Conrado estaba reclinado en su silla de ruedas, mirando a través del vidrio empañado del cuarto de hospital. La ventana daba al patio interior del edificio, donde antes había un pequeño jardín con bancos y maceteros, pero ahora apenas había gente. Era pleno invierno y los pacientes rara vez salían a pasear. Conrado se encontraba solo en la habitación. Hace una semana su compañero de cama, Julián Timoteo, recibió el alta y volvió a su piso, y desde entonces el silencio se volvió insoportable. Julián era un muchacho sociable y alegre, con mil anécdotas que contaba como si fuera un actor consumado; de hecho estudiaba teatro en tercer año. La compañía de Julián era imposible de extrañar. Cada día la madre del joven aparecía con dulces caseros, frutas y pasteles, y los compartía generosamente con Conrado. Con la partida de Julián, el entorno familiar del cuarto se desvaneció, y el joven sintió como nunca antes una soledad aplastante.
Sus pensamientos melancólicos fueron interrumpidos por la puerta que se abrió. Al ver a la enfermera, la desazón volvió a crecer: la que debía aplicar la inyección no era la simpática y joven Daria, sino la siempre morosa y de semblante hosco, Luz Araceli. En los dos meses que llevaba internado, Conrado nunca la había visto sonreír; su voz era tan áspera como el rostro que la mostraba.
¿Qué te pasa, Conrado? ¡Vamos a la cama! bramó Luz Araceli, con la jeringa ya cargada.
Conrado suspiró resignado, giró su silla y se deslizó hasta la cama. Con un movimiento ágil, Luz le ayudó a recostarse y, sin perder la compostura, lo volcó boca abajo.
Quítate los pantalones ordenó, y él obedeció sin protestar nada sintió. Luz inyectó con maestría, y cada vez Conrado le dedicaba mentalmente un agradecimiento.
¿Cuántos años tendrás, señorita? pensó Conrado, observando a la enfermera que palpeaba la fina vena de su delgada mano. Debe estar ya en su jubilación. La pensión es escasa y por eso se muestra tan gruñona.
Luz introdujo la fina aguja en la pálida vena azulada de Conrado, provocándole apenas una ligera mueca.
Listo, Conrado, hemos terminado. ¿Pasó el doctor hoy? preguntó inesperadamente, preparando su salida.
No, todavía no respondió Conrado, negando con la cabeza. Tal vez más tarde
Pues espera. Y no te quedes en la ventana, que te entra el frío y te quedarás como una sardina advirtió Luz Araceli, alzándose.
Conrado sintió una punzada de irritación, pero no pudo arremeter; detrás del brusco tono de la enfermera percibió, sin embargo, una extraña preocupación. Él era huérfano. Sus padres fallecieron cuando él tenía cuatro años, consumidos por un incendio en la casa del pueblo. Su madre, en un último acto de valentía, lo arrojó por la ventana antes de que el techo se derrumbara, salvándolo pero enterrando bajo los escombros a toda la familia. Desde entonces vivió en un orfanato; los parientes, aunque existían, nunca se acercaron a acogerlo.
De su madre heredó la dulzura, el sueño y los ojos verdes como la hierba; de su padre, la altura, la paso majestuoso y una mente ágil para las matemáticas. Sus recuerdos eran fragmentos de película: una fiesta del pueblo, su madre agitando una bandera de colores, o él en los hombros de su padre sintiendo el viento veraniego. Recordaba también a un gato rojizo llamado Morcillón. No quedó nada más, ni siquiera el álbum familiar, que se quemó en el incendio.
Al cumplir dieciocho, el Estado le asignó una habitación luminosa en un edificio de vivienda pública en el cuarto piso. Le gustaba la independencia, aunque a veces la tristeza le aplastaba el pecho. Con el tiempo aprendió a convivir con la soledad y a ver en ella una ventaja, pero los recuerdos del orfanato reaparecían cuando veía a niños con padres en los parques, en los supermercados o en la calle, y le invadían pensamientos amargos.
Tras acabar la secundaria quiso entrar a la universidad, pero sus notas no alcanzaron; tuvo que inscribirse en un instituto técnico. Allí la carrera le gustó, pero los compañeros le resultaban ajenos: era callado, reservado y poco atractivo para ellos. Prefería los libros y las revistas científicas a las fiestas y a los videojuegos. Con las chicas tampoco tenía suerte; su timidez no encajaba en sus expectativas, y a los dieciocho años parecía un chico de dieciséis. Pronto se convirtió en el cuervo blanco del grupo, pero eso no le molestó.
Hace dos meses, apurado por llegar a clase, se resbaló en la acera helada del metro y se fracturó ambas piernas. Las fracturas fueron graves y la curación lenta, pero en las últimas semanas mostró mejoría. Conrado esperaba alta pronto, pero su preocupación aumentó al pensar en su vivienda: el edificio carecía de ascensor ni rampas, y seguiría atado a la silla de ruedas.
