El último día de felicidad

¿Entiendes lo que estás haciendo? exclamó la voz de la madre, convertiéndose en un siseo. Trajiste caramelos. Una vez al año. ¡Qué padre tan atento! ¿Es eso todo lo que sabes hacer? ¿Llegas, sueltas los dulces y sigues con tus responsabilidades como padre? ¿Alguna vez te has puesto a pensar cómo vivimos? ¿Has traído dinero? ¡Jamás! Solo apareces de vez en cuando para que no se le olvide a la niña que «papá» existe. Un padre generoso nos da caramelos a una niña que pasa los días sola mientras yo no puedo abandonar el trabajo.

Nunca antes la madre había discutido con él delante de Pilar. Ahora Adela hacía lo posible por que su hija no escuchara, pero las paredes no guardan secretos

***

Doce metros cuadrados. En una esquina, un escritorio cubierto de lápices desordenados, una figura recortada de papel torcida y una pila de libros de texto abiertos al azar.

En esa habitación, la que Pilar compartía con sus juguetes, pasaba la mayor parte de sus tardes en solitario. Tenía siete años, pero ya estaba habituada a la soledad, sobre todo al caer la noche. En el colegio tenía amigos, compañeros de clase y un compañero de banco, pero en casa estaba sola.

Pilar se afanaba con la libreta de matemáticas. Los números danzaban ante sus ojos; el cansancio la abatía y no lograba comprender la solución, pero tenía que terminar, no podía entregar la hoja vacía y no había a quien pedir ayuda. No sabía a qué hora volvería su madre ni si tendría tiempo.

Todo lo hacía ella misma: la escuela, el trayecto de dos calles donde el viento hacía crujir los columpios oxidados, el almuerzo calentar la sopa de ayer en la cocina y, por fin, la matemática.

Vale, cinco más tres ocho. Escribimos ocho murmuraba, leyendo en voz alta.

Como si la madre estuviera allí:

Eres grande, Pilarcita. Ánimo.

Y Pilar se las arreglaba, porque Adela trabajaba de sol a sol. Una madre que se esforzaba, que amaba, pero que rara vez podía ser simplemente madre.

De pronto, a través de las finas paredes, Pilar escuchó voces en el pasillo. Una discusión, al parecer. Pilar se quedó inmóvil, el lápiz suspendido sobre el cuaderno. Alguien se acercó a la puerta. La madre y otro.

Con la cautela que le caracterizaba, Pilar se acercó a la puerta de su habitación, la abrió un poco y miró la penumbra del corredor.

Los intrusos entraron.

La escena que se desplegó ante ella resultó extraña y familiar a la vez. Adela, con la coleta que siempre se peinaba por la mañana, estaba en la puerta del piso, y a su lado estaba el padre, Antonio.

Antonio, que hacía ya dos años que no vivía con ellos, aquel hombre cuya brillante furgoneta a veces aparecía en el patio, provocando en la madre una mezcla de nerviosismo y una extraña expectativa. En los últimos seis meses, Pilar había dejado de sentir la presencia de un padre.

En su mano, sobre el gris del hormigón de la escalera, destacaba un paquete rojo.

Adela colgó su chaqueta en el perchero y Antonio cerró la puerta con estrépito.

¡Pilar! dijo Adela, con una dulzura que pronto se tornó brusca. Tenemos visita.

Pilar salió vacilante, sin apartar la vista del paquete rojo. Antonio, al ver a su hija, sonrió de manera fingida y se acercó:

¡Hola, princesa! le tendió el paquete. Toma, dulces. Los he buscado, seleccionado, ahorrado

Pilar tomó el paquete con cautela. Era bastante pesado. Bajo la película translúcida se veían envoltorios brillantes. ¡Caramelos! En casa, los caramelos eran una rareza, un pequeño festín que sólo aparecía cuando la abuela venía de visita o en alguna fiesta escolar.

Y allí, un paquete entero. Sin pensar en nada, empezó a desenvolver uno tras otro. El primero era su favorito, el Osito.

¡Gracias, papá! exclamó, con la boca llena, y se zambulló de nuevo en el paquete.

Adela observó la escena con una expresión que Pilar había aprendido a descifrar: no era aprobación, ni alegría, mucho menos el deseo de volver a ver a su exmarido. Era algo más complejo.

