Ricardo Salazar permaneció inmóvil durante un largo tiempo.

Ricardo Salazar permaneció inmóvil durante mucho tiempo.

El mundo en el que creía poder comprarlo todo gente, recuerdos, futuro se desmoronó con unas cuantas frases pronunciadas por una muchacha de zapatos gastados.

¿Quién te lo ha enseñado? murmuró al fin.

Nadie, señor Salazar respondió Begoña en un susurro. Simplemente lo entiendo. A veces las lenguas se hablan solas.

Su madre, Elena, estaba a un lado con las manos apretadas, intentando no temblar. Observaba cómo en el rostro del hombre, al que todos en el edificio temían mirar, se asomaba una sensación que nunca había visto en él: duda.

Mientes espetó él, brusco, casi áspero. Es un truco. Una artimaña para impresionarme.

Se incorporó, se dirigió a su escritorio y pulsó un botón. En la pantalla apareció una imagen de un manuscrito antiguo.

Mira. Los catedráticos de la Universidad de Salamanca no lograron traducirlo. Si me dices una sola frase correcta, te daré mil euros. Si no tu madre será despedida.

¡Señor Salazar, no lo haga! gritó Elena. ¡Es una niña!

¡Cállate! le cortó.

Begoña no se inmutó.

Está bien dijo. Pero no os gustará mi respuesta.

Se acercó a la pantalla y deslizó el dedo por las líneas.

No es solo un texto. Es una advertencia.

¡Ja! ¿Y qué advertencia? se rió nervioso Ricardo.

Para ti.

¿¡Para mí!? su voz ya mostraba irritación mezclada con inseguridad.

Begoña susurró:

El que se eleve sobre todos caerá por su propio orgullo. Su nombre será borrado por el viento y su casa arderá en llamas.

Silencio.

De pronto, un relámpago cruzó el cielo. La habitación se sumió en penumbras y el rostro de Ricardo se iluminó brevemente: pálido, tenso, con los ojos muy abiertos.

Coincidencia pura coincidencia balbuceó.

Begoña se volvió hacia él.

Os burláis de quienes limpian vuestro suelo, pero ¿sabéis quién escribió el código sobre el que se sustenta vuestro negocio?

¿Qué qué quieres decir? tembló su voz.

Mi padre.

Elena se encogió de hombros.

Begoña no, no digas

Sí, madre, es hora de que lo escuche. Begoña no apartó la mirada de Ricardo. Él era programador del departamento de ciberseguridad. Trabajaba en vuestro sistema de noche, mientras vosotros os vaciabais en la costa. Cuando enfermó, firmasteis su despido.

¿Cómo cómo se llamaba? preguntó él, más pálido aún.

Andrés Ibarra.

Los ojos de Salazar se agrandaron.

¿Él fue el que creó el código de defensa? ¿El mismo que trajo los millones del banco alemán?

Sí contestó Begoña. Ese. Y vosotros le arrebatasteis todo.

Silencio.

Solo el golpeteo de la lluvia contra los cristales se escuchaba.

No queremos venganza susurró Elena. Solo justicia y paz.

No lo sabía murmuró Ricardo, aunque sus palabras sonaban huecas.

Lo sabíais replicó Begoña. Simplemente no os importaba.

El hombre se dejó caer en su sillón. Todo lo que había construido le pareció de repente vacío.

¿Qué queréis de mí? ¿Dinero? ¿Educación? ¿Una casa? Os lo daré todo.

Begoña lo miró serena.

No queremos nada. Pero recordad: a veces Dios habla con la voz de los que no veis.

Tomó la mano de su madre.

Vamos, madre.

Elena se volvió hacia él.

Acabaré la limpieza hoy. Después buscad otra mujer.

Las dos salieron. La puerta se cerró lentamente.

Ricardo quedó solo.

Se quedó allí, inmóvil, durante mucho tiempo. Luego abrió el cajón y sacó una carpeta antigua A. Ibarra.

En su interior había una solicitud de ampliación de contrato por motivos de salud. En la parte inferior, su firma: Rechazado.

Salazar dejó la carpeta sobre el escritorio, luego quitó lentamente el reloj de su muñeca y lo depositó junto a ella.

Afuera, la lluvia corría por los cristales como una vergüenza líquida.

Al día siguiente, los periódicos estallaron:

«El empresario Ricardo Salazar donó todo su patrimonio y sus participaciones en la empresa a una fundación que apoya la educación de niños de familias humildes».

Un mes después, la Torre Cristal fue vendida a la Universidad Complutense de Madrid para convertirla en un centro de enseñanza gratuita.

En una pequeña escuela de los suburbios, una niña llamada Begoña fundó un círculo de idiomas para niños sin recursos.

Cuando le preguntaron por qué lo hacía, sonrió:

Porque el conocimiento es poder. Pero el verdadero poder es perdonar.

Epílogo

Elena y Begoña abandonaron Madrid. Nadie volvió a saber de ellas.

Y Ricardo Salazar desapareció de la vida pública.

Meses después, en la última planta de la Torre Cristal, apareció un cartel que decía:

«La verdadera riqueza es aprender de quienes hablan con el corazón».

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Ricardo Salazar permaneció inmóvil durante un largo tiempo.