A pie por la nueva ruta
Querido diario,
Hoy salí del portal de la antigua fábrica de rodamientos de Zaragoza, con el talón del bolsillo estrecho donde guardaba el último recibo. Las puertas, que habían visto mis pasos durante treinta y dos años, estaban vacías, como un hueco en la rutina. Sobre los álamos que bordean el canal, las hojas amarillas volaban al viento, arrastrándolas contra el cercado. Sabía que al día siguiente ya no habría guardias; sólo quedaban de turno hasta fin de mes, mientras retiraban la maquinaria.
En mi pequeño apartamento de una sola habitación, en el sexto piso, me esperaban una taza de té tibio y el silencio del vestíbulo. Me senté a la mesa, extendí los recibos: gas, teléfono y la cuota del fondo de mantenimiento. Con el dinero que tengo, puedo cubrir uno o dos meses, luego tendré que decidir cómo pagar. El Servicio Público de Empleo Estatal promete mayor protección a los prejubilados, pero mi historial como tornero de máquinas no entusiasma a los empresarios locales. Las cotizaciones son altas, perdón me repiten cortésmente.
Una semana después, acudí a la oficina de empleo. La asesora ajustó mi credencial y, con voz monótona, enumeró las opciones de reciclaje para mayores de 55 años: vigilante, empaquetador de almacén, conserje. En una carpeta había un folleto brillante con letra diminuta sobre las bonificaciones aprobadas en 2024. Protección con protección, pero sin vacantes. Salí a la calle sin saber a dónde ir y, sin pensarlo mucho, caminé hasta el paseo del Ebro. Allí un grupo de adolescentes escuchaba a un guía del centro provincial que hablaba del antiguo almacén del mercader Ladín. Me atrapó que sabía más que yo: mi bisabuelo transportaba durmientes allí, hasta que el incendio de 1916 lo redujo a cenizas.
Al atardecer saqué del armario el viejo archivo familiar: postales, una pila de fotos amarillentas, cuadernos de mi abuelo. Las páginas olían a papel seco y polvo. En una nota, mi abuelo trazó el camino de la estación a la lechería: por los postes de kilómetro, a través del desfiladero de Ratones. Lo leí rápido y sentí una chispa de curiosidad. ¿Y si mostraba la ciudad como la recuerdan los viejos patios, sin pretensiones y con honestidad?
Puedes presentar la solicitud de acreditación hasta marzo dijo sin mucho interés una empleada del Departamento de Turismo, mientras doblaba un folleto. Después, trabajar como guía sin credencial está prohibido por la normativa federal. Hay programas, pero escasos en nuestra zona.
Le entregué un borrador de la ruta: Estación, Bajada de Ladín, Arroyo del Cuero. Asintió sin mirarme: Lo anotaremos.
Diez minutos después ya estaba en el corredor, observando las paredes descascarilladas. El papel con la ruta quedó sobre la mesa, apretado con una grapadora.
Al día siguiente salí al centro con mi cuaderno. En el kiosco de pan, el viejo ferretero Federico vendía manzanas de su huerto. ¿Planificando excursiones? bufó. A la gente le falta trabajo, no historias. Registré: «El kiosco está en el sitio de la columna de bomberos de los años 1890, cimiento de piedra verificar». La nota parecía tenue, pero cada línea le dio sentido al día.
Al anochecer llegué a la Biblioteca Municipal de la Plaza del Ayuntamiento. El salón de lectura cerraba a las nueve. La jefe de servicio, Dolores García, me mostró el estante de Historia local y suspiró: Sólo lo consultan los estudiantes y, aun así, bajo cita. Me sumergí entre los informes del ayuntamiento de 1914 y el anuario Río y Puerto. Los nombres y fechas saltaban de las páginas; una alusión destacó: el puente construido por artesanos de la fundición duró apenas dos años antes de ser arrasado por una inundación.
Tres semanas más tarde volví al ayuntamiento, con el cuaderno ya lleno de anotaciones. El subdirector de Cultura hojeó las primeras páginas y, mirando su móvil, comentó: Tenemos aprobado el itinerario Centro histórico, el presupuesto ya está asignado. Tus datos son interesantes, pero primero consigue la acreditación de guía. Inténtalo en primavera, si prolongan la financiación. Sentí una mezcla de frustración y terquedad. Si no me impiden buscar, seguiré.
Una mañana de noviembre, cuando la hierba se tornó gris por el escarcha, me encontré en la entrada del edificio con el antiguo maestro de turnos, Nicolás. Se dirigía a una obra como ayudante y preguntó: ¿Sigues corriendo tras los libros? Sí respondí. Hay cosas que no dan ganancias, pero ayudan a vivir. Él encogió de hombros, pero ofreció: Te presto mi cámara, por si sirve.
En el Archivo Municipal olía a yeso húmedo y cal fría; la calefacción apenas calentaba. Sentado en una mesa de aglomerado, revisaba los periódicos Vida del Campo de 1911. Los anuncios de ferias se mezclaban con notas sobre carteras perdidas. Con lápiz, anoté un resumen sobre el lanzamiento de la conca, una línea de caballos tirando vagones desde la estación hasta la plaza mayor. No aparecía en los libros de historia; tal vez fue demasiado corta para recordarla, pero ese pequeño detalle ya modificaba mi visión.
Al volver a casa, la tetera cantó y la pantalla del portátil mostraba el coste de los cursos profesionales: catorce mil euros, incluso con subsidio resulta caro. Sin embargo, el pensamiento de la ruta no me abandonaba. La radio anunciaba nieve: la primera decena de diciembre prometía bajo cero. Ajusté el cuello de mi chaqueta y busqué en el armario una carpeta vieja para no perder papeles al día siguiente.
El cinco de diciembre, cuando las primeras neves danzaban sobre la plaza, estaba otra vez en el archivo, casi solo. El archivero sacó una caja pesada con fotos de una exposición industrial prerrevolucionaria. Al pasar las tarjetas, mi mirada se detuvo en una imagen brillante: un pabellón lleno de gente con gorros de cocinero y, al fondo, un pequeño vagón con la inscripción «Línea Laguna». Los rieles conducían a la estación, y un robusto guardia patrullaba la acera. Me quedé helado. Ni en los manuales ni en la monografía Línea Laguna aparecía; yo tenía la prueba de la primera, aunque breve, ramal de tranvía de la ciudad. Guardé la foto en un sobre, la metí en el bolsillo interno. La excursión debía comenzar, aunque tuviera que construirla de cero. No había vuelta atrás.
Con la única evidencia de la línea esa foto en el sobre sentí que cargaba un vagón entero. Al salir del archivo, no me dirigí a mi piso, sino a la biblioteca; el escáner funcionaba sin problemas y Dolores no hizo preguntas. En cinco minutos la tarjeta se convirtió en un archivo nítido con sello de fecha «20 de julio de 1912». Comparé la caligrafía «Línea Laguna» con la anotación de la conca que había leído antes; coincidían.
Al anochecer envié la imagen a mi móvil y la publiqué en el grupo de WhatsApp del barrio «Nuestro barrio, nuestra ciudad»: «Compañeros, ¿habéis oído hablar de esta línea?». Añadí: «Recolecto material para una excursión». Los primeros mensajes fueron emojis, interrogantes y un escéptico que escribió «Photoshop». Pero al día siguiente el profesor de historia, Tomás Tolchaco, pidió una copia para su club escolar, y el administrador del grupo sugirió hacer una nota breve.
Dos días después, el subdirector de Cultura que había hojeado mi cuaderno me llamó. Su voz estaba tensa pero cortés: Queremos ver el original. Acordamos encontrarnos en el ayuntamiento. En la recepción olía a grapadora y a linóleo viejo. El funcionario, mirando el reloj, pidió que dejara la tarjeta para verificar autenticidad, pero yo negué rotundamente: No puedo dejarla, pero puedo mostrarla y enviar un escaneo. Mi obstinación dio resultados: me invitaron a asistir a la próxima sesión de la comisión de acreditación, el 18 de diciembre. Sin la acreditación, cobrar por la excursión sería ilegal.
Quedaba una semana para la comisión. Cada mañana recordaba los máquinas donde cada pieza encajaba a la perfección. Aquí no había ranuras, pero sí lógica: cerrar las dudas ajenas con hechos. Imprimí la ruta, añadí una parada en el antiguo depósito y llamé a Nicolás: ¿Me prestas la cámara? respondió, y el domingo, bajo el crujido del hielo, recorrimos todo el trayecto, desde la estación hasta el parque donde antaño convergían los rieles. Nicolás disparaba, quejándose del frío en sus manos, y al final confesó: Es curioso caminar cuando tienes algo que contar. Sus palabras me calentaron más que los guantes.
La comisión se reunió en el auditorio del instituto: tres expertos, un representante de la comunidad autónoma y una docena de aspirantes. Yo llevaba el dossier con fotos, escaneos de periódicos y la extracción del fondo archivístico. Primero preguntaron por normas de seguridad, derechos del turista y los papeles de la ruta. Luego, con una sonrisa, pidieron el toque especial. Saqué la foto de la Línea Laguna y expliqué brevemente cómo la ramal se extendió solo ocho cuadras, y tras la inundación se desmanteló, por eso casi nadie la recordaba. Una experta sugirió: Este relato podría incorporarse al programa municipal. El veredicto llegó tras media hora: ocho candidatos aprobados, entre ellos yo, Sergio Navarro. Me entregaron la acreditación provisional, una tarjeta laminada con el escudo de la comunidad.
Al día siguiente colgué la credencial al pecho y publiqué el anuncio: «Excursión a pie El tranvía que no existió domingo, punto de encuentro en la antigua caseta del reloj municipal». El precio fue simbólico: ciento cincuenta euros por persona. Al mediodía se inscribieron doce vecinos, entre ellos la bibliotecaria, el profesor Tolchaco con dos adolescentes y, para mi sorpresa, la secretaria del subdirector de Cultura. La nieve caía ligera, sin viento, y el pavimento crujía bajo los pasos del grupo.
Hablé con la claridad de quien dirigía una cuadrilla antes de poner en marcha una máquina: sin exagerar, sin rodeos. Mostré fotos de la antigua plaza del mercado, conté cómo los caballos tiraban los vagones y los niños lanzaban piedras para que sonara el metal. En la antigua columna de bomberos, desplegué la gran lámina escaneada de la tarjeta de Nicolás. El profesor exclamó, la secretaria grabó un breve vídeo y los jóvenes pidieron sostener la cámara. Por primera vez en semanas escuché a alguien susurrar al vecino: «¿De verdad?». Ese susurro retumbó más que cualquier aplauso.
Después de dos horas, al ofrecer té caliente del termo en el punto final, dejé una caja en la tapa del cesto de basura para opiniones. La gente dejó monedas, billetes y sus contactos. La secretaria del ayuntamiento comentó brevemente: La dirección quiere agradecer y proponer incluir la ruta en el calendario oficial de primavera, si presentas la documentación. Asentí, notando por primera vez que la administración hablaba de nosotros y no de vosotros. Guardé la tarjeta con mi número dentro del bolsillo interno, junto al sobre con la foto.
Al llegar a casa, quité los botines y acomodé la recaudación sobre la mesa: mil quinientos euros exactos. No son millones, pero bastan para pagar internet y parte de las facturas. La lámpara de la cocina brillaba tenue; bajo la tetera reposaba el periódico con el anuncio de apoyo a los prejubilados, ahora menos intimidante. Abrí mi cuaderno y anoté: «Próxima parada: el puente de artesanos de 1913, destruido por la inundación». Por la ventana, una farola iluminaba la ligera nevada. La ciudad respiraba en silencio, y en ese suspiro había espacio para mí.
Dos días después entregué en la administración los folletos de la ruta, copias de los documentos archivísticos y una carta proponiendo un seminario breve para los guías municipales. La secretaria se mostró sorprendida, pero aceptó los papeles. Al salir, me detuve frente al tablón de anuncios; allí colgaba el cartel del «Festival de paseos callejeros de primavera», fecha prevista para marzo. Un espacio vacío bajo el cartel aguardaba nuevas fichas. Conté mentalmente los pasos desde el tablón hasta el antiguo depósito: treinta y ocho, la misma distancia que había medido entre la máquina y la ventana del taller. El cuerpo recuerda esas medidas, aunque cambie la ruta.
Antes de acostarme, saqué de la funda el original de la foto, la coloqué bajo la lámpara de escritorio y la guardé en una bolsa plástica. Luego fijé en la pared el mapa de la ciudad y, con un pequeño botón, señalé los lugares que aún esperan ser contados. En la habitación ya no había olores a aceite ni a máquinas; solo el susurro de la nieve contra el ventanal. Apagué la luz, dejando la lámpara comoAsí concluí mi jornada, sabiendo que cada paso que di sobre el pavimento antiguo había trazado, sin darme cuenta, la hoja de ruta de mi propio renacer.







