El escalofriante secreto de la abuela ha salido a la luz

El escalofriante secreto de la abuela se revela

El insomnio se ha instalado hace tiempo en la vida de Nerea, convirtiéndose en su sombra constante. Esta noche vuelve a seguir su amarga costumbre. Como si obedeciera a un ritual antiguo, la mujer se levanta de la cama, se acerca a la ventana helada y abre ligeramente la persiana. Inhala profundo el aire húmedo y frío de la madrugada y contempla la densa niebla blanquecina que cubre la ciudad dormida. Desde la cornisa oscura del tejado vecino se asoma lentamente la tenue media luna, suspendida en la niebla como un gran fantasma sin rostro que baña las calles con su luz helada.

Nerea detesta esas noches interminables que hielan el alma. Parece que ya ha pasado el tiempo suficiente para que el dolor disminuya, para que el corazón se recupere y vuelva a gozar de la vida Pero ella se aferra a los recuerdos como quien se agarra a la última paja de una balsa, sin querer soltarlos. En silencio implora a su marido y a su hija que le visiten en sueños, sufre de una melancolía profunda y su corazón herido llora la soledad que lo consume. Cinco años pasan, pero el tiempo no actúa como bálsamo curativo; solo refuerza el nudo en la garganta, recordándole la pérdida con cada día que pasa.

Ese día fatídico no anuncia tragedia alguna. Nerea, como siempre, se prepara para un viaje de trabajo a una de las sedes del instituto donde imparte clases. Estas desplazamientos se han vuelto parte de su rutina, sobre todo a mitad del curso. Durante los periodos de exámenes, la universidad le pide que imparta conferencias y corrija pruebas a los estudiantes a distancia, a veces varias veces al trimestre.

Su marido, Sergio, y su hija, Begoña, ya están acostumbrados a la vida de equipaje de Nerea. A veces la bromearían, pero sus chistes están impregnados de ternura y de un amor inmenso.

Entonces llega el día horroroso en que Nerea vuelve a su apartamento y lo encuentra sumido en un silencio sepulcral. Al poco, suena el teléfono: Sergio y Begoña han sufrido un terrible accidente de tráfico. No pueden salvar al marido; la hija permanece varios meses en el hospital luchando por su vida

En su interior, y en el futuro que había construido mentalmente, se abre un vacío inmenso. El trabajo se vuelve su refugio. Las clases, los estudiantes, la cadena incesante de jornadas académicas Nerea asume la carga máxima en la cátedra solo para ahogar el dolor, perderse en el torbellino de responsabilidades.

Sin embargo, cada vez que reconoce en la multitud algún rasgo que le recuerda a su marido o a su hija, un sobresalto la recorre y unas lágrimas traicioneras le empañan los ojos

A las ocho y cincuenta y cinco de la mañana suena el teléfono con insistencia.

Nerea, buenos días. Le recuerdo la recursada de los alumnos a distancia a las diez le dice la asistente del departamento.

Gracias, Irene, lo recuerdo responde Nerea mientras empieza a arreglarse.

Su ruta al instituto pasa por el pasillo subterráneo, donde siempre cruza una fila de puestos, ancianas vendiendo sus chucherías y músicos callejeros que entonan coplas.

Hoy su atención se queda atrapada por una joven con un bebé en brazos. Aprieta al pequeño contra su pecho como si intentara protegerlo de todo mal. Lleva jeans rasgados en la rodilla y una chaqueta ligera, totalmente inadecuada para el clima otoñal. La mirada de la chica está vacía, el mentón metido en el cuello. La gente pasa deprisa, nadie se detiene, nadie le ofrece una moneda ni una palabra de ayuda.

El bebé, envuelto en una manta limpia y tibia, duerme plácidamente. A los pies de la desconocida hay una maleta gastada y un vaso de papel con unas cuantas monedas.

¿Cuántos años tendrá? Dieciocho, quizá no más. La flacura y el cansancio le hacen parecer más joven.

Nerea frena el paso y, como arrastrada por un recuerdo punzante de su hija, su corazón se contrae. Extiende la mano hacia la bolsa. Saca un billete de cien euros y se lo entrega a la joven.

La chica levanta la vista: unos ojos profundos, llenos de una tristeza cósmica e ineludible. Se quedan mirándose en silencio unos segundos.

¡Mamá! murmura de golpe, pero con una claridad que a Nerea le parece un grito.

Nerea se queda paralizada, sin poder pronunciar una palabra. Finalmente, reuniendo fuerzas, dice:

Tome, por favor, compre algo para usted y para el bebé Su corazón late frenético, empujándola a apresurarse; siente que ya llega tarde. La joven, confundida, piensa que quizás ha visto cosas en la penumbra del pasillo.

En el instituto, Nerea se sumerge en la rutina habitual: recursadas, conferencias, tutorías pero la imagen del encuentro matutino no abandona su mente, la tortura sin cesar.

