daba energía.
Al cuarto día, los voluntarios empezaron a perder la esperanza. Uno, armándose de valor, se acercó a Lucía y le dijo:
Según las estadísticas, después de tres días de búsqueda en el bosque las probabilidades de encontrar a los desaparecidos con vida son escasas. Además, ya revisamos todo. Detrás del bosque hay un pantano; tal vez haya que buscar allí
¡No! gritó Lucía. Mi padre conocía bien la zona, nunca habría llevado a Luisito al pantano. ¡Están vivos, los sé! ¡Hay que seguir buscando!
Al quinto día, Lucía salió del bosque tambaleándose. Un coche frenó bruscamente y de él descendió José, un viejo amigo del padre de Lucía.
Lucía, parece que no eres tú misma. ¿Qué está pasando aquí? preguntó, mirando los vehículos de los voluntarios.
Al escuchar la historia, José se puso pálido.
Hace cinco días llevé a Luisito y al abuelo hasta el bosque de Turcán.
¡Vengan todos aquí! exclamó Lucía.
Unas horas más tarde, un estudiante voluntario, parte del equipo que recorría Turcán, percibió un leve humo. Se acercó y encontró, junto al fuego casi apagado, dos figuras cubiertas por una manta.
¡Alonso! llamó en voz baja al recién hallado.
El joven quedó asombrado cuando una de las figuras, que resultó ser Luisito, se movió.
¡Qué tardanza! El abuelo se ha despertado varias veces, le he dado agua y pan. Está vivo, solo está inconsciente dijo Luisito con voz temblorosa.
El chico, con el rostro empapado de sudor, miró a su madre que, entre lágrimas, veía cómo los socorristas subían al abuelo en una ambulancia.
Abuelo, sigue vivo, te necesito. Tienes muchas lecciones que darme todavía susurró Luisito.