Antonio, vamos al salón ordenó Adela.

Se llevó al hombre bajo el brazo, sin prestar atención a Pilar, que seguía devorando dulces sin masticar, y los condujo al fondo del piso.

Pilar, sintiendo que su presencia ya no importaba, volvió a su habitación. Pero escuchó todo. Cada palabra.

¿Te das cuenta de lo que haces? repitió la voz de la madre, volviéndose nuevamente siseante. Trajiste caramelos una vez al año. ¡Qué padre tan considerado! ¿Es eso todo lo que sabes hacer? ¿Llegas, sueltas los dulces y te alejas de tus deberes como padre? ¿Alguna vez has pensado en nuestra situación? ¿Has traído dinero? ¡Jamás! Solo apareces ocasionalmente para que no se le olvide a la niña que papá existe.

Nunca antes la madre había discutido con él delante de Pilar. Ahora Adela hacía todo lo posible por que su hija no escuchara, pero las paredes…

Adela, pero comenzó Antonio, balbuceando. Yo

¡No, Adela! intervino Pilar. ¡Yo sigo pagando tu crédito! ¡Tu negocio ruinoso! ¿Sabes a quién lo pusiste? ¡A mí! Mientras tú andas por ahí, libre. ¿No quieres saldar tus deudas?

Un susurro se coló entre ellos.

Pago lo que puedo dijo Antonio, casi en un murmullo. El dinero no aparece de la nada. Hago lo que puedo. Podría daros oro, si pudiera.

¿Ayudar? exclamó Adela en voz alta. ¿Traes caramelos y eso es ayuda? Bien supongamos que no tienes dinero. Vende el coche. Cierra el crédito.

¿Cómo venderé el coche si sin él no sobrevivo? replicó él. Es mi única fuente.

Si no aportas dinero, al menos quédate con el niño.

Vendría si tuviera tiempo, pero no lo tengo. Así es la vida.

Pilar, apoyada contra la pared, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Tenía solo siete años, pero ya comprendía. Entendía que su padre se había ido, que las deudas eran una amenaza, que el negocio del que tanto se jactaba ahora era una carga. Todo eso, por culpa de él.

Los caramelos en su mano dejaron de saber dulces. ¡Qué injusticia! Pero, ¿dónde encontrar un mundo justo?

***

Muchos años después.

El paquete rosa y el sabor amargo.

La escena se repitió.

Pilar ya no era una niña de siete. Tenía casi treinta años, era una mujer adulta con una hija de tres años, Lucía, que seguramente estaba correteando por el salón, jugando con una amiga en su propio mundo.

Otra vez sonó el familiar golpeteo en la puerta. Y otra vez, el padre.

Esta vez, sin la pelea en la escalera. La madre ya no pagaba los créditos de Antonio. Adela había sostenido a Pilar sola toda la vida. Antonio, tras recibir una parte de la venta del antiguo piso (cuando la madre decidió mudarse a una vivienda más modesta y vendió la casa, dándole a él una compensación por su parte), aparecía cada seis meses, sin provocar la misma ilusión de antes.

¡Hola, princesa! sonrió Antonio, como entonces. En la mano traigo no un paquete rojo, sino uno rosa brillante. Para mi nieta.

Pilar forzó una sonrisa.

Hola, papá. Adelante.

Quiso decir otra cosa, pero mantuvo la neutralidad.

Lucía, al oír una voz extraña, asomó la cabeza desde la habitación infantil. Al ver a su abuelo, que apenas recordaba, se quedó atenta al paquete rosa.

¿Quién es? preguntó a Pilar.

Es el abuelo, Lucía. ¿Te acuerdas? El año pasado nos trajo una Barbie respondió Pilar. El abuelo Antonio.

Antonio entregó el paquete a Lucía.

¡Mira, cariño! exclamó. Mira lo que trae el abuelo.

Lucía lo abrió.

Dentro había figuras de plástico colorido, juguetes de promoción de tienda. ¡Qué chatarra!

Papá, en todo tu esplendor dijo Pilar. No cambias.

¿Por qué debería cambiar? respondió él, tomando el halago como un cumplido.

