Yo, que conozco a la familia de la Natividad desde hace años, les voy a contar cómo acabó la discusión entre ella y su hija Cayetana, y cómo volvió a quedar todo en paz.
Mamá, entiendo todo, pero ¿de verdad era tan difícil avisar con antelación? Ya tenía cita con el peluquero, él me había reservado una hora. Por tu culpa lo estoy fallando. No puedes hacerte la abuela sólo cuando te viene en gana. O eres siempre abuela, o no lo eres en absoluto se quejaba Cayetana.
No puedo simplemente tirarme a la calle y volver atrás. No tendré tiempo, no lo consigo intentaba excusarse Natividad.
¿Y yo qué hago? Tengo la cita, ya he pagado el depósito. ¡No me lo devuelven si no voy! replicó Cayetana, como si la madre la hubiese atado a una silla.
En realidad, a los ojos de Natividad, la culpa era de Cayetana, que se había acostumbrado a que todo el mundo acudiera a su llamado al primer toque de dedo. Creía firmemente que, al ser madre joven de dos niños, el resto debía adaptarse a ella.
Busca a alguien que te ayude, o cancela la cita concluyó Natividad con tono conciliador. Yo no puedo hacer nada.
Vale Cayetana pensó en marcha rápida. Preguntaré si puedo pasar la cita para mañana o pasado. ¿Te alcanza para volver a tiempo?
Natividad se quedó en blanco. Quiso decir que sí, pero algo la detuvo: los últimos restos de dignidad que todavía le quedaban.
No, Cayetana. Regreso el martes, en cinco días.
¿En cinco? Pero aquí el viaje dura como máximo una hora y media.
Sí, pero he quedado con mis chicas. No puedo abandonarlas.
Entonces a mis nietos sí puedes espetó Cayetana, furiosa. Tus hijas comerían el asado sin ti, ¿no? Pero entiendo, es cuestión de prioridades. Claro, algunas abuelas valen más que la familia. Ya sabes, mamá, si no nos necesitas, no nos volverás a ver. Perdona el mal rato.
El sonido del coche se escuchó. El corazón de Natividad se encogió. Sabía que Cayetana le hablaba con dureza, pero también temía perder a su única hija. Tanto era su temor que estuvo dispuesta a abandonar el complejo vacacional y volver a la ciudad solo para no pelear con ella.
Natividad crió a Cayetana sola. Cuando la niña tenía ocho años, falleció su padre y la madre trató de compensar la ausencia con regalos y cariño desbordante. Ese mimoso exceso terminó destruyéndola.
Todo cambió cuando Cayetana empezó a vivir con su pareja, Julián. Antes, sus caprichos podían justificarse como adolescencia; ahora era una mujer adulta con un hombre que no lograba entenderla.
Julián trabajaba en un taller de electrodomésticos del barrio de la Latina, ganaba bien, mientras Cayetana no tenía empleo. Cuando quedó embarazada, el dinero escaseó y comenzaron los pleitos.
¡Está de coña! soltó Cayetana a su madre, sacando ropa del maletero. Me dice que no vuelve a casa por la noche. Dice que ha encontrado un curro como guardia, pero yo sospecho que se ha ido a otro sitio.
Cayetana él no es así. Tú misma querías que ganara más. Ahora se está ingeniando intentó tranquilizarla Natividad.
Lo que quería era un curro diurno. Un hombre normal debe pasar la noche en casa, al lado de su mujer. Hay tiempo para complementos después del trabajo y los fines de semana. No puedo vivir con un hombre que se ruele de noche. seguía la hija, sin pausa.
Así se volvieron sus discusiones rutina. Al día siguiente, Julián llegaba con un peluche o un ramo, Cayetana le gritaba por gastar el presupuesto familiar en chucherías, pero al final lo perdonaba y volvía a su lado. Una o dos semanas después, todo se repetía.
Natividad llegó al punto de cansarse de ser la tercera pieza en ese triángulo. Cuando Cayetana volvió una vez más con sus maletas, la madre la dejó fuera de la casa. Entonces la hija, furiosa, respondió:
Qué bien, entonces a mí me das la espalda. ¿Te importa que mi hija se quede a la intemperie? dijo bajo la puerta.
Los vecinos la miraban con vergüenza, y ella temía por su hija. Después de eso Cayetana no volvió a marcharse de la casa de Julián.
Con el nacimiento del primer nieto surgieron nuevos problemas. Cayetana se volvió más irritable, culpando a las hormonas y a la depresión posparto. Dejaba al niño al cuidado de la abuela sin pedir ayuda, simplemente lo exigía.
Mamá, llévatelo al menos un día, o lo mato. No soporto más esos llantos. Necesito salir, ir al salón de belleza. exclamó, irritada.
En esos momentos la hija aceptaba un no con gruñido, pero al día siguiente volvía a llamar como si nada y nunca amenazaba con cortar el vínculo con sus nietos.
Probablemente la causa estaba en la suegra. Cuando Natividad no podía cuidar al nieto, Cayetana recurría a Luz, la madre de Julián, con quien también mantenía una relación tensa.
