La Difícil Decisión

Elección difícil

Andrés volvió a retrasarse en la oficina. Nerea estaba sentada al comedor, mirando la cena que ya había perdido el calor. El aroma de pollo al horno con hierbas se mezclaba con el perfume de la vela que había encendido hacía dos horas; la cera caía en gotas irregulares, como lágrimas. La tele zumbaba con el pronóstico del tiempo, pero ella no le prestaba atención. Solo escuchaba el crujido del ascensor en el portal y los pasos en la escalera de la entrada¿serían los suyos?

Sin embargo, la puerta no se abría.

Podría haber llamado y preguntado ¿dónde estás? o ¿estás bien?. Pero, ¿para qué? Él siempre respondía con el mismo tono: un escueto En un momento o un irritado No me molestes. Entonces llegaba, se plantaba frente al móvil y entre los dos se alzaba un silencio pesado, como si no fueran una pareja sino dos personas que caminan solas.

Llevaban cinco años conviviendo.

Ayer Almudena, su amiga, había compartido una foto del bautizo de su hijo; en el fondo se veían caras felices, un vestido precioso y el marido de Almudena con el bebé en brazos. Hoy, otra publicación mostraba una foto de boda de unos conocidos en común.

¿Cuándo será la vuestra? preguntaban.

No tenemos prisa desestimaba Andrés.

Pero Nerea ya estaba harta de ese no tenemos prisa.

¿De verdad quieres casarte conmigo?

Él acababa de entrar, se quitó la chaqueta y se dirigió al frigorífico por una cerveza. La pregunta lo pilló desprevenido; su mano se quedó congelada a medio camino.

Claro que sí contestó, aunque su voz sonó apagada, como si las palabras estuvieran atrapadas en la garganta. Ahora no es el mejor momento para eso.

¿Y cuándo será? ella tomó el tenedor como si lo viera por primera vez. ¿Cuando compres un piso? ¿Cuando consigas un ascenso? ¿O cuando ambos lleguemos a los cuarenta?

Él se dio la vuelta, buscando quizá salvación en la etiqueta de la botella.

No te alteres, ¿vale? Estoy cansado.

Yo también susurró ella.

Él ya se dirigía a la ducha, dejando tras de sí un silencio denso, como niebla, en la que ambos se habían perdido durante tantos años.

Andrés había crecido viendo cómo se desmoronaba una familia. Recordaba a su padreel que había sido antes: divertido, fuerte, que lo lanzaba al aire cuando tenía cinco añosy al que se había convertido después: mirada vacía, siempre con olor a licor, que arrojaba platos a su madre.

Mejor no tener padre que uno así le había soltado a un amigo una tarde.

En ese momento se prometió a sí mismo: si algún día formaba una familia, no sería como la suya. Solo cuando estuviera seguro de no repetir el error.

Sin embargo, la seguridad nunca llegó.

Nerea era todo lo contrario a su madre: tranquila, paciente, sin arranques de ira. Y, sin embargo

Cada vez que se aventuraba delicadamente a hablar de matrimonio, Andrés se encontraba pensando:

«¿Y si me equivoco? ¿Y si dentro de mí duerme ese monstruo?».

Vio cómo sus puños se apretaban tras un día duro, como los de su padre. Sintió la irritación subir cuando Nerea le pedía algo. Aunque nunca le había levantado la mano ni alzado la voz, el miedo habitaba en lo profundo:

«¿Y si esto es solo el comienzo?».

Una noche, después de una discusión especialmente dura, Nerea le preguntó al punto:

¿Temes volver a ser como tu padre?

No seré así replicó él, brusco.

Entonces, ¿cuál es el problema?

Que no sé si podré ser lo suficientemente bueno en su lugar.

Nerea guardó silencio, luego tomó su mano:

Nadie exige perfección. Solo quiero que lo intentes.

Pero Andrés sabía que intentar significaba arriesgarse a destruir otra vida. Ese temor superaba incluso al amor.

Necesito ponerme en pie primero dijo, saliendo de la ducha y secándose con una toalla, los ojos reflejando el cansancio de una jornada de doce horas. Quiero que todo sea perfecto.

Nerea permanecía en la mesa, esperándolo. En su mirada había una mezcla de comprensión y cansancio; aquel debate ya lo habían tenido cientos de veces.

¿Qué significa perfecto para ti? preguntó, sin reproche, solo con sincera curiosidad.

Andrés se quedó paralizado. Esa palabra la había repetido mucho, pero nunca había pensado su contenido. En su mente surgieron imágenes: un amplio piso en el centro (aunque ya alquilaban un acogedor dúplex cerca del metro), un coche nuevo (aunque su viejo Seat León le había dado buen servicio cinco años), un puesto de director (aunque ya ganaba el triple del salario medio de Madrid).

No respondió. Porque de pronto comprendió que su perfecto era como un anuncio publicitario: brillante por fuera, vacío por dentro. Esperaba el momento mágico en que las estrellas se alinearan, el dinero se duplicara y él de pronto se transformara en el esposo, padre y proveedor ideal.

Nerea observó cómo cambiaba su expresión, conocía esa faceta suya: la capacidad de encerrarse en trampas de expectativas irreales.

Sabes empezó finalmente, eligiendo sus palabras con cuidado el momento perfecto nunca llega. Podemos ser felices aquí y ahora, tal como somos.

Andrés miró su hogar: los estantes con los libros que habían coleccionado juntos, las fotos de sus viajes, el gato Durmiendo plácidamente en el sillón. Por primera vez se preguntó si ideal no se refería a las condiciones materiales, sino a los dos. Pero el temor a dar el paso al desconocido volvió a silenciarlo.

Apretó el control remoto, apagó la tele y tomó el móvil, indicando que la conversación había terminado.

Andrés amaba a Nerea.

Amaba cuando ella reía de sus bromas tontas durante el desayuno. Amaba cómo murmuraba en sueños cuando él le robaba la manta. Amaba incluso su costumbre de dejar tazas de té medio vacías por toda la casa; cada hallazgo le sacaba una sonrisa.

Pero también amaba el silencio. Ese que se instalaba cuando Nerea se marchaba a casa de sus padres los fines de semana. Amaba sus propios hábitos: dejar los calcetines tirados, no encender la luz, quedarme horas jugando hasta las tres de la mañana, o lanzarme a una escapada de pesca sin mucho preámbulo.

¿Para qué necesitamos el sello en el pasaporte? le preguntaba, abrazándola mientras lavaba los platos. Ya estamos juntos, ¿no es suficiente?

Nerea quería algo más. No anillos de diamantes ni banquetes fastuosos; deseaba esa sensación casi intangible pero crucial de elección. Que cada mañana él despertara y decidiera conscientemente estar con ella, no por inercia, sino porque lo deseaba.

El sello no es un compromiso decía, mirándolo fijamente. Es la prueba de que, entre todas las vidas posibles, eliges esta. Nos eliges a nosotros.

Andrés apartó la mirada. Sabía que ya la había elegido hace tiempo, pero la palabra para siempre todavía le asustaba por su irrevocabilidad. Sentía que firmar en el Registro civil enterraría al joven despreocupado que podía largarse a la hora que quisiera.

¿Y si nos divorciamos? estalló de repente, como si hubiera cargado esa pregunta durante mucho tiempo. Se quedó junto a la ventana, de espaldas a Nerea, mirando la ciudad al atardecer, pero en su mente surgían cálculos de honorarios de abogados, reparto de bienes, habitaciones vacías.

¿Qué? quedó paralizada Nerea.

Pues es caro. La hipoteca, las pensiones recitó él como un plan de negocios, no como una posible ruptura. Mi colega perdió media vivienda y sigue pagando al hijo

Nerea se levantó, se echó a reír, una risa amarga, casi sin sonido, como el último suspiro de un barco que se hunde.

Ya piensas en el divorcio, pero temes casarte le espetó, sin ira, solo con cansada comprensión. Lo más gracioso es que temes perder lo concreto el dinero, los papeles mientras perder el amor es algo abstracto para ti, ¿no?

Andrés se volvió, con la mirada perdida. No había anticipado esa reacción. Estaba preparado para una pelea, para lágrimas, para el silencio, pero no para esa claridad penetrante.

Yo empezó, pero las palabras se trabaron. ¿Qué decir? ¿Que intentaba protegerlos a ambos? ¿Que quería prever todos los escenarios? Era una excusa, y ambos lo sabían.

Nerea se acercó, quedó a la distancia de un brazo extendido. Su rostro mostraba serenidad, pero en sus ojos había una nueva determinación.

Si ya piensas en cómo nos separaremos, murmuró, ya estamos separados. Solo que no lo hemos formalizado.

Se dio la vuelta y salió de la habitación, dejando a Andrés solo con sus cálculos, sus temores y la repentina revelación de que sus planes de futuro podrían estar destruyendo el presente.

Final

Se separaron en uno de esos días ordinarios, sin escándalos, sin platos rotos; simplemente Nerea llegó a casa una hora antes y comenzó a empacar en silencio. Andrés la encontró mientras volvía del trabajo.

¿Te vas? preguntó, paralizado en la puerta.

Nerea doblaba con precisión los suéteres que él tanto apreciaba. Sus movimientos eran metódicos, evidenciando una decisión meditada.

Sí respondió, sin levantar la mirada. He alquilado un piso en el centro.

Andrés sintió que el suelo se desvanecía bajo sus pies. Había imaginado ese momento mil veces, pero ahora comprendía que no estaba preparado, ni siquiera un poco.

Podríamos empezó, pero Nerea lo interrumpió:

No, Andrés. No podemos. Te di un mes después de aquella conversación y no intentaste nada.

Cerró la maleta con un suave clic, sonido que resonó más fuerte que la puerta que se cerró tras ella.

Nerea no se fue porque dejara de amarlo. El amor no desaparece de un día para otro. Se fue porque, al fin y al cabo, su miedo al compromiso superaba al cariño. No temía al matrimonio en sí, sino a tomar una decisión consciente, a decir sí no solo a ella, sino a la vida que eso implicaba.

No esperaba promesas eternas dijo al pasar el umbral solo quería que eligieras quedarte aquí, ahora. Pero nunca lo hiciste.

Andrés quedó solo en un apartamento que de pronto le pareció demasiado grande, con una libertad que ahora sonaba demasiado ruidosa. Tenía el móvil en la mano, con el número de Nerea marcado y borrado cinco veces. Era libre. Absolutamente libre. Podía salir con los amigos los fines de semana, trabajar hasta tarde, dejar calcetines por donde quisiera. Sin embargo, esa primera noche se encontró en el sofá, mirando al techo y recordando cómo Nerea gruñía en sueños cuando él le quitaba la manta.

Nunca supo qué le daba más miedo: perderla o perderse a sí mismo. Ahora, sin ella, comprendió que el él que temía el compromiso era un niño que se escondía detrás de excusas, mientras el verdadero él que amaba a Nerea disfrutaba de sus bromas matutinas.

A la mañana siguiente encontró en la cocina su taza favorita, medio llena de té. La lavó sin pensar y la guardó en el armario; entonces comprendió que ya no habría quien dejara esas tazas por toda la casa.

Al final, aprendió que la verdadera libertad no reside en evitar decisiones, sino en aceptar que el presente, con sus imperfecciones, es el único regalo que realmente podemos vivir.

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La Difícil Decisión