Querido diario,
Hoy he vuelto a comprobar que no entiendo nada de lo que la tía Lidia espera de mí. ¿Crees que no sé por qué has venido?, se rió con crueldad mientras cruzaba el umbral con su bastón. La casa está bonita, el huerto de seiscientos metros cuadrados en el centro de la aldea. No eres tonta, Begoña, ¡ya lo has calculado todo!
Yo estaba lavando los platos cuando la tía Lidia apareció en la puerta.
Tía Lidia, ¿de qué habla?, suspiré. ¿De qué casa? Usted misma me pidió que viniera cuando estaba internada en el hospital.
Desde hacía tiempo sospechaba que mi presencia le molestaba, pero tenía que hacerlo. No solo por ella, también por mí. La tía había pasado por una operación y ahora necesitaba ayuda.
¡No te pases de lista! exclamó con voz severa, avanzando hacia mí.
El perfume fuerte de su perfume me golpeó de improviso.
Le pedí ayuda, no que me instalara en todo lo que ya tenía preparado continuó. Pensaba que se quedaría una semana, como máximo dos. Y usted ya trajo sus cosas, ocupó la habitación y hasta reclamó un sitio en la cocina.
Se refería a aquella taza blanca con el borde astillado que encontré en el fondo del armario y me guardé. Evidentemente, a los ojos de la tía eso significaba que tramaba algo.
Tía, cada mañana me levanto a las seis para regar sus hortalizas, le recordé. En la hora de la comida corro a casa para calentarle el almuerzo. Por la tarde limpio y lavo la ropa. Y los fines de semana deshierbo su huerto porque la presión le impide agacharse. ¿Cree usted que lo hago por la herencia?
¿Y por qué más?, refunfuñó con rencor. ¡Joven, bonita, una señorita! ¿No tiene vida propia? ¿No tiene nada mejor que hacer?
Quise decirle que la lamentaba, que el médico le había dicho que sin ayuda externa no saldría adelante. Pensé en quedarme un tiempo, ayudarla a ponerse en pie y luego ver qué pasaba.
Pero al mirarla comprendí que seguir discutiendo sería inútil; ella nunca me creería.
Sabes, Begoña se volvió hacia la cocina, mientras las ollas chocaban. No nací ayer. He visto a muchos ayudantes. Primero cuidan, luego esperan el testamento. Pero te digo ahora mismo que no vas a llegar a nada. ¡Yo seguiré vivita! Esta casa es mía, el huerto es mío, y yo soy la única dueña aquí.
No me ofendí. Simplemente sentí una revelación que me dejó enfermo del disgusto. Sus recriminaciones me habían cansado durante estos meses; cada día encontraba una razón para criticarme: la sopa demasiado salada, la manta mal planchada, el pan comprado en la panadería equivocada. Pensé que la soledad había erosionado su carácter.
Ahora entiendo que no es cuestión de carácter, sino de confianza. No cree que alguien pueda ayudar sin segundas intenciones.
Tiene razón dije. ¿Para qué seguir aquí si ya lo sabe todo de mí?
Me dirigí a mi habitación y empecé a empacar.
Detrás de la puerta escuché los pasos de la tía Lidia. Entró y se quedó mirando cómo doblaba mi ropa. Por un instante pareció aliviada, pero al final se dio cuenta de que yo realmente me iba.
¿Qué es lo que planeas?, preguntó insegura.
Me voy gruñí sobre mi hombro. Como quería. No volveré a intentar tocar su herencia.
Yo no quería decir eso dijo, con una voz más suave.
¿A dónde vas? Sus inquilinos ya han tomado su piso.
Lo arreglaré como pueda respondí. Me quedaré la noche en casa de Cata y luego buscaré otro sitio.
No te preocupes despidió la tía, agitando la mano. Solo dije una tontería.
Tía Lidia hablé con calma, ¿sabe por qué vine realmente?
¿Y por qué? se puso a la defensiva.
Porque mi madre siempre decía: Lidia es una persona dura, pero está sola. No tiene a nadie más. Cuando la llamaron del hospital pensé en lo difícil que sería para ella con la presión, el huerto y esa casa enorme. Vine no por un mes, sino para ayudar.
Exacto, ayudar por la casa gruñó, pero con menos convicción.
Esa anciana, con los dedos torcidos de la artritis, se negaba a creer en mi sinceridad.
No, cerré la mochila. Solo quería ayudar porque es lo correcto y porque la quiero. Pero usted no quiere que la ayuden, prefiere ver a todos como enemigos. Así se siente más segura, pero también más sola. No podemos vivir bajo el mismo techo con esa desconfianza.
La tía se quedó boquiabierta, sin saber si había comprendido algo.
Me voy repetí. Usted puede seguir con sus sospechas y acusar a todos de codicia. Pero recuerde, cuando vuelva a estar mal, piense en esta conversación. Recuerde que acusó de codicia al único que vino a ayudarla.
Pasé al pasillo, me puse las zapatillas y agarré la chaqueta del perchero. La tía Lidia me miró con una mezcla de enojo, resentimiento y desconcierto.
El huerto está regado dije al salir. La ropa está lavada, falta colgar. En la nevera quedan dos días de albóndigas, solo hay que calentarlas. Las pastillas para la presión están en la mesita de noche. No olvide tomarlas.
Begoña intentó decir, pero la puerta ya estaba cerrada.
¿Cómo es posible? pensé. ¿Cómo puede una persona confiar tan poco en los demás? ¿Cómo creer firmemente que todos buscan su bien?
Con esas preguntas en la cabeza recorrí el patio y llegué a la puerta de la aldea. Lidia quedó allí, en el umbral, observándome marchar. Durante el trayecto hasta la parada del autobús, repasé todo lo ocurrido. Lo peor fue darme cuenta de que ella encontrará una excusa, no sentirá vergüenza y seguirá viéndose a sí misma como víctima.
Hoy aprendo que la desconfianza ciega a las personas y que la verdadera ayuda no necesita reconocimiento. La lección que me llevo es que a veces el mayor regalo que podemos ofrecer es la paciencia para que otro aprenda a confiar.