¡Ya está harta! imitó Cayetana la voz chillona de Luz. Le dice a Julián que no se olvide de que tiene hogar, que lo espera. Da a entender que ella lo quiere de vuelta bajo su techo.
Cuando el niño cumplió cuatro años, Luz se mudó a otra provincia. Cayetana, con dos hijos a cargo, se quedó sin apoyo y se desesperó. La solución la encontró cargando todo el peso sobre Natividad y eliminando cualquier rechazo posible.
Natividad adoraba a sus nietos, pero también tenía su vida. No estaba jubilada, le gustaba salir con sus amigas, y después del primer marido no soportaba a los hombres mayores. Para Cayetana no existían intereses ajenos, solo sus demandas.
Mamá, necesito que cuides a Maximiliano y a Sergio. Los llevo dentro de una hora decía, sin por favor ni si cabe.
Natividad trabajaba a distancia, lo que le permitía organizarse, aunque no siempre lo lograba. Cuando no encontraba hueco, Cayetana pasaba al chantaje.
Claro, tus asuntos son más importantes que la familia respondía ella, hiriendo. No te molestaremos más.
Después de eso Cayetana se hacía la callada. No llamaba ni escribía. Natividad sabía que su hija estaba equivocada, pero le aterraba perder la conexión con la familia y, al fin y al cabo, daba el primer paso para reconciliarse: tomaba días de enfermedad, cancelaba planes con sus amigas, cedía entradas al teatro.
Así sucedía siempre, pero no esta vez.
Hace unos días Natividad llegó a la Costa del Sol con dos amigas, Marta y Elena, con su merecido permiso de vacaciones. No avisó a Cayetana, temiendo su reacción y esperando que la semana transcurriera sin sobresaltos.
Error. Cayetana necesitaba urgentemente ayuda porque tenía cita con la peluquera y no había podido consultar a Natividad. La hija creía que su madre debía lanzarse de inmediato. Natividad, en cambio, sabía que físicamente no lo lograría, sin contar los gastos de desplazamiento, y ya estaba lista para descansar. ¿Por qué tendría que abandonar todo como una perra entrenada?
Afligida, Natividad intentó distraerse, volver a su ocio, pero no lo consiguió.
¿Por qué tan amargada? preguntó Marta mientras ponía carne en la barbacoa. ¿Qué pasa?
Natividad le explicó todo: la llamada de su hija, la imposición, el temor a la nueva etapa de silencio y, peor aún, la posibilidad de que todo empeorara. Marta y Elena le dieron su opinión.
Mis problemas tampoco son un regalo, pero al menos se portan con discreción comentó la segunda. Yo ya no aguantaría y les daría el total ignore.
¿Y de qué sirve? Si dejan de hablar conmigo, ¿quién gana? replicó Natividad. ¿A quién le sirve a mi hija que la ayude si no soy yo?
¿A ti quién te ayudará si no lo haces tú? refunfuñó Marta. La suegra está lejos, los niños siempre tienen algún problema. Si ella aparece de repente, todo cambiará, porque entenderá que no es solo tu necesidad, sino la suya también.
Durante media hora debatieron. Natividad aceptó que sus amigas tenían razón. La suegra se había mudado, la familia del marido de Cayetana estaba cortada, no podía pagar una niñera y la única opción era la madre infatigable a la que ya le habían llegado los ultimátums.
Las dos siguientes semanas fueron de angustia. Natividad miraba el móvil sin recibir noticias de su hija. Ya casi estaba a punto de llamarla primero, cuando una mañana sonó el teléfono.
Mamá, hola. Sergio tiene fiebre, necesito que lo cuides dijo Cayetana como si nada. Quería coger un día de baja, pero el trabajo me tiene atado. ¿ Puedes ahora?
Era la primera vez que la petición de Cayetana salía de su habitual imposición.
Natividad podía haber tomado el día libre y dejarlo todo, pero se preguntó si, si ella enfermaba, ¿quién la cubriría? Apenas había margen.
Cayetana, lo siento mucho, pero yo también tengo un cúmulo de trabajo Entiendo que te gustaría que te ayudara, pero si me hubieras avisado ayer dijo, con un hilo de pausa esperando la explosión que nunca llegó.
Pues quién lo iba a decir, que a Sergio le suba la temperatura respondió Cayetana, ligeramente irritada. Mamá, ¿podrías al menos el fin de semana? Por favor, intentaré arreglar mi carga.
Cayetana no se volvió una monja, pero aceptó el rechazo y buscó un compromiso. Natividad vio allí un pequeño paso hacia adelante y decidió corresponder.
El fin de semana puedo, no tengo planes todavía.
Perfecto, lo tendré en cuenta. Gracias.
La conversación no fue perfecta, pero, por una vez, madre e hija lograron un acuerdo sin chantajes ni sacrificios extremos.
Desde entonces Cayetana pregunta si a Natividad le resulta cómodo cuidar a los niños y la agradece con té y sus galletas favoritas. A veces vuelve a presionar, pero al menos lo hace con cariño y no con extorsión. Natividad sigue cediendo cuando es necesario, pero ahora, cuando siente que la están aplastando, dice que no y se protege. La ayuda debe ser voluntaria, no obligada, y quien la requiere es quien la pide.






