Él había prometido estar allí, pero en su lugar, la abandonaron en el vestíbulo del aeropuerto. Su «viaje de negocios urgente» era solo una mentiraen realidad, estaba tumbado al sol frente al mar. Mientras ella luchaba por contener las lágrimas, sonó su teléfono. La voz al otro lado de la línea destrozó la última ilusión que le quedaba.
Lucía siempre había sido una excelente contable. Metódica, atenta al detalle, capaz de sacar el máximo provecho de cualquier situación. Cualidades valiosas en el trabajo, pero en casa, empezaba a darse cuenta, eran una maldición. Cinco años de matrimonio le habían enseñado una verdad fundamental: su marido, Javier, estaba acostumbrado a una vida donde todo parecía resolverse por arte de magia. Y la maga era ella.
Aquellas vacaciones en la costa eran el ejemplo perfecto. Había sido idea suya, con su dinero, y las incontables horas dedicadas a buscar los mejores vuelos, reservar el hotel con vistas al mar, planificar excursiones para que Javier no se aburriera. Naturalmente, Javier no había participado en nada. Estaba ocupado. Muy ocupado. En el trabajo, con sus amigos, en el tallersiempre había una buena razón para delegar en Lucía el tedioso trabajo de organización. Luego, cuando todo marchaba a la perfección, contaba a sus colegas, con aire de conquistador, que «se despachaba a gusto» por sus dos mujeres favoritas.
Lucía se limitaba a sonreír sin decir nada. Era su papel. La sombra silenciosa y eficiente que aseguraba el bienestar de los demás.
Pero ese día, en el taxi camino al aeropuerto, algo en ella empezó a deshilacharse. En el asiento trasero, su suegra, Carmen, ya daba rienda suelta a su monólogo de quejas como una reina en un trono deslucido.
«Lucía, ¿estás segura de que lo has comprobado todo? ¿No se te han olvidado los pasaportes? ¿Y el seguro? Ya sabes lo despistado que es mi Javier, hay que vigilarlo como oro en paño».
Javier, sentado junto a Lucía, ni pestañeó. Con los ojos clavados en el móvil, fingía no oír nada. Lucía suspiró y forzó en su voz una calma que no sentía.
«Todo está en orden, Carmen. Tengo todos los documentos, el seguro está hecho, los billetes impresos. No te preocupes».
«¿Cómo no voy a preocuparme si todo recae sobre tus hombros?», refunfuñó Carmen. «Los jóvenes de hoy son tan irresponsables. En mis tiempos».
La lección que siguió le era familiar: un largo discurso sobre un pasado, por supuesto, mejor, más barato y más fiable. Lucía se desconectó, mirando por la ventana las afueras grises y monótonas. Un miedo frío y repentino la invadió. El miedo de que esa fuera su vida. Un ciclo sin fin de gestionar el confort ajeno, una marionetista silenciosa e ingrata.
De pronto, Javier alzó la vista del móvil.
«Mamá, ¿otra vez? Lucía lo ha organizado todo. No hace falta dar la lata».
Un destello de gratitud calentó el pecho de Lucía, pero se apagó al instante. Como para disculparse con su madre por haberle llevado la contraria, añadió:
«Es una profesional, mi mujer. Sabe cómo hacer que todo salga bien. ¿Verdad, cariño?».
*Sabe cómo hacer que todo salga bien*. Las palabras rezumaban una condescendencia que le erizó la piel. Como si ese fuera su único talento: organizar la comodidad de los demás. Como si no tuviera sueños, ni ambiciones, ni vida propia.
«Claro», respondió con voz tensa. «¿Qué otra opción tengo?».
El caos del aeropuerto solo aumentó su irritación. La sala de facturación era un remolino de colas interminables, caras cansadas y niños llorando. Para Carmen, era un buffet de nuevas quejas.
«¿Por qué esta cola es tan larga? ¡Vamos a llegar tarde! Javier, tú eres el hombre aquí. Haz algo».
Como siempre, Javier delegó.
«Lucía, ¿puedes ver si hay una fila rápida? Mamá se está alterando».
Lucía sabía que la alteración de Carmen crecía en proporción directa a su insatisfacción con el universo. Discutir no servía de nada. Fue al mostrador de información y pidió embarque prioritario para mayores. La respuesta fue previsible: sin excepciones.
Al regresar, Carmen estaba indignada.
«¡Lo sabía! Siempre lo estropeas todo. ¿No podías haberlo previsto?».
«He hecho todo lo posible, Carmen», respondió Lucía, con la paciencia agotándose. «Llegamos a tiempo. La cola es larga. No es culpa mía».
«¿No es culpa tuya? ¿De quién entonces? ¡Tú has organizado este viaje!».
La lógica circular daba vértigo. Cuando al fin llegaron al mostrador, estalló otra crisis. Los asientos.
«¿Por qué no estamos en business?», protestó Carmen. «Lo he soñado toda mi vida».
«Los billetes se reservaron hace meses, Carmen. Business era mucho más caro», explicó Lucía entre dientes.
«¡Más caro! ¿Así que ahorras a costa mía? ¿Después de todo lo que he hecho por vosotros?».
Javier se encogió de hombros.
«Venga, mamá. Lucía, en serio, ¿no podías haber encontrado algo mejor?».
*Algo mejor*. Es decir: más cómodo para él y su madre. ¿Alguien había considerado, siquiera una vez, qué sería mejor para ella?
«¿Un asiento de pasillo?», continuó Carmen, horrorizada. «¡No quiero el pasillo! Quiero la ventanilla, para ver las nubes».
«Lo siento, señora, el vuelo está completo. No hay más plazas disponibles», respondió la empleada, exhausta.
«¿Cómo que no? ¡Exijo una solución! ¡Presentaré una queja!».
Hartos de los dramas de su madre, Javier intervino de la peor manera.
«Lucía, no te quedes ahí parada. Pídelo amablemente. Tú sabes convencer a la gente».
*Convencer a la gente*. Quería decir: *tú sabes rebajarte*. En ese momento, algo se rompió en Lucía. Un clic silencioso y definitivo. Había terminado. Terminado de convencer, de organizar, de ser la sombra cómoda y muda.
«Ya lo he pedido, Javier. No hay más plazas», dijo con voz seca y glacial.
«¿Qué te pasa hoy?», susurró él. «Lo estás arruinando todo. Si no sabes comportarte, ¡quédate en casa!».
Entonces ocurrió lo más inesperado. Lucía miró el rostro colérico de Javier, la expresión satisfecha de Carmen, su propia maleta junto a ellay sintió un alivio profundo, embriagador.
«Muy bien», dijo con total calma. «Me quedo».
Javier y Carmen se miraron, atónitos.
«¿Cómo que te quedas? ¿Te has vuelto loca?», chilló Carmen.
«Os las apañaréis solos», respondió Lucía, y por primera vez en años, su voz sonó firme. Agarró su maleta y se alejó del mostrador.
«Lucía, deja de hacer el tonto», dijo Javier, cogiéndole el brazo. «¿Estás enfadada? Ya sabes cómo es mamá. No le hagas caso».
«Oh, lo sé, Javier», dijo, liberando su brazo. «Lo sé muy bien».
«¡Pues vale! ¡Quédate, si no sabes comportarte!», gritó él, imitando el tono que ella solía usar con él.
Lucía sonrió para sí. Eso era exactamente lo que él había dicho. Y se quedaba. Pero no como él imaginaba. Los observó, a él y a su madre, refunfuñando y discutiendo, mientras se dirigían