Al terminar el almuerzo entró el traumatólogo, el doctor Román Álvarez. Tras examinar sus piernas y los rayos X, soltó:
Conrado, las fracturas finalmente están consolidándose. En dos semanas podrías pasar a los muletas. No tiene sentido que sigas internado; pronto te darán el alta y podrás seguir el tratamiento ambulatorio en la clínica. En una hora te entregarán el alta. ¿Alguien vendrá a recogerte?
Conrado asintió en silencio.
Perfecto. Llamo a Luz, ella te ayudará a empacar tus cosas. Que te mejores, Conrado, y trata de no volver a acabar aquí.
El doctor se despidió con un guiño. Conrado se quedó meditando su futuro cuando Luz Araceli volvió a entrar.
¿Qué esperas, Conrado? Te van a dar el alta dijo, entregándole una mochila bajo la cama. Prepárate, que la Pacheco viene a cambiarte las sábanas.
Conrado metió sus escasos objetos en la mochila y sintió la mirada inquisitiva de la enfermera.
¿Mentiste al doctor? preguntó, inclinando ligeramente la cabeza.
¿De qué hablas? respondió él, desconcertado.
No te hagas el tonto, Conrado. Sé que nadie vendrá por ti. ¿Cómo vas a irte?
Me las ingenio, no soy un niño.
Te faltarán al menos quince días para volver a caminar. ¿Cómo piensas vivir?
Buscaré la manera.
Luz se sentó al borde de la cama y, acercándose, le habló con más suavidad:
Conrado, con esas lesiones necesitarás ayuda. No podrás hacerlo solo. No te estoy diciendo esto por lástima, sino porque es la verdad.
Yo me las arreglaré.
No lo lograrás. Llevo años en esto. No discutas como un niño.
¿Y a qué viene todo esto?
A que te quedes a vivir conmigo. Vivo en las afueras de Madrid, en una casa con dos escalones de entrada. La habitación está libre. Cuando vuelvas a ponerte de pie, volverás a casa. Vivo sola, mi esposo falleció hace años y no tengo hijos
Conrado se quedó boquiabierto. ¿Vivir con una desconocida? Había dejado de confiar en los demás.
¿Qué te pasa? inquirió Luz, frunciendo el ceño.
Me resulta incómodo balbuceó Conrado.
Deja de hacerte el dignísimo, Conrado. Es imposible vivir en una casa sin ascensor y sin rampas en una silla de ruedas. replicó con su habitual brusquedad. Así que, ¿vas a venir a mi casa?
El joven vaciló. Por un lado, la idea de habitar con una extraña le resultaba extraña; por otro, sabía que sus piernas tardarían en recuperarse y que Luz, a su modo, le había cuidado durante todo ese tiempo. Cada frase que ella lanzaba al cuarto, como ¡Conrado, a la hora de la comida vienen tus albóndigas! o ¡Cierra la ventana, no ha bajado la temperatura! le recordaba que, por fin, alguien se preocupara por él.
Acepto, pero no tengo dinero dijo finalmente. La beca tarda en llegar.
Luz cruzó los brazos, frunció el ceño y, con el tono de quien no quiere admitir debilidad, respondió:
¿Estás diciendo que piensas venir por dinero? No, Conrado, lo hago por compasión.
Yo solo empezó, pero se detuvo, disculpándose.
Yo no me ofendo. Vamos a la enfermería, allí te quedarás hasta que termine mi turno, y después iremos.
Luz vivía en una casita de piedra con ventanas estrechas enmarcadas por rejas de hierro forjado. Dentro había dos habitaciones acogedoras; una de ellas sería la de Conrado. Al principio, el joven se retraía, casi sin salir de la habitación, temiendo molestar a su anfitriona. Luz, sin rodeos, le dijo:
Deja de avergonzarte. Si necesitas algo, pide; el té no está prohibido.
Conrado descubrió que le gustaba aquel lugar: la nieve cubría el jardín trasero, el fuego crepitaba en la chimenea y el olor a guiso casero le recordaba a la casa que nunca tuvo. Los días pasaron; la silla de ruedas quedó atrás, luego los muletas. Llegó el momento de regresar a la ciudad. Salían juntos de la clínica, Conrado cojeando ligeramente, mientras Luz le hablaba de los exámenes y los trabajos que había dejado pendientes.
Tienes que aprobar los módulos, Conrado. No puedes olvidar el instituto técnico. El médico te recomendó reducir la carga en las piernas.
Durante esas semanas se fueron acercando. Conrado se sorprendía al ver que no quería abandonar aquella casa ni a la mujer que, como una segunda madre, le había brindado calor. Un día buscó su cargador de móvil y, al mirar alrededor, vio a Luz de pie en el umbral, llorando. Sin saber por qué, dio un paso hacia ella y la abrazó con fuerza.
¿Te quedas, Conrado? susurró entre lágrimas. No sé qué haría sin ti.
Él no respondió con palabras, solo le estrechó el brazo y se quedó allí.
Así se quedó. Años después, Luz tomó su lugar como la madre del novio en la boda de Conrado, y, un año más, sostuvo en sus brazos a la recién nacida nieta, a quien nombró Luisa en honor a su propia madre.