«Mamá» esa palabra que nunca volverá a oír. ¿Qué habrá pasado con esa joven madre? ¿Por qué se halla en tal situación desesperada? ¿Qué más podría hacer por ella?

Al volver a casa por la tarde, pasa de nuevo por el mismo pasillo subterráneo. La joven con el bebé ya no está. Solo el viento hace rodar sobre el pavimento de hormigón una envoltura de chocolate y unas cuantas hojas caídas.

La puerta del apartamento se abre y Nerea es recibida no solo por un aroma, sino por una nube de aire cálido y perfumado que huele a empanadas de repollo y bollitos de leche. En la cocina, llena de ollas y cuencos, su madre, Luz Alejandra, se mueve como en un pequeño caos creativo. Luz vive al lado, en un piso de una casa adosada del mismo barrio, y se niega rotundamente a mudarse a la vivienda de su hija sola. Su hogar es su fortaleza, su mundo, lleno de recuerdos donde cada objeto lleva la huella de sus manos. La idea de que alguien ajeno cruzara ese umbral y llenara sus paredes de voces extrañas le resulta insoportable, por eso responde siempre con una sola frase firme.

Sin embargo, las dos mujeres se apoyan: Luz visita a menudo la casa de Nerea para llevarle pasteles, crêpes crujientes y tortillas esponjosas, siguiendo su receta secreta. Hace todo lo posible por aliviar el sufrimiento de su hija, sonriendo a través del dolor que lleva oculto, aunque en su interior siente una amargura tan profunda que parece que los gatos arañan su corazón.

¿Cómo ha ido el día? pregunta Luz apenas Nerea cuelga el abrigo en el recibidor.

Mamá hoy en el pasillo subterráneo me encontré con una chica la voz de Nerea tiembla. Era muy joven, casi una niña, y llevaba en brazos a su bebé. Me pedía limosna.

Seguramente otra estafadora suspira Luz, secándose las manos en el delantal. En la tele siempre hablan de esas.

Le di dinero

Ay, hija, no puedes calentar a todos los desdichados del mundo. Eres muy compasiva la madre le acaricia el hombro. Ven, siéntate a cenar mientras todo se enfría.

Nerea se sienta en la mesa. Luz coloca delante una bandeja de empanadillas humeantes y en la tetera ya suena el agua para el té. En el alféizar, bajo la luz de la farola, se enrosca Barquito, el gato atigrado de Begoña, que ronronea entre sueños felinos.

Mamá vuelve a decir Nerea, más bajo.

¿Qué, niña? Luz levanta la vista, con una preocupación visible.

Ella me llamó mamá pronuncia Nerea lentamente, mirando al vacío.

Luz no responde; solo asiente con la cabeza, la melancolía arrastrándose por su rostro. Tras una hora, termina los quehaceres nocturnos y se retira a su propio piso.

Allí, en su modesto apartamento, Luz pasa la noche sentada en el salón con un álbum familiar grueso sobre sus piernas, pasando con delicadeza las fotos amarillentas. Ahí está su Nerea pequeña, en los brazos de su padre, entonces joven y risueño. Se pregunta por qué la vida arrebata a los seres más queridos justo cuando más los necesitas.

El péndulo del reloj marca la medianoche. Luz cierra con dificultad el álbum, apaga la luz y se acuesta. «Necesito descansar», se dice, mirando al techo. «Solo es una coincidencia, un juego de la imaginación. Una broma cruel del destino»

A la mañana siguiente, el destino vuelve a cruzar a Nerea con la desconocida, pero ahora en una parada de autobús bajo la lluvia otoñal. El aguacero golpea con fuerza como si quisiera arrastrar la ciudad al fondo del mar. La joven lleva la misma chaqueta delgada y los jeans rasgados, incapaces de protegerla del frío. A sus pies, el mismo baúl gastado la acompaña. El bebé se retuerce y gime, mientras la madre intenta calmarlo con una canción apagada.

Nerea se queda paralizada. El deseo de ayudar vuelve a arder, pero el miedo la retiene: temer invadir una desgracia ajena sin ser invitada, temer decir algo torpe. Sabe que la línea entre la ayuda sincera y la intromisión es delgada, y ella, sensible, no quiere cruzarla. Sin embargo, piensa en mil razones por las que esa joven madre está allí bajo la lluvia: tal vez no tenga techo, tal vez la falta de vivienda sea la causa, aunque la escena del pasillo de ayer sugiere otra cosa

Se mantiene a distancia, observando la pequeña tragedia. Los autobuses van y vienen, pero la mujer no se marcha. Finalmente, se desploma en la banca mojada, sollozando sin sonido.

El corazón de Nerea se rompe. No puede seguir mirando. Da un paso firme hacia la mojada desconocida.

¡Hola! dice con suavidad. Perdón por la interrupción, ¿puedo ayudar en algo?

La joven tiembla, como sacudida de un sueño, y no responde, solo deja que las lágrimas se mezclen con la lluvia. Nerea se sienta a su lado, le posa la mano en el hombro con ternura materna.

En este clima, estar al aire libre es peligroso prosigue, firme pero amable. El bebé puede resfriarse y tú también. Vivo justo al lado, puedes pasar la tormenta en mi casa, calentaros y atender al niño.

Sin esperar objeciones, llama a un taxi y la chica, como guiada por un impulso, sube al coche. En el trayecto reina el silencio roto sólo por el suspiro del bebé envuelto en su manta.

¿Cómo te llamas? pregunta Nerea al abrir la puerta de su apartamento, dejando entrar la corriente de aire húmedo.

Celia responde la joven, cruzando el umbral.

Pasa, Celia, siéntate. ¿Tienes algo para alimentar al pequeño?

Sí está en lactancia dice, aliviada.

Mientras Celia cambia y alimenta al bebé en la sala, Nerea llama al departamento y cancela todas las clases del día. Después de años de trabajar sin descanso, la dirección comprende su repentina bajada.

Celia, tienes que comer dice Nerea, sirviéndole una sopa caliente.

El bebé ya duerme profundamente; Celia, temerosa de romper el momento de felicidad, se sienta en la cocina y observa a Nerea con la garganta seca, como si temiera que el calor del hogar se desvaneciera como un espejismo.

Gracias, de verdad susurra. Es muy difícil estar sola con un niño sin saber a dónde ir.

¿Qué ha pasado? ¿Dónde está tu casa? pregunta Nerea con cautela.

Celia suspira y sus hombros se encorvan bajo el peso del recuerdo.

No tengo hogar. Es culpa mía. Cuando era joven firmé papeles que entregaron el piso de mi madre a mi ex, Andrés. Me prometió que sería distinto, que lo necesitaba para su negocio y después me echó a la calle. Ahorré lo que pude, compré un billete y llegué a esta ciudad.

¿Y tu familia? ¿Mamá, papá? indaga Nerea.

Nadie Tú me recuerdas a mi madre. Ella falleció hace tres años. Nunca supe quién era mi padre; mi madre nunca habló de él, era un tema prohibido. No hablaba del pasado, como si guardara un secreto terrible.

Celia rompe a llorar.

Descubrimos su enfermedad demasiado tarde continúa entre sollozos. Los médicos decían que había esperanza, pero perdimos el tiempo. Luego apareció Andrés, pensé que era amor, pero solo quería el piso. Yo y mi hija nos convertimos en una carga

Nerea la abraza, sintiendo cómo el cuerpo de Celia tiembla.

Quédate conmigo dice con decisión. Vivo sola. Mi esposo y mi hija murieron hace años. Al verte en el pasillo recordé a mi propia Marisol.

Por la noche, Celia recoge sus escasos enseres en la habitación que antes pertenecía a Begoña, intentando no romper la atmósfera congelada del pasado. Saca de la maleta un viejo marco de madera que contiene la única foto de su madre. Esa imagen amarillenta la acompañaba en los momentos difíciles. Su madre, en los últimos años, evitaba las fotos; tenía unos veinticinco años en la foto, sonriendo, con la mirada perdida en un horizonte azul. Celia siente, con una extraña certeza, que su madre la escucha, que una presencia cálida la protege.

Al día siguiente, Luz vuelve a casa de Nerea con una caja de bollitos recién horneados. Allí conoce a Celia, la chica cuya historia había conmovido tanto a Nerea. El relato sincero y amargo de Celia despierta en Luz recuerdos enterrados bajo décadas de polvo.

Se remonta a un diciembre frío de hace casi cuarenta años. Luz, entonces embarazada, yace en la sala de partos tras un parto arduo. Recuerda el agotamiento que la sumió en un sueño profundo. Cuando el personal le entregó al recién nacido, una enfermera con rostro de piedra le dijo: «Solo tiene un hijo, ¿qué fantasías tiene?». Esa frase quedó clavada en su alma.

Al ver la foto desgastada que Celia le muestra, Luz la contempla y su corazón late con fuerza. La mujer de la foto, pese a la diferencia de edad, se parece inquietantemente a su propia hija, Nerea, como si fuera su gemela.

Luz no revela nada de inmediato. Tras semanas de observar a Celia, reúne valor y, una noche, cuando la primera nevada cubre las farolas, las tres mujeres Luz, Nerea y Celia se sientan alrededor de la mesa de la cocina, iluminadas por una luz tenue que refleja la calidez del hogar.

Cuando Luz termina su relato, el silencio se hace denso. Celia, pálida, mira a Nerea y sus mejillas se llenan de lágrimas silenciosas.

Lo sé susurra, tomando la mano de Nerea y apretándola Te vi en el pasillo, en la estación. Te pareces a mi madre. Ahora entiendo por qué compré el billete a esta ciudad aquel día terrible. Creo que era mi madre quien me guiaba. Siento que ella está cerca, protegiéndonos a mí y a mi hija. Ahora sé que no me equivoqué.

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