Pilar sabía que nunca le había ayudado de verdad. No había dinero para pagar a los profesores particulares cuando necesitaba entrar a la universidad. No había apoyo cuando, de estudiante, trabajaba de noche para comprarse una chaqueta nueva. Sus ayudas siempre se limitaban a regalos simbólicos.

Yo dijo Antonio, sentándose en una silla desgastada. Tengo un hijo.

Pilar se estremeció. Un hijo. Carlos. El hijo de una segunda esposa, nacido en 2002. Pilar nunca lo había visto, sólo en fotos.

Felicidades respondió brevemente. ¿Quieres que solicite un préstamo para su boda?

Antonio se quedó sin palabras.

Quiero invitarte insistió. Por la familia. Carlos te llamó. Sabe que existes. Ven al menos una hora. Te distraerá.

Quiso gritar, lanzar una tabla de cortar, pero se contuvo ¿Por qué? ¿Por qué nunca le contó al padre quién era? Ese Carlos era el hijo consentido, con todo a su alcance. ¿Y ella?

De acuerdo dijo. Iré.

***

La boda. Lujosa, algo que Pilar nunca habría podido costear con su marido. Se sentó en una mesa alejada, destinada a colegas y primos lejanos. Vio a Carlos, a su novia Marina, una joven delicada con un vestido blanco costoso. Vio a Antonio, que pasaba la noche intentando agradar a los jóvenes.

Cuando llegó el momento de los discursos, Antonio se levantó. En la mano no llevaba un paquete, sino un documento.

Queridos Carlos y Marina anunció. Hoy celebro su unión. Que su vida sea sin tormentas. Tengo un detalle

Y entregó a Carlos las llaves de un piso.

La oscuridad se apoderó de la mirada de Pilar. Nunca había sentido una rabia tan profunda; todo lo acumulado estalló de golpe.

Un piso para el hijo mientras ella, Pilar, trabajaba sin descanso para pagar la hipoteca de su modesto apartamento, la misma que su madre había amortizado durante años. Carlos, que siempre tuvo todo. Antonio, que desde niño lo llevaba de vacaciones y le compraba lo que quisiera.

Así se llama justicia susurró ella.

Al marcharse, lanzó a su padre y a su nueva familia una mirada cargada de odio. En su cabeza resonó una frase venenosa: «¡Que sea su último día feliz!»

***

Un mes después.

Los rumores familiares, siempre al tanto de todo, llegaron a Pilar. Carlos había sido asaltado en un callejón. Lo golpearon con la cabeza contra el asfalto. Sobrevivió, pero quedó sin poder caminar ni hablar. Necesitaba una cuidadora.

Marina, embarazada, no podía cargar peso. En el quinto mes perdió al bebé. Antonio se debatía entre el hijo postrado y la nuera desconsolada. Un vaso de whisky se volvió su único consuelo.

Una tarde, llegó a la puerta de Pilar, tambaleándose.

Vino a desahogarse.

Pilar escuchó, asintió, pero dentro sólo sentía una macabra satisfacción. «Disfruta, papá, de tu vida feliz».

Pilar no se interesó por los detalles de la vida de Antonio. Devuelve la deuda si es que se podía llamar deuda.

Pasó el tiempo.

Pilar decidió visitar la tumba de la abuela paterna, la única que siempre le había tratado mejor que su padre. Junto a la sepultura, encontró una nueva tumba. Era la de Carlos.

Qué sufrimiento comentó, sin emoción alguna. Nada: ni tristeza, ni ira, ni compasión. Un vacío.

Sabía que su supuesto hermano ya no existía.

Un día, el padre volvió, otra vez, con una petición.

Pilar la voz había envejecido, parecía la de un hombre cincuentaañero convertido en abuelo. ¿Tienes mil euros? Los devolveré pronto.

¿Cuándo? preguntó ella.

Cuando pueda

No tienes que devolverlos.

Aceptó sin protestar. Le resultó extrañamente reconfortante verla a tal nivel.

No volvió a ver a Antonio. Los parientes le contaron que había vendido sus dos pisos, invertido en una secta, que su mujer, madre de Carlos, había regresado a su tierra natal. Pilar, en cambio, había conseguido una segunda vivienda para alquilar tras pagar la hipoteca con su marido. Y, de vez en cuando, al recordar al padre, se preguntaba: ¿habrá sido mi deseo el que desencadenó todo este sufrimiento?

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El último día de felicidad