Pedro lo dijo entonces con calma, casi con ternura:

Pedro me dice tranquilamente, casi con ternura:

¿Por qué tienes que trabajar, cariño? Yo gano bastante. Tú te ocupas de la casa, de nosotros, de los niños cuando lleguen.

Yo le creo, porque lo quiero, porque pienso que así tiene que ser.

Con los años, ocuparse de la casa se transforma en calla y no te metas.

Me despierto al alba en el café de la Estación de Atocha. Los ojos están hinchados, pero en el pecho siento una extraña ligereza.

No sé qué haré a partir de ahora, pero tengo claro que no volveré atrás.

El tren a Valencia parte a las siete.

Me siento junto a la ventana y contemplo cómo los rieles se pierden en la distancia, mientras el crujir de las ruedas arrastra mi pasado.

Cada minuto que pasa me aleja más de la mujer que era y me acerca a la que podría ser.

Al llegar, no tengo ningún plan. Deambulo por la ciudad hasta encontrar un pequeño local con un cartel que reza: «Café & Alma». En la vitrina hay un papel que anuncia:

«Se busca diseñador/a de interiores».

Me detengo. Es una señal.

Entro. Tras la barra está una mujer de unos cuarenta y cinco años, pelo corto y sonrisa cálida.

¿Aún buscáis a alguien para el puesto? pregunto.

Sí. ¿Tienes experiencia? responde.

Tengo estudios, pero no he trabajado en doce años.

Ella sonríe.

Eso no se pierde. Dibuja cómo cambiarías el local si fuera tuyo.

Me entrega una hoja y un lápiz.

Me siento en una mesa. Al principio mi mano tiembla, pero al trazar la primera línea el miedo desaparece.

Media hora después le entrego el dibujo. Lo examina con detenimiento, me mira a los ojos y dice:

Empiezas mañana.

Salgo del café y no puedo contener las lágrimas. No son de dolor, sino de alivio. Por primera vez en años me siento viva.

Pasa una semana. Suena el móvil. En la pantalla aparece Pedro.

No quiero contestar, pero mis dedos marcan el número por sí solos.

¿Dónde estás? pregunta con esa voz fría. Mi madre quiere saber cuándo vas a disculparte.

No tengo nada que disculpar, Pedro.

¡¿Qué?! ¡Me has puesto en ridículo! La gente dice que estoy sola porque mi mujer estaba loca.

Me quedo en silencio.

Vuelve antes de que sea tarde. Te perdono.

Inhalo hondo.

No, Pedro. Esta vez tienes que pedir perdón tú.

Se produce un silencio. Entonces su voz se endurece como piedra:

Vale. Pero no toques el dinero común. Ya bloqueé la tarjeta.

Yo sonrío.

No te preocupes. Ya me mantengo con mis propios euros.

Él no lo cree, pero ya no importa.

Transcurren tres meses. Alquilo una habitación pequeña en un barrio antiguo cerca del mar. Compro un portátil viejo y trabajo de noche.

Al principio ayudo en el café; luego empiezo a recibir encargos: diseño de viviendas, oficinas y tiendas. A los clientes les gusta mi estilo; uno me recomienda a otro.

Un día recibo una llamada de un número desconocido.

¿Señora María Sánchez? Le habla el abogado Andrés Herrera. ¿ Conoce a su marido, Pedro García?

Sí, es mi esposo.

Ha presentado documentos de divorcio y alega que ha gastado los ahorros comunes sin su consentimiento.

Me río.

Solo he gastado el billete para mi libertad.

Tras una breve pausa, el abogado responde con una sonrisa en la voz:

Me gusta su forma de pensar. Si quiere, le ayudo sin honorarios, solo por gusto.

Así conozco a Andrés. Me asiste con todos los papeles, con el juicio y con la distribución de los bienes. Pero lo más importante es que me devuelve la confianza.

Andrés es distinto. No me manda, no me compadece; simplemente está a mi lado, con café, con una sonrisa, con respeto.

Una tarde, al volver del trabajo, lo veo esperándome en la entrada con un ramo de rosas blancas.

¿Recuerdas cómo empezó todo? Con el ramo que tiraste. Ahora quiero que guardes este me dice en voz baja.

Mis ojos se llenan de lágrimas, pero no de tristeza, sino de gratitud.

Seis meses después abro mi propio estudio. Sobre la puerta leo:

«María Design Studio».

A veces me despierto sin poder creer que sea real.

Una mañana de domingo recibo un mensaje:

«Te vi en la revista. No te reconocí. Has cambiado». Pedro

Miro la pantalla y respondo:

«No he cambiado, Pedro. Sólo vuelvo a ser yo».

Salgo al balcón. El aire huele a café y a rosas. El sol acaricia mi rostro.

Entiendo entonces que nunca más esperaré a que alguien me ceda un asiento en una mesa ajena, porque ya tengo la mía.

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Pedro lo dijo entonces con calma, casi con ternura